Knut Hamsun (1859-1952)

Knut Hamsun (1859-1952)

“Abrí la ventana y me asomé. Desde donde estaba podía ver la ropa tendida en las cuerdas y un prado; muy a lo lejos se divisaba lo que quedaba de una forja destruida por el fuego entre cuyos restos había unos trabajadores limpiando. Me acodé en la ventana y miré fijamente el cielo. El día iba a ser luminoso. Había llegado el otoño, esa delicada y fresca estación en la que todo cambia de color y todo perece. El ruido invadía ya las calles y me tentaba a salir; esa habitación vacía, cuyo suelo se mecía a cada paso que daba, era como un siniestro y agrietado ataúd; la puerta no tenía cerradura y no había ninguna estufa; solía acostarme sobre mis calcetines por las noches para que estuvieran un poco secos a la mañana siguiente. Lo único que tenía para distraerme era una pequeña mecedora roja en la que me sentaba por las tardes a dormitar y pensar en muchas y diversas cosas. Cuando había mucho viento y las puertas de abajo estaban abiertas, extraños silbidos se oían a través del suelo y las paredes, y en el ‘Morgenbladet’, junto a la puerta, se abrían rajas tan grandes como una mano.

(…)

Lo peor de todo era que mi ropa estaba ya tan ajada que no podía presentarme en los sitios como una persona decente. ¡Las cosas me habían ido constantemente cuesta abajo en los últimos tiempos! Sin saber cómo me hallaba despojado de todo, no me quedaba ni siquiera un peine o un libro que leer cuando todo se volvía demasiado triste. Durante todo el verano había estado frecuentando el cementerio o el Parque del Palacio, donde escribía artículos para los periódicos, columna tras columna, sobre los asuntos más diversos, extraños inventos, caprichos, ideas concebidas por mi agitado cerebro; de pura desesperación elegía los temas más lejanos, que me exigían largas horas de esfuerza, y nunca eran aceptados. Al acabar un artículo empezaba otro, y rara vez me dejaba afligir por el rechazo de los directores de los periódicos; me repetía constantemente que algún día lo conseguiría.

(…)

¿No era una maldición del mismísimo diablo el que mis desgracias no tuvieran fin? Dando largos e iracundos pasos, con el cuello de la chaqueta desesperadamente subido hasta la nuca y con los puños cerrados dentro de los bolsillos del pantalón, iba durante todo el trayecto maldiciendo mi mala estrella. Ni un solo momento de verdadera despreocupación en siete u ocho meses, ni siquiera una sola semana entera con la comida necesaria antes de que la miseria me hiciera arrodillarme de nuevo. ¡Y encima me había mantenido honrado en medio de tanta miseria, jeje! ¡Honrado en el fondo! ¡Dios mío, cómo había hecho el ridículo! Me puse a recordar los remordimientos que me asaltaron porque en una oración había llevado la manta de Hans Pauli al prestamista. Me reía desdeñosamente de mi tierna rectitud, escupía en la calle con desprecio y no encontraba palabras lo suficientemente fuertes para burlarme de mi estupidez. ¡Ah, si hubiera sido ahora! Si en ese momento me encontrara en la calle los ahorros de un escolar, el único öre de una pobre viuda, lo cogería y me lo metería en el bolsillo, lo robaría deliberadamente y dormiría como un tronco toda la noche. No en vano había sufrido tanto que mi paciencia había llegado a su fin, y estaba dispuesto a cualquier cosa.

(…)

Volvía a tener unas escandalosas ganas de comer, un voraz apetito interior que aumentaba por momentos. Me roía despiadadamente las entrañas, con una insistencia silenciosa y singular. Era como si una veintena de minúsculos animalitos ladearan la cabeza para roer un poquito por un lado y luego se volvieran hacia el otro lado y royeran otro poco, para después quedarse quietos y empezar de nuevo, penetrando sin ruido y sin prisa, y dejando trechos vacíos por donde avanzaban…

(…)

El hambre me atormentaba terriblemente y no sabía qué hacer con mi voraz apetito. Me retorcía en el banco y apoyé el pecho en las rodillas. Cuando oscureció me puse a andar lentamente hacia el Ayuntamiento. Solo Dios sabe cómo logré llegar hasta allí. Me senté en el borde de la balaustrada. Me arranqué uno de los bolsillos de la chaqueta y comencé a masticarlo, por cierto, sin propósito alguno, con aire sombrío, con los ojos clavados en el infinito sin ver nada. Oía a los niños jugar a mi alrededor y mi intuición me decía cuándo pasaba delante de mía alguna persona; aparte de eso no observé nada. De repente se me ocurre bajar a uno de los puestos del mercado en busca de un trozo de carne cruda. Me levanto y paso por encima de la balaustrada, voy hacia el extremo opuesto del tejado del mercado y bajo. Cuando estaba cerca del puesto de carne me puse a gritar al pie de la escalera, haciendo un gesto amenazador como si hablara a un perro que estuviera arriba, y me dirigí descaradamente al primer carnicero con el que me topé.

¡Por favor, déme un hueso para mi perro!, dije. Solo un hueso; no tiene por qué tener nada de carne; es para que tenga algo que llevarse a la boca. Me dio un hueso, un precioso hueso en el que aún quedaban restos de carne, que escondí bajo la chaqueta. Le di las gracias tan efusivamente que el hombre me miró asombrado.

No hay de qué, dijo.

Claro que sí, murmuré, ha sido muy amable por su parte.

Y volví a subir. El corazón me latía con fuerza.

Me interné tanto como pude en Smedgangen, y me detuve delante de una destartalada verja que daba a un patio trasero. No se veía luz por ningún sitio, estaba rodeado por una bendita oscuridad; me puse a roer el hueso. No sabía a nada, pero desprendía un olor tan nauseabundo a sangre vieja que me hizo vomitar en seguida. Volví a intentarlo; si pudiera llegar a digerirlo surtiría efecto; lo importante era conseguir que se quedara en el estómago. Pero volvía a vomitar. Me enfurecí, di furiosos mordiscos a la carne, arranqué un trozo pequeño y me lo tragué a la fuerza. Tampoco sirvió de nada; en cuanto los pedazos de carne se calentaban en mi estómago ascendían de nuevo. Apreté los puños, eché a llorar de desesperación y roía como enloquecido; lloré tanto que el hueso se mojó con mis lágrimas; vomitaba, blasfemaba y volvía a roer, lloraba como si mi corazón estuviera a punto de estallar y vomitaba de nuevo. Y en voz alta maldecía a todos los poderes del mundo y los condenaba a los tormentos eternos”.

Fragmento de la novela “Hambre” (1890)