Michel Onfray (1959)

Michel Onfray (1959)

“¿Hace falta siempre un descodificador para entender una obra de arte? Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de arte, sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente despreocupados, ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la palabra si no dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de la misma. Pero así procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su sintaxis, sus convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignore la lengua en la que está escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender su significado y, por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se hace imposible, impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y aparición de una obra de arte.

Al igual que las lenguas habladas, el lenguaje artístico cambia en función de las épocas y los lugares: existen las lenguas muertas (el griego antiguo, el latín), lenguas practicadas por muy pocas personas (el kirguís), lenguas vivas, pero en decadencia (el francés), lenguas dominantes (el inglés en versión americana). También en materia de arte, las obras provienen de civilizaciones desaparecidas (Sumeria, Asiria, Babilonia, el Egipto de los faraones, los etruscos, los incas, etc.), de pequeñas civilizaciones (los escitas), de civilizaciones no hace mucho poderosas pero hoy declinantes (Europa), de civilizaciones dominantes (el modo de vida americano). Cuando nos encontramos ante una obra de arte, el lenguaje artístico exige que en primer lugar sepamos situarla en su contexto geográfico e histórico. Y de este modo, responder a la doble cuestión: dónde y cuándo.

Tenemos que conocer las condiciones de producción de una obra y resolver el problema de su razón de ser: ¿quién la encarga?, ¿quién paga?, ¿quién trabaja para quién?, ¿sacerdotes, comerciantes, burgueses, ricos propietarios, coleccionistas, directores de museo, galeristas, colectividades públicas? Y esta obra: ¿para qué?, ¿qué podemos decir?, ¿qué motiva a un artista a crear aquí (las cuevas de Lascaux, el desierto egipcio), allí (una iglesia italiana, una ciudad flamenca), o en otra parte (una megalópolis occidental, Viena o Nueva York, París o Berlín)?, ¿por qué el artista utiliza un material o un soporte en lugar de otro (el mármol, el oro, la piedra, el lapislázuli, el bronce, el papel de fotografía, la película, el libro, el lienzo, el sonido, la tierra)? Así respondemos a las cuestiones fundamentales: ¿de dónde viene esta obra?, ¿dónde va?, ¿qué pretende provocar?

A continuación debemos preguntarnos: ¿por quién?, con el fin de ubicar la obra en el contexto biográfico del autor. En los periodos en que los artistas no firmaban su producción (esta costumbre es reciente, al menos en Europa, donde data de cinco siglos aproximadamente), obtenemos información sobre las escuelas, los talleres, los grupos de arquitectos, de pintores, decoradores, obreros activos en el mercado. Seguidamente, planteamos la cuestión del origen de la producción estética del individuo. ¿Dónde nace, en qué ambiente?, ¿cuándo y cómo descubre su arte, con qué maestros, en qué circunstancias?, ¿qué es de su familia, su medio, sus estudios, su formación?, ¿cuándo supera a quienes lo iniciaron? Todo el saber disponible sobre la vida del artista permite, un día u otro, comprender la naturaleza y los misterios de la obra ante la cual nos encontramos.

Porque la obra de arte es críptica, siempre. Más o menos netamente, con más o menos claridad, pero siempre. Corremos el riesgo de quedarnos mucho tiempo delante de los frescos de las cuevas de Lascaux sin entenderlos porque hemos perdido el descodificador. No sabemos nada del contexto: ¿quién pintaba?, ¿qué significan esas manadas de pequeños caballos?, ¿y ese bisonte que embiste a un hombre con una cabeza de pájaro?, ¿a quién o a qué destinaban esas pinturas: a jóvenes iniciados en ceremonias chamánicas?, ¿por qué se utilizaba el rojo ocre aquí, como carbonilla pulverizada, soplada, proyectada, la barra de carbón negro allí, el pincel de pelo animal allá?, ¿cómo explicar que algunos dibujos oculten otros bajo los dedos de terceros pintores o varios siglos de distancia?, ¿a los hombres a quienes debemos estas decoraciones se les tenía por artesanos, artistas o sacerdotes?

Como la mayoría de estas cuestiones no llegan a ser resueltas, muchas veces los espectadores o los críticos se conforman con proyectar sus observaciones sobre las obras que examinan. Al no ver lo que los artistas quieren manifestar, los comentadores les atribuyen intenciones que aquellos no tenían. La historia de las interpretaciones de Lascaux deja indemne el sentido mismo de la obra, realmente destinado a quedar ignorado, porque sus condiciones de producción seguirán siendo desconocidas y nunca se dispondrá de una clave de lectura digna de tal nombre. El desconocimiento del contexto de una obra conduce a la ignorancia de su sentido. Cuanto más sabemos de su entorno, mejor comprendemos su interior; cuanto menos sabemos de él, más nos condenamos a permanecer en la periferia.

De algún modo, conocer la época, la identidad del autor, sus intenciones, transforma al observador en artista. No hay comprensión de una obra si falta la inteligencia de quien la mira. La cultura es, pues, esencial para la aprehensión del mundo del arte, sea cual sea el objeto concernido y considerado. Al proponer un trabajo, el artista efectúa la mitad del camino. La otra es cuestión del aficionado que se propone apreciar la obra. La época y el temperamento del creador se concentran el objeto de arte (que puede ser tanto una construcción, una pirámide por ejemplo o un edificio firmado por Jean Nouvel, como una pintura de Picasso, una sinfonía de Mozart, un libro de Víctor Hugo, un poema de Rimbaud, una fotografía de Cartier-Bresson, etc.). En cuanto al objeto, este solo adquiere su sentido con la cultura, el temperamento y el carácter de la persona que parecía el trabajo. De ahí la necesidad de un aficionado artista.

¿Cómo nos convertimos en ese aficionado, es decir, en ese apasionado del arte? Dándonos los medios de adquirir ese descodificador. ¿Es decir? Construyendo nuestro juicio. La construcción de un juicio supone tiempo, empeño y paciencia. ¿Quién afirma que conoce bien una lengua extranjera si le dedica un tiempo y un empeño ridículos? ¿Quién puede creer dominar un instrumento musical sin haber sacrificado horas y horas de práctica con el fin de cubrir la distancia que separa el balbuceo de la maestría? Lo mismo ocurre con la fabricación de un gusto. Poco importa cuál sea el objeto de ese gusto (un vino, un guiso, una pintura, una pieza musical, una obra de arquitectura, un libro de filosofía, un poema), solo logramos apreciarlo una vez que hemos aceptado que hay que aprender a juzgar.

Para ello hay que educar los sentidos y provocar al cuerpo. La percepción de una obra de arte se realiza exclusivamente por las sensaciones: vemos, oímos, gustamos, olemos, etc. Aceptad, al comienzo de vuestra iniciación, estar perdidos, no comprender todo, confundir, equivocaros, dar rodeos, no obtener de inmediato excelentes resultados. No se conversa, en las altas esferas intelectuales, con un interlocutor tras solo unas semanas de inmersión en su lengua. Lo mismo en lo que concierne al mundo del arte. Tiempo, paciencia y humildad, además de valor, tenacidad y determinación. Los resultados se obtienen al final de un túnel más o menos largo según vuestro empeño y vuestras capacidades.

La construcción del juicio supone igualmente orden y método, además de un maestro. La escuela debería desempeñar ese papel, lo cual no hace; la familia también, pero no todas pueden hacerlo. La tarea también os incumbe a vosotros, personalmente. Frecuentad museos, salas de conciertos, mirad las construcciones públicas y privadas, en la calle, con otros ojos, id a exposiciones, deteneos en galerías, escuchad emisoras especializadas en la música en la que os gustaría iniciaros, bebed y comed solamente, si es posible, vinos y platos de calidad, ejerciendo en cada ocasión vuestro gusto, vuestras impresiones, comparando vuestras opiniones, describiéndolas, contándoselas a vuestros amigos, vuestros novios y novias, incluso escribiéndolas para vosotros mismos: todo ello contribuye a la formación de vuestra sensibilidad, de vuestra sensualidad, además de vuestra inteligencia, y finalmente de vuestro juicio. Después, un día, sin avisar, su ejercicio se producirá fácilmente, simplemente. Entonces descubriréis un placer ignorado por la mayoría, en todo caso, por los que se conforman, delante de una obra de arte, con reproducir los tópicos de su época, de sus conocidos, o de su entorno”.

Texto extraído del libro “Antimanual de Filosofía” (2001)

John William Polidori (1795-1821)

John William Polidori (1795-1821)

“Sucedió que en medio de las diversiones propias del invierno londinense, en varias fiestas de las personas más significadas de la buena sociedad, apareció un noble que destacaba más por sus peculiaridades que por su rango. Contemplaba el regocijo de su alrededor como si no pudiera participar en él. Aparentemente, solo la suave risa de los demás llamaba su atención, y con una sola mirada podía acallarla, y meter el miedo en aquellos pechos en los que reinaba la despreocupación. Los que percibían esta sensación de reverente temor que provocaba no podían explicar cuál era su causa: algunos la atribuían a unos ojos grises e inertes, que al fijarse sobre los rostros parecía no verlos, pero cuya mirada penetraba hasta lo más recóndito de los corazones; caía a plomo sobre una mejilla y se quedaba sobre la piel que no podía atravesar.

Sus peculiaridades hicieron que se le invitase a todas las casas; todo el mundo quería verlo, y quienes estaban acostumbrados a la excitación violenta, y ahora experimentaban el peso del aburrimiento, se alegraron de tener algo capaz de atraer su atención. A pesar de la palidez de su rostro, cuyos rasgos eran sin embargo hermosos y agradables, y de que nunca adquiría color, ni por el rubor de la modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, muchas de las féminas que iban detrás de la notoriedad intentaron ganarse sus atenciones y atisbar al menos alguna señal de algo que pudiera llamarse afecto. Lady Mercer, que había sido objeto de burla por todos los monstruos a los que había arrastrado a su dormitorio desde su boda, se interpuso en su camino, y, salvo ponerse un traje de saltimbanqui hizo de todo por llamar su atención, pero en vano; cuando se plantaba delante de él, si bien en apariencia sus ojos se fijaban en los de ella, no parecía darse cuenta de su presencia. Pese a su conocido descaro, la mujer finalmente se sintió frustrada y abandonó su intento. Pero aunque consumadas adúlteras no consiguieran de él ni siquiera una mirada, a este extraño personaje el sexo femenino no le era indiferente; sin embargo, era tal la discreción con que hablaba con la esposa virtuosa y con la hija inocente, que pocos se daban cuenta de que se dirigiera a las mujeres. Poseía, sin embargo, reputación de ser muy buen conversador, y ya fuese porque gracias a eso lograba que se sobrepusieran al espanto de su carácter singular, o bien porque las conmoviera su aparente rechazo del vicio, tanto se lo podía encontrar entre las mujeres que constituyen el orgullo de su sexo por sus virtudes domésticas, como las que lo avergüenzan con sus vicios”.

Primeras páginas de la novela “El Vampiro” (1816)

François de La Rochefoucauld (1613-1680)

François de La Rochefoucauld (1613-1680)

“Sea cual sea la causa que atribuimos a nuestras aflicciones, a menudo no es más que el interés y la vanidad”.

-“Es difícil decidir si un proceder claro, sincero y digno es efecto de la honradez o de la habilidad”.

-“Lo que parece generosidad a menudo no es más que una ambición disfrazada, que desdeña lo menor para aspirar a objetivos más grandes”.

-“No es una gran desdicha hacer favores a ingratos, pero es una insoportable deber favores a hombre indignos”.

-“Esa clemencia, de la que se hace virtud, a veces se practica por vanidad, otras por pereza, a menudo por miedo, y casi siempre por esas tres razones juntas”.

-“Admitimos nuestros defectos para reparar con nuestra sinceridad el daño que nos causan en la opinión ajena”.

“La bondad natural, que se jacta de ser tan sensible, a menudo queda sofocada por el menor de los intereses”.

-“Las pasiones más vehementes de vez en cuando nos conceden una tregua, pero la vanidad siempre nos agita”.

-“Con frecuencia el hombre cree estar conduciéndose a sí mismo cuando es conducido, y mientras con su mente tiende a una meta, su corazón le arrastra insensiblemente hacia otra”.

-“Lo que los hombres llaman amistad no es más que un pacto, un respeto recíproco de intereses y un intercambio de favores; en resumidas cuentas, una relación en la que el amor propio siempre se propone ganar algo”.

-“Casi todos nuestros defectos son más perdonables que los medios de que nos servimos para disimularlos”.

-“La mayoría de los jóvenes creen ser naturales, cuando no son más que descorteses y groseros”.

-“La confianza ayuda más a la conversación que el ingenio”.

-“Los que se dejan engañar por nosotros no nos parecen ni con mucho tan ridículos como nos parecemos nosotros mismos al dejarnos engañar por los demás”.

-“En la mayor parte de los hombres el amor a la justicia no es más que el miedo a sufrir la injusticia”.

-“Nada impide tanto el ser natural como el deseo de parecerlo”.

-“En los celos hay más amor propio que amor”.

-“A menudo nos sonrojaríamos por nuestras acciones más nobles si los demás conocieran todos los motivos que las han inspirado”.

-“Hay personas que nunca se hubiesen enamorado si jamás hubieran oído hablar del amor”.

-“Si resistimos a nuestra pasiones ello se debe más a su debilidad que a nuestra fuerza”.

-“El deseo de hablar de nosotros mismos y de mostrar nuestros defectos tal como queremos que los demás los vean representa una gran parte de nuestra sinceridad”.

-“Las únicas personas que nos parecen sensatas son las que opinan como nosotros”.

-“La elegancia es al cuerpo lo que la agudeza es a la mente”.

-“Aunque los hombres se jactan de sus grandes acciones, éstas no son a menudo la consecuencia de un propósito grandioso, sino consecuencia del azar”.

-“Elogiar de buena gana una acción noble, en cierto modo es casi participar en ella”.

-“Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás que finalmente nos disfrazamos para nosotros mismos”.

-“Es más difícil ser fiel a la amada cuando somos dichosos con ella que cuando nos trata con desvío”.

-“La gloria de los grandes hombres siempre ha de medirse por los medios de que se han servido para adquirirla”.

-“Los viejos gustan de dar buenos ejemplos para consolarse de no estar ya en condiciones de dar malos ejemplos”.

-“Rechazar elogios es un deseo de ser elogiado dos veces”.

-“A menudo se traiciona más por debilidad que por un propósito deliberado de traicionar”.

-“Las virtudes se pierden en el interés como los ríos en el mar”.

-“Los bienes y los males que nos acaecen no nos afectan según su magnitud, si no según nuestra debilidad”.

-“Poco ingenio con rectitud, a la larga aburre menos que mucho ingenio con malignidad”.

-“La persona juiciosa sabe que es preferible no competir que vencer”.

-“Es mucho más fácil sofocar un deseo que satisfacer todos los que le siguen”.

-“Por lo común, lo que nos impide mostrar el fondo de nuestro corazón a nuestros amigos, más que la desconfianza que podamos sentir por ellos, es la que sentimos por nosotros mismos”.

-“Hay falsedades disfrazadas que simulan tan bien la verdad que sería un error de juicio no dejarse engañar por ellas”.

-“Por mucho que nos elogien no conseguirán sorprendernos”.

-“Es imposible volver a amar por segunda vez lo que verdaderamente se dejó de amar”.

-“Nada más raro que la verdadera bondad; incluso quienes creen poseerla por lo común son tan solo complacientes o débiles”.

-“El verdadero hombre de mundo es aquél que no se jacta de nada”.

-“Quien vive sin locura no es tan cuerdo como cree”.

-“El valor completo consiste en hacer sin testigos lo que uno sería capaz de hacer ante todo el mundo”.

-“El atractivo de la novedad es al amor lo que la flor a los frutos: le da un lucimiento que enseguida se desvanece y que no vuelve jamás”.

De la obra “Máximas: Reflexiones o Sentencias y Máximas Morales”

 

Lope de Vega (1562-1635)

Lope de Vega (1562-1635)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

“Desmayarse, Atreverse, Estar Furioso” (Rimas. Soneto 126)