“Oh viento que ruges tan fuerte
tristezas que no han de cantarse,
viento salvaje ante el cual las nubes
sombrías redoblan la
noche; tormentas de lágrimas vanas,
bosques desnudos
cuyas ramas se extienden,
hondas grutas y aguas lúgubres,
¡gemid, pues el
mundo se pierde!”
«Se encontraba mi cuna junto a la biblioteca,
Babel sombría, donde novela, ciencia, fábula,
todo, ya polvo griego, ya ceniza latina, se mezclaba.
Yo era alto como un infolio.
Y dos voces me hablaban. Una, insidiosa y firme:
‘La Tierra es un pastel colmado de dulzura;
yo puedo (¡y tu placer jamás tendrá ya límite!)
despertarte un apetito de igual tamaño’.
Y la otra: ‘¡Ven! ¡Oh ven a viajar por los sueños,
más allá de lo posible, más allá de lo conocido!’.
Y ésta cantaba como el viento en las arenas,
fantasma quejumbroso, venido de no se sabe dónde,
que acaricia el oído a la vez que lo espanta.
Yo respondí: ‘¡Sí, dulce voz!’.
De entonces data lo que se puede ¡ay! denominar mi llaga
y mi fatalidad. Detrás de los decorados
de la existencia inmensa,
en lo más negro del abismo,
veo distintamente los más extraños mundos y,
víctima extasiada de mi clarividencia,
arrastro conmigo serpientes que me muerden los talones.
Y tras ese momento, igual que los profetas,
con inmensa ternura amo el mar y el desierto.
Desde entonces sonrío en los duelos y lloro en las fiestas,
y encuentro un gusto suave en el vino más amargo;
tomo muy a menudo los hechos por mentiras,
y, por mirar al cielo caigo en pozos profundos.
Más la voz me consuela, diciendo: ‘Conserva tus sueños;
¡los cuerdos no los tienen tan bellos como los locos!”.
Charles Baudelaire – “La Voz” (“Las Flores Del Mal”, 1857)
«Nuestras vidas empezaron a desbaratarse en el verano de 1930. Ése fue el momento en el que mi padre se negó a aceptar una reducción de salario y acabó perdiendo el empleo. Estuvo buscando trabajo durante mucho tiempo, pero no encontró nada, ni siquiera por sueldos más bajos de los que se había negado a aceptar. Al final acabó sentándose en un sillón con su revista Argosy y mi madre empezó a rezongar y a ponerse nerviosa. Poco después tuvimos que dejar la casa.
Recuerdo que una vez soñé que encontraba unas joyas para dárselas a mis padres, pero cuando metí la mano en el bolsillo allí solo había un agujero. Me desperté llorando. Tenía seis años.
Un tío mío nos escribió desde Tejas diciendo que se había enterado de que había un restaurante en Kansas que era una verdadera máquina de hacer dinero. Mis padres vendieron todo lo que tenían y compraron un coche viejo y unas bolsas de lona para llevar agua y poder enfriar el radiador durante el viaje. Dejamos California y partimos rumbo a a las desconocidas llanura de Kansas.
Kansas era igual de pobre que California, pero hacía más frío. Los granjeros no conseguían vender lo que cultivaban y, evidentemente, no se podían permitir salir a comer fuera. Mis viejos vieron que, al menos, los granjeros tenían comida para llevarse a la boca, por lo que decidieron convertirse ellos también en granjeros. La tierra era más barata en Arkansas, así que hacia allí nos dirigimos. Pero ¿Qué sabía mi padre del campo? Mi madre, mis dos hermanos pequeños y yo nos instalamos en una casita con una pequeña parcela de terreno y mi padre se fue a trabajar para una señora que vivía fuera de la ciudad. No le veíamos casi nunca. Más adelante, mi madre dijo que creía que mi padre trabajaba más la cama de la señora que sus campos.
Mi madre cambió sus vestidos comprados en California por un cubo de melaza de sorgo y un poco de harina. Durante todo aquel invierno comimos tortinas de harina y agua y melaza de sorgo. Mi madre se quedaba de pie, junto a la ventana, con los ojos llenos de lágrimas, mientras sus bonitos vestidos pasaban por delante de nuestra casa en el asiento del carro de nuestro vecino.
Cuando llegó la primavera, mi madre puso en una maleta una muda de ropa para cada uno de nosotros. Con una mano sujetó a mi hermanito contra la cadera y con la otra cogió la maleta. Después nos dijo a mi otro hermano de ocho años y a mí que no nos apartásemos de ella y echamos a andar rumbo a California. Necesitaría un libro entero para contar todo lo que nos sucedió durante aquel viaje. Recuerdo tantas cosas…
Una vez que me desmayé en Oklahoma mi madre se adentró entre las ortigas para llegar hasta un arroyo y poder mojar un trapo en el agua para refrescarme. Cuando llegamos a Tejas tenía las piernas tan hinchadas que tuvimos que quedarnos en Dallas hasta que puedo volver as caminar. En otra ocasión, un hombre malvado nos abandonó en el desierto porque mi madre rechazo su ofrecimiento de acostarse con él esa noche. El sol se puso y por allí no pasaba ningún coche. Estábamos a muchos kilómetros de cualquier ciudad o de cualquier casa. El hombre había elegido un buen lugar para llevar a cabo su venganza. Finalmente nos rescató un técnico de una compañía telefónica que nos llevó a un motel de carretera y nos pagó el alojamiento esa noche.
Una vez nos quedamos durante un tiempo en una casita cerca de un campamento de jornaleros mexicanos. Jamás he visto tanta amabilidad. Vivían en unas chabolas hechas con todo lo que habían encontrado en los alrededores. Siempre recibíamos de todos ellos una sonrisa, una palmadita en la cabeza, tortitas calientes recién hechas y, el día de la paga, un puñado de caramelos de menta.
Finalmente llegamos a Los Ángeles. La hermana de mi madre iba a ir a recogernos al parque Lincoln, junto al lago, para mostrarnos adónde se había trasladado a vivir nuestra abuela. Esperamos allí durante todo el día. Cada vez que alguno de nosotros decía que tenía hambre, mi madre señalaba a los patos que nadaban en el lago o nos llevaba de paseo para enseñarnos alguna flor rara.
Cuando comenzó a anochecer, el hombre que había estado tirándoles migas de pan a los patos le preguntó a mi madre cuándo pensaba llevarnos a casa. Ella le dijo que había venido con su familia desde muy lejos y que, con la ayuda de Dios y de la caridad de la gente, ‘ya surgiría algo’. El hombre dijo que suponía que le había llegado el turno de ayudar. Cogió la cartera y sacó dos de aquellos enormes billetes de un dólar y se los dio a mi madre. Aquello era suficiente. Con un dólar pagó la habitación en el motel Lincoln. Con el otro compró una lata de cerdo con alubias y una barra de pan y sobró el dinero justo para pagar los billetes de autobús, si es que la tía Grace daba señales de vida. En esa época aprendí todo lo que necesitaba saber para el resto de mi vida sobre caridad, fe, confianza y amor.
Era el año 1931 y tenía siete años.
Jane Adams.
Prescott, Arizona».
«Odisea Americana». Relato incluido en el libro «Creía Que Mi Padre Era Dios» (2001)
«¿Puedo en mi corazón guardar tan cálidos deseos? Contemplar las coronas de flores de la vida, y pasar frente a ellas sin llevar yo corona alguna, ¿y no debo, además, triste despertar?
¿Renunciaré, altanera, al deseo más querido? ¿Debo, valiente, entrar al reino de las sombras, implorar a otros dioses otros gozos, pedir nuevos placeres acaso a los muertos?
Descendí, pero incluso en el reino de Plutón, en el seno de las noches la pasión arde tal que, anhelantes, las sombras se inclinan a otras sombras.
Pues perdido está aquel sin fortuna en el amor, e incluso aunque bajara a la laguna Estigia, en el fulgor del cielo, seguiría sin éxtasis».
Del poema «Amor En Todas Partes» (dedicado, antes de suicidarse, a Friedrich Creuzer, su amor imposible)
“Un día que yo derramaba largo llanto, que se desvanecía mi esperanza resuelta en dolor, cuando estaba solitario ante la yerma colina que en estrecho y oscuro recinto encerraba la forma misma de la vida – solo como nunca ningún solitario lo estuvo – acosado por indecible angustia– ya sin fuerzas, una imagen del desamparo y nada más. – Mientras dejaba vagar la mirada en busca de auxilio, sin poder avanzar, sin poder volver atrás, y me aferraba con ansias infinitas a la vida fugaz, evanescente; – entonces, de las azules lejanías – de las alturas de mi antigua dicha me vino un estremecimiento vesperal – que rompió de golpe el lazo del nacimiento, las cadenas de la luz. Desvanecióse la pompa de la tierra, se disipó con ella mi dolor – mi melancolía se fundió en un mundo insondable y nuevo – y tú, entusiasmo nocturno, sueño del cielo, caíste sobre mí – todo el paraje se elevó lentamente; y sobre él flotaba, librado y renacido, mi espíritu. La colina se convirtió en una nube de polvo – a través de la nube distinguí el rostro transfigurado de mi amada. La eternidad reposaba en sus ojos – cogí sus manos y las lágrimas se transformaron en una cadena inquebrantable y luminosa. Volaban ahuyentados los milenios hacia horizontes lejanos, como tempestades. Abrazado a su cuello lloré lágrimas arrebatadoras en el umbral de la vida nueva. – Fue el primero, el único ensueño – y desde entonces tengo una fe eterna, inalterable en el cielo de la noche y en su luz que es mi amada”.
«Fernande, casi más que el amor, adoraba el cansancio que venía después, mientras, tumbada en la cama deshecha, sentía por el Palomo una ternura renovada. Él encendía un cigarrillo y, voluptuosamente estirado bajo la sábana, se quedaba en silencio. Ella miraba cómo ascendía hasta el techo el humo que soltaba él despacio, y su felicidad era todo ligereza, dulzura y agotamiento. Era una felicidad frágil, nueva, una maravilla delicada, y nunca se abandonaba por completo tanto como en el momento mismo en que sentía que era así. El tiempo dejaba de existir. Por fin, todo iba alejándose… todo… hasta el rumor de la inmensa ciudad sorprendida trágicamente por la noche, obstruida por el alocado bullicio de la calle, las aceras y los bares relucientes.
¡Y qué paz! En el cielo incandescente por las luces el fuego purísimo de una estrella se encendía y temblaba. No había ni una nube… Alguien arrastraba una silla. En el corredor, una misteriosa conversación iba alejándose, una puerta se abría primero para cerrarse después…-¡Ah! ¿Qué hora es? –preguntó Fernande.
El Palomo se deslizó fuera de la cama y encendió la lámpara. Eran las ocho. Su vida, desde hacía cuatro meses, se dividía entre la ociosidad de días todos iguales, y el trabajo de las noches. La muchacha trabajaba sola. Celosa hasta el punto de pegarse con quien hubiera querido arrebatarle al Palomo, se esforzaba para que no le faltara de nada. Aquella belleza frágil escondía una pasión con una violencia que nadie hubiera podido sospechar. Y ya casi no reconocía la figura pálida de aquella obstinada que veía acercarse al espejo y que se desvestía después de sacar de la media el dinero que, moneda a moneda, había ido guardando.
Y sin embargo era ella, la Fernande… Se la podía ver por los bares de la plaza y de la calle Pigalle. Hasta el amanecer, acompañaba a los bebedores grises que estaban dispuestos a pagar y a llevarla al hotel… Volvía horriblemente cansada. El Palomo dormía. Se acostaba pero muy a menudo se echaba a llorar, con el corazón henchido de un sufrimiento misérrimo, con los ojos quemados por la luz del día que inundaba la habitación, y desesperada por no creer bastante en aquel pobre amor que llenaba y desgarraba su vida.
Porque –y era a pesar de toda su energía- Fernande se sentía incapaz en ocasiones de luchar contra la indiferencia apenas disimulada de Jesús el Palomo. No la amaba. Si la había hecho suya era por cálculo y notaba perfectamente los bajos manejos, las sonrisas, las caras ambiguas y la cobardía con que la rodeaba. ¡Si se había dado cuenta desde la primera noche! ¿Cómo podía, después de tanto tiempo, seguir aguantando que la tuviera tan vulgarmente engañada? Pero la muchacha se preguntaba inmediatamente después si al perderlo no lo perdería todo. Él era más fuerte. La tenía cogida. ¿Podía ni siquiera imaginar que un día dejaría de satisfacer el menor de sus caprichos, y él de hacerla sufrir? ¡Ay, bien sabía que las mujeres adoran a quien sabe dominarlas!… En el Moulin-Rouge tenía amigas que vivían juntas. No eran felices. Había parejas extrañas que se reían por tonterías. No eran felices… Se les notaba en la cara de preocupación que ponían de vez en cuando. Sus miradas lo decían a gritos a los que pasaban envidiando su dicha ficticia.
¿Y los que se acodan en la barra, los que fuman y bajan la vista, los que beben para atontarse, los que siguen a una mujer por la pasarela, los que deambulan por la calle toda la noche? Tampoco eran felices… Fernande había conocido a muchos que, en la habitación donde se juntaban, le pagaban, la miraban… Bajo todas aquellas apariencias, la misma angustia. Nadie se libraba. Las putitas del bulevar ahogan su tristeza en el éter. No tenían fuerzas para empezar, cada día, una existencia inútil, y las morfinómanas, las opiómanas, cada una con su vicio y sus pesares, afirmaban su desprecio, cada noche más amargo, del día siguiente.
En aquel infierno abigarrado de Montmartre, donde los negros vividores y desdeñosos, los macarras, los ojeadores, los embaucadores, los bohemios, los gigolós y las chicas se cruzan, se espolean, se denigran, se mezclan, Fernande se encontraba sola y, no sabiendo a quién confiarse, sentía cómo le invadía un cruel desencanto”.