Paul Auster (1947)

Paul Auster (1947)

“No sé de dónde saqué la idea, pero me había empeñado en que aquel cumpleaños tenía que ser diferente. No es que no tuviese amigos que quisieran celebrarlo conmigo. Ni que viviese lejos de mi familia. Tampoco era que hubiese roto con aquel hombre. Lo único que sabía era que quería coger el coche y hacer carretera. Quería celebrarlo a solas conmigo misma. Así que, en mi vigésimo quinto cumpleaños, cogí un montón de dinero del bote donde solía guardarlo, me subí al coche y partí. Antes le había dicho a todo el mundo que no tenía nada contra nadie, pero que me iba de viaje por mi cumpleaños. Y no di más explicaciones.

Llegó el día y me invadió una extraña sensación de júbilo. De hecho, me desperté sintiéndome muy bien. Después de coger el dinero y de subir al coche, la euforia fue en aumento. Sonreía con solo recorrer las calles y fijarme en edificios en los que nunca me había fijado. Todo me parecía divertido y lleno de buenos augurios. Después de conducir durante largo rato, vi un cartel que decía: ‘El restaurante de Nena’. A mi madre le dicen Nena, así que giré a la derecha y fui a dar a la playa. No tenía ni idea de en qué parte de la costa me encontraba o cuánto rato iba a quedarme allí. Miré las gaviotas durante un lapso y la espuma que coronaba las olas. Me parecía ver el mundo con una sorprendente claridad, aunque no me había dado cuenta de que estaba desenfocado.

Acabé aparcando en una callecita de adoquines muy peculiar, llena de pequeñas tiendas junto al mar. Era el único indicio de civilización que había visto en kilómetros y kilómetros. Mi coche se detuvo solo frente a un hotelito y me bajé. No recuerdo la razón, pero entré y pregunté cuánto costaba la habitación. Me daba igual el precio, pensaba quedarme de todos modos. Una mujer con un traje de cachemira me condujo al segundo piso por unas inmaculadas escaleras color melocotón y paredes blancas y me enseñó la habitación. Vi una cama de madera con dosel, con colcha y almohadas de encaje. Había una acogedora chimenea y una terraza con la misma vista del mar que había estado observando durante kilómetros. Tenía una bañera con patas, coronada por una antigua cortina colgada de un círculo. La nevera estaba llena de bebidas y la cafetera lista para ser conectada por la mañana. Le di las gracias a la mujer y esperé a que se marchase.

Cogí la bolsa, saqué mis compacts, mi incienso y mis cigarrillos y me quedé allí sentada durante un momento dejando que la habitación me entrara por los poros. Tenía una energía tan extraña y perfecta que lo único que deseaba era sentir todas y cada una de sus vibraciones. Pesé los dedos por los jabones de la bañera y me tiré sobre la cama. Me sentía libre. Me sentía absoluta e increíblemente libre y sabía, sin lugar a dudas, que era allí donde tenía que estar.

Bajé las escaleras y me fui a explorar la cala sobre un mar que, aquel día, era solo para mí. Me compré un sándwich y un traje de baño y sentí el sol en el rostro. Hablé con desconocidos y leí los carteles pegados en las tapias. Olí el aroma de las panaderías y saboreé la sal en mis labios. En algún momento del día entre el almuerzo y la caída del sol, saqué un libro del bolso y leí un rato en la playa. Luego me quedé para ver atardecer mientras, poco a poco, los habitantes de la zona iban llegando elegantemente vestidos a los restaurantes. Observé cómo el sol iba ocultándose y el cielo empezaba su danza de colores. Tenía las manos enlazadas alrededor de las rodillas y los dedos de los pies hundidos en la blanca arena, tibia y suave. Me levanté y fui hacia el agua, deseando hundirme en la espuma del mar. Mientras me acercaba sentí como si mi cuerpo se volviese parte del planeta. Como si una parte de mí recordase que no era más que una persona sobre este mundo y que pertenecía a él. Y, de repente, ya formaba parte del océano y del crepúsculo y de la salida de la luna, y mi cuerpo quería bailar. Y bailé. Me puse a correr y a girar y a dar vueltas y a zambullirme, sin importarme quién mirase o si había alguien haciéndolo. Paseé y brinqué y correteé. Me tumbé en la orilla y dejé que el agua me cubriese. Sentí cómo las olas me arrastraban de vuelta al mar. Me sentía tan libre… y tan segura…

Cuando quedé agotada y ya era casi de noche, regresé a mi habitación. El cuarto me estaba esperando y yo se lo agradecí correspondiéndole. No salí a cenar. Hice lo que tenía ganas de hacer: quedarme allí. Comerme lo que había quedado de mi sándwich de salami y leer mi libro. Me di un baño y prendí un poco de incienso. Entre capítulo y capítulo me fumaba un cigarrillo en la tumbona de la terraza. Durante esos descansos, me asaltaron pensamientos muy intensos. Pensé en que no había habido ningún hombre que me hubiera hecho feliz ni infeliz. Pensé en las estrellas y en todo lo que representaban. Pensé en lo mucho que siempre había deseado ser amiga de mi madre. Sentí que no había nada ni nadie que pudiese deprimirme. Todo parecía perfecto, en sintonía y al alcance de la mano. No quería dormirme. No quería sentir que aquello se acababa. Me pasé toda la noche leyendo, fumando, observando la perfección de aquel cielo nocturno y sintiéndome bien. Aquella fue la mejor sensación que he experimentado en toda mi vida. No dependía de ninguna otra persona ni de ninguna cosa, así que nada ni nadie podía arrebatármela. Era mía y procedía de una fuente que jamás se agotaría. Nunca me había sentido así; ni nunca volví a experimentar nada parecido.

Finalmente me quedé dormida, pero solo durante dos horas. Cuando desperté, la sensación seguía allí, no se había esfumado mientras dormía. Recorrí el hotelito y encontré una escalera de madera que conducía a una terraza acristalada sobre el tejado, con sillas y mesas de jardín. Las sillas estaban colocadas en la orientación perfecta para observar la salida del sol sobre el mar. Me senté. Era como si las sillas hubiesen estado esperándome. Yo estaba en pijama y medio dormida. Los tonos rosas, azules y amarillos se deslizaban por encima de mi cabeza. Cerré los ojos. Simplemente sentí el amanecer.

Había estado fuera veinticuatro horas. Aquella tarde, cuando mi coche me condujo de vuelta a casa, supe que algo había cambiado dentro de mí. Algo que jamás me abandonaría. Solo fueron veinticuatro horas.

Tanya Collins
Oxnard, California».

«A Orillas del Mar». Relato incluido en el libro «Creía Que Mi Padre Era Dios» (2001)

Charles Bukowski (1929-1994)

Charles Bukowski (1929-1994)

«Al día siguiente, me volví a la cama durante un buen rato después de que mis padres se fueran. Luego me levanté y me fui a la habitación frontal a echar un vistazo entre los visillos. La joven ama de casa estaba otra vez sentada en los escalones de su portal al otro lado de la acera. Llevaba puesto un vestido diferente, más sexy. La contemplé durante largo rato. Luego me masturbé lenta y sosegadamente.

Me bañe y me vestí. Encontré algunos cascos vacíos en la cocina y los fui a descambiar a la tienda de ultramarinos. Encontré un bar en la Avenida, entré y pedí una cerveza. Había un montón de borrachos poniendo canciones en el juke-box, hablando a voces y riéndose. En un momento una nueva cerveza se posó en frente mío. Alguien estaba invitando. Bebí. Empecé a hablar con la gente. Entonces miré afuera. Era ya el final de la tarde, casi oscurecía. Las cervezas seguían circulando, la dueña del bar, una tía gorda, y su noviete estaban en plan simpático. Salí una vez a la calle para pegarme con alguien. Estábamos los dos demasiado borrachos y había muchos baches en la superficie del asfalto del parking, apenas podíamos andar.

Lo dejamos…

*****

Me desperté mucho más tarde en un sillón tapizado de rojo en la trastienda del bar. Me levanté y miré a mi alrededor. Todo el mundo se había ido. El reloj señalaba las 3:15. Traté de abrir la puerta, estaba cerrada. Me metí detrás de la barra y busqué una botella de cerveza, la abrí, salí y me senté. Entonces volví y me cogí un puro y una bolsa de patatas fritas. Acabé mi cerveza, me levanté y encontré una botella de vodka y otra de escocés, me volví a sentar. Las mezclé con agua, fumé puros y comí carne reseca, patatas fritas y huevos duros.

Bebí hasta las 5 de la mañana. Limpié luego el bar, quité todas las cosas, fui hasta la puerta, conseguí abrirla y salí a la calle. Mientras salía, vi acercarse un coche de policía. Fueron conduciendo lentamente detrás de mí mientras yo caminaba. Pasada una manzana, se pararon delante de mí. Un oficial sacó la cabeza por la ventanilla.

-¡Eh, capullo!

Sus luces me daban en la cara.

-¿Qué estás haciendo?
-Me voy a casa.
-¿Vives por aquí?
-Sí.
-¿Dónde?
-En el 2123 de la Avenida Longwood.
-¿Qué hacías saliendo a esas horas de ese bar?
-Soy el encargado de la limpieza.
-¿Quién es el dueño del bar?
-Una señora llamada Joya.
-Entra.

Entré en el coche.

-Dinos dónde vives.

Me llevaron a casa.

-Ahora sal y llama al timbre.

Salí del coche. Llegué hasta el porche y llamé al timbre. No hubo respuesta. Llamé de nuevo, varias veces. Finalmente se abrió la puerta. Mi madre y mi viejo se quedaron allí plantados en pijama y bata.

-¡Estás borracho! –gritó mi padre.

-Sí.

-¿De dónde sacaste el dinero para beber? ¡No tienes ni cinco!

-Encontraré un trabajo.

-¡Estás borracho! ¡Estás borracho! ¡Mi hijo es un borracho! ¡Mi hijo es un maldito y vergonzoso borracho!

El pelo de la cabeza de mi padre estaba alzado en mechones dementes. Sus cejas revueltas salvajemente, su cara hinchada y reblandecida por el sueño.

-Actúas como si hubiese matado a alguien.

-¡Es igual de malo!

-…Ohh, mierda…

De repente vomité en la alfombra persa con el dibujo del Árbol de la Vida. Mi madre soltó un grito. Mi padre saltó encima mío.

-¿Sabes lo que le hacemos a un perro cuando se caga en la alfombra?

-Sí.

Me agarró del cuello por detrás. Me presionó hacia abajo, forzándome a doblar la cintura. Estaba tratando de ponerme a la fuerza de rodillas.

-Te voy a enseñar.

-No lo hagas…

Mi cara estaba ya casi encima de ello.

-¡Te voy a enseñar lo que hacemos con los perros!

Me levanté del suelo apoyando un puñetazo. Fue un gancho perfecto. El viejo recorrió en volandas toda la habitación y se quedó sentado en el sofá. Fui a por él.

-Levántate.

Se quedó allí sentado. Oí a mi madre gritar.

-¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre!

Chillaba y me arañó parte de la cara.

-Levántate –le dije a mi padre.

-¡Le has pegado a tu padre!

Me arañó de nuevo la cara. Me di la vuelta para mirarla. Me rasgó el otro lado de la cara. La sangre corría bajándome por el cuello, calando mi camisa, pantalones y zapatos, la alfombra. Bajó sus manos y se quedó mirándome.

-¿Has acabado?

No me contestó. Subí hacia mi dormitorio, pensando, ‘mejor me busco un trabajo’”.

Extracto del la novela “Factotum” (1975)

Peter Pan (1904)

Peter Pan (1904)

PETER PAN.– No estoy triste. Pero no consigo pegarme a mi sombra.
WENDY.- Yo te la coseré para que no se vuelva a escapar.
PETER PAN.- ¿Qué es coser?
WENDY.- ¿No lo sabes? A ver, siéntate aquí. A lo mejor te duele un poquito.
PETER PAN.- Yo nunca lloro.
WENDY.- ¿Cuántos años tienes?
PETER PAN.- No lo sé, pero soy muy joven. Me escapé casi el día en que nací.
WENDY.- ¿Que te escapaste? ¿Por qué?
PETER PAN.- Porque oí lo que papá y mamá decían que sería cuando fuera mayor. Cuando me hiciese un hombre. Y yo quiero ser siempre un niño y pasármelo bien. Así que me escapé un día del jardín de infancia y hasta ahora he vivido entre las hadas.
WENDY.- ¿Conoces a las hadas?
PETER PAN.- Sí, pero ya están casi todas muertas. (Ante la sorpresa de Wendy). Verás, Wendy, cuando el primer niño se puso a
reír por primera vez, la risa se partió en mil pedazos que se desperdigaron por todas partes, y ése fue el principio de las hadas. Y ahora, cuando nace un nuevo niño, su primera risa se convierte en un hada. Así que tendría que haber un hada por cada chico y por cada chica.
WENDY.- ¿Tendría que haber? ¿Es que no las hay?
PETER PAN.- ¡Ay, no! Ahora los niños saben demasiado. No tardan nada en dejar de creer en las hadas, y cada vez que un niño dice “No creo en las hadas”, en algún lugar un hada cae muerta”.

Extracto de la obra teatral “Peter Pan” (James Matthew Barrie, 1904)