Joseph Conrad (1857-1924)

Joseph Conrad (1857-1924)

«El tramo era angosto, recto, con altos bordes, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedras, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era un sueño; aquello parecía innatural, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aun el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche repentinamente, y nos dejó también ciegos. Hacia las tres de la madrugada saltó un gran pez, y el fuerte choque del agua me hizo brincar como si un arma hubiera sido disparada. Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, y más cegadora que la noche. Ni se movía ni avanzaba, simplemente estaba allí, rodeándole a uno como algo sólido. A las ocho o a las nueve tal vez, se levantó como se levanta una persiana. Pudimos echar una ojeada a la multitud de altísimos árboles, a la inmensa y enmarañada selva sobre la que estaba suspendida la resplandeciente bola de sol, todo en perfecta quietud; y entonces la blanca persiana cayó de nuevo, suavemente, como escurriéndose por rieles engrasados. Ordené que la cadena, que habíamos comenzado a halar, fuera arrojada de nuevo. Antes de que terminara de correr, con sus sordo rechinar, un grito, un grito muy fuerte, como de desolación infinita, se fue elevando lentamente en el aire opaco. Cesó. Un clamor quejumbroso, modulado en salvajes disonancias, lleno nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara bajo la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás; a mí me pareció como si la propia bruma hubiera gritado, tan repentinamente había surgido aquel ruido tumultuario y luctuoso, procedente, al parecer, de todas partes a la vez.  Culminó en un estallido precipitado de chillidos excesivos y casi insoportables que al poco tiempo cesaron, dejándonos paralizados en una variedad de estúpidas posturas, y escuchando obstinadamente el silencio, casi igual de excesivo y espantoso. ‘¡Dios mío! ¿Qué significa?’, balbució a mi lado uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de pelo rubio y patillas pelirrojas, que llevaba botas con suela de goma y un pijama de color rosa remetido en los calcetines. Otros dos permanecieron boquiabiertos durante todo un minuto, y después se abalanzaron hacia la pequeña cabina, para volver a salir precipitadamente  y sin control al instante y quedarse de pie lanzando miradas asustadas, apuntando con los Winchesters. Lo único que lográbamos ver era el vapor sobre el que nos hallábamos, su contorno borroso, como si estuviera a punto de disolverse, y una franja brumosa de agua, de quizá dos pies de anchura, a su alrededor; y eso era todo. El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido barrido sin dejar detrás ni un susurro ni una sombra».

Extracto de la novela «El Corazón De Las Tinieblas» (1899) 

John Fante (1909-1983)

John Fante (1909-1983)

«Mona y mi madre estaban ya acostadas. Mi madre roncaba suavemente. El sofá de la sala estaba abierto, la cama hecha y la almohada ahuecada. Me desnude y me acosté. Pasaron los minutos. No podía dormir. Me puse boca arriba y luego de lado. Luego probé boca abajo. Pasaron más minutos. Los oía en el tictac del reloj que tenía mi madre en el dormitorio. Pasó media hora. Seguía totalmente despierto. Me di la vuelta y noté un dolor en el alma. Algo iba mal. Pasó una hora. Me irritaba ya aquello de no poder dormir, y empecé a sudar. Aparté las mantas a puntapiés y me quedé acostado, tratando de pensar algo. Tenía que levantarme temprano. No rendiría en la fábrica si no descansaba debidamente. Pero tenía los ojos pegajosos y me picaban cuando los cerraba.Era por aquella mujer. Era por el bamboleo de su forma avanzando por la calle, la entrevista blancura de su tez enfermiza. La cama se me hizo insoportable. Di la luz y encendí un cigarrillo. Me quemó la garganta. Lo tiré y decidí dejar de fumar para siempre. Otra vez quise dormir. Di más vueltas. Aquella mujer. ¡Cuánto la amaba! Su encogimiento, la piel de su cuello, la carrera de su media, el sentimiento en mi pecho, el color de su abrigo, la fugacidad de su cara, el hormigueo de mis dedos, la estela que dejaba andando por la calle, la frialdad de las centelleantes estrellas, la calidez del cuarto creciente , el sabor de la cerilla, el olor del mar, la suavidad de la noche, los estibadores, el impacto de las bolas de billar, las ráfagas de música, su encogimiento, la música de su taconeo, su andar perseverante, el viejo con el libro, la mujer, la mujer, la mujer.

Tuve una idea. Aparté las mantas y salté de la cama. ¡Qué idea! Me cayó encima como un alud, como una casa que se derrumba, como un vidrio que se rompe. Estaba ardiendo y desquiciado. Había papel y lápices en el cajón. Los saqué y corrí a la cocina. En la cocina hacía frío. Encendí la estufa y abrí la trampilla. Sentado y desnudo, me puse a escribir…».

Fragmento de la novela «Camino De Los Ángeles» (escrita en 1936 y editada en 1983)

Julio Cortázar (1914-1984)

Julio Cortázar (1914-1984)

«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y
yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua».

Fragmento de la novela «Rayuela» (1963)

Luis Cernuda (1902-1963)

Luis Cernuda (1902-1963)

“Te lo he dicho con el viento,
jugueteando tal un animalito en la arena
o iracundo como órgano tempestuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;

te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;

te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;

te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
Más allá de la vida
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor
quiero decírtelo con el olvido”.

“Te Quiero”. Poema extraído del libro “Los Placeres Prohibidos” (1931)

Christiane F. (1962)

Christiane F. (1962)

«Detlef, pues, estaba tan decidido a empezar la cura como yo. Parecía contento de que las cosas hubieran sucedido de ese modo. No teníamos la menor idea, como tampoco la tenían nuestros padres, de que es una auténtica locura que dos drogadictos amigos intenten dejar la droga conjuntamente. Uno u otro acaban por arrastrar al compañero y terminan inyectándose de nuevo. Es posible que lo hubiéramos oído decir a alguien, pero nos hacíamos ilusiones y creíamos que con nosotros no regían las mismas leyes que con los otros yonkis. Por otra parte no podíamos ni pensar en hacer algo importante por separado.

A la mañana pudimos mantenernos a flote con las píldoras que nos había dado el padre de Detlef. Nos pusimos a hablar de nuestro futuro, y a pintárnoslo de color de rosa una vez que hubiéramos dejado la droga. Nos prometimos mutuamente ser valientes hasta el límite en los próximos días. Pese a que comenzaron los dolores, nos sentíamos todavía muy dichosos.

Por la tarde las cosas se pusieron mucho más difíciles. Tomábamos píldora tras píldora y bebíamos vino sin cesar. Pero nada nos ayudaba. De pronto perdí el control de mis piernas, y una enorme presión me atenazó la articulación de la rodilla. Me tumbé en el suelo y estiré las piernas a todo lo largo. Traté de tensar y distender los músculos, pero no podía controlarlos. Apreté las piernas contras el armario, apoyándome con fuerza sobre las plantas de los pies para poder conservar los pegados al armario.

"Yo, Cristina F."

Portada de la edición española del libro (Círculo de Lectores, 1980)

Estaba empapada de un sudor helado. Tiritaba de frío y ese frío sudor me corría por el rostro y se me metía en los ojos. El sudor apestaba como si fuera de un animal sucio. Pensé que era el repugnante veneno que salía de mi cuerpo. Me sentía como si estuviera sometida a un auténtico exorcismo para arrojar a un demonio de mi cuerpo.

Detlef aún estaba peor que yo. Era víctima de convulsiones. Temblaba de frío y sin embargo se despojó de su jersey. Se sentó en la silla de mi cuarto junto a la ventana sus piernas se movían constantemente, como si corriera sentado. Con movimientos agitado
s, aquellas piernas delgadas como alambres iban de un lado para otro. Se quejaba en vos baja y no cesaba de limpiarse el sudor del rostro. Aquello era algo más que un temblor. Se encogía sobre sí mismo y no dejaba de gritar. Tenía espasmos en el estómago.

Detlef olía aún peor que yo. Mi pequeño dormitorio estaba inundado del apestoso olor de nuestros cuerpos. Recordé haber oído decir que si dos drogadictos se someten juntos a una cura de desintoxicación, su amistad queda destruida para siempre. Pensé que yo continuaba queriendo todavía a Detlef a pesar de ese mal olor que salía de todos los poros de su cuerpo.

Detlef se levantó y, no sé cómo, pudo llegar hasta el espejo que colgaba de una pared de mi cuarto.

-!No puedo resistirlo más! -exclamó-. No, no, sé que no podré resistirlo.

Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

No pude responderle nada. Me faltaban fuerzas para darle ánimos. Apenas las tenía para tratar de no pensar como el. Quise concentrarme en la maldita novela de terror que estaba leyendo, hojeé un periódico y con mi nerviosismo acabé por desgarrarlo. Tenía la boca y la garganta totalmente secas, pese a que la boca estaba llena de saliva. No pude tragarla y comencé a toser. Mientras más espasmódicamente trataba de tragarme esa saliva, más violenta se hacía mi tos, que pronto se volvió en continuada y me hizo devolver. Lo hice encima de la alfombra. Era una espuma blanca. Como mi cachorro dogo cada vez que comí hierba, pensé. La tos y las náuseas no cesaban.

"Yo, Cristina F."

Póster de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Mi madre pasó la mayor parte del tiempo en el cuarto de estar. Las veces que entraba a vernos no sabía qué hacer. Iba una y otra vez al supermercado para adquirir cosas que no podíamos tragar. En una ocasión me trajo caramelos de malta que, realmente, nos aliviaron. Cesó la tos. Mi madre limpió nuestros vómitos. Estaba extremadamente cariñosa y amable con nosotros. Y yo ni siquiera podía darle las gracias.

Las píldoras y el vino comenzaron a hacer efecto. Me había tomado Valium 10, dos Mandrax y, además, me bebí casi una botella de vino. Con todo eso, una persona normal se hubiera pasado durmiendo dos días seguidos. Pero mi cuerpo estaba tan envenenado por la droga que apenas reaccionó ante este nuevo veneno. No obstante, me sentí un poco más tranquila y me eché en la cama. Junto a ella habíamos colocado un catre en el que se acostó Detlef. No nos tocamos. Cada uno tenía bastante con ocuparse de sí mismo. Yo me sentía invadida por una semisoñolencia. Dormía y, al mismo tiempo, notaba los terribles dolores. Soñaba y reflexionaba. Sueños y pensamientos se mezclaban y se confundían entre sí. Pensaba que todo el mundo, principalmente mi madre, podía ver en mi interior, que podía leer mis tétricos y sucios pensamientos. Que podía ver qué repugnante basura estaba hecha. Odiaba mi cuerpo. Me hubiera sentido satisfecha de que se me muriera para librarme de él.

Fotograma de la película "Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Por la noche me tomé unas cuantas pastillas más. Hubieran bastado para acabar con una persona normal. A mí, únicamente me  hicieron dormir durante algunas horas. Me desperté después de haber soñado que era un perro que siempre estuvo bien tratado por sus dueños y que de pronto se veía encerrado en una perrera y atormentado hasta la muerte. Detlef hizo un violento movimiento con el brazo y me golpeó sin querer. La luz estaba encendida. Junto a mi cama había una jofaina llena de agua y una toalla que mi madre había dejado. Me limpié el sudor de la cara. El cuerpo de Detlef se movía sin cesar, pese a que parecía dormir profundamente. Se agitaba de un lado a otro, las piernas no cesaban de patalear y en ocasiones se golpeaba con los brazos.

Fotograma de la película "Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Yo me encontraba mejor. Tuve fuerzas suficientes para limpiar la frente de Detlef con una toalla. Él no pareció notarlo. Supe en esos instantes que lo seguía amando con locura…».

Extracto del libro «Christiane F. Hijos De La Droga» (Kai Hermann, Horst Rieck & Vera Christiane Felscherinow, 1979)

Charles Perrault (1628-1703)

Charles Perrault (1628-1703)

CAPERUCITA ROJA

«Había una vez en una aldea una niñita que era la más linda del mundo. Su madre estaba loca por ella y su abuela más loca aún. Esta buena mujer le mandó hacer una caperucita roja que le sentaba tan bien que en todas partes la llamaban Caperucita Roja.  Un día su madre coció y preparó tortas y le dijo:

-Ve a ver cómo se siente tu abuela, pues me han dicho que está enferma; llévale una torta y este tarrito de manteca.

Caperucita Roja partió en seguida hacia la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al maese lobo, quien sintió muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió a hacerlo porque en el bosque había unos leñadores. Le preguntó adónde iba, y la pobre niña, que no sabía qué peligroso es detenerse a escuchar a un lobo, le respondió:

-Voy a ver a mi abuela y llevo una torta y un tarrito de manteca que le envía mi madre.

-¿Vive muy lejos? -le dijo el lobo.

-¡Oh, sí! -dijo Caperucita Roja-, más allá del molino que se ve allá lejos, lejos, en la primera casa de la aldea.

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«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

-Bueno -dijo el  lobo-, yo también quiero ir a verla; voy por este camino, ve tú por aquel y veremos quién llega primero. El lobo se echó a correr con todas sus fuerzas por el camino más corto y la niñita se fue por más largo, entreteniéndose en juntar avellanas, correr detrás de las mariposas y hacer ramos con las florecitas que encontraba.

El lobo no tardó en llegar a la casa de la abuela. Golpea: toc, toc.

-¿Quién es?

-Soy su nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo disimulando la voz-; le traigo una torta y un tarrito de manteca que le envía
mi madre.

La buena abuela, que estaba en la cama porque no se sentía muy bien, le gritó:

-¡Saca la clavija y la tranca cederá!

"Caperucita Roja" (Gustave Doré, 1883)

«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

El lobo sacó la clavija y la puerta se abrió. Se arrojó sobre la buena mujer y la devoró en menos que canta un gallo, porque hacía tres días que no comía. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela para esperar a Caperucita Roja que, poco después, golpeó a la puerta: toc, toc.

-¿Quién es?

Caperucita Roja, al oír la gruesa voz del lobo, primero sintió miedo, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, respondió:

-Soy su nieta, Caperucita Roja; le traigo torta y un tarrito de manteca que le envía mi madre. El lobo, suavizando un poco la voz, le gritó.

-¡Saca la clavija y la tranca cederá!

Caperucita sacó la clavija y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo escondiéndose bajo el cobertor, le dijo:

-Deja la torta y el tarrito de manteca sobre el arcón y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y va a meterse en la cama, asombrándose del aspecto de su abuela en camisón. Le dice:

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«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

-Abuela, ¡qué brazos grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor, niña mía,
-Abuela, ¡qué piernas grandes tienes!
-Es para correr mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué orejas grandes tienes!
-Es para escuchar mejor, niña mía.
-Abuela, ¡qué ojos grandes tienes!
-Es para ver mejor, niña mía.
-Abuela, ¡qué dientes grandes tienes!
-Son para comerte.

Y diciendo estas palabras el malvado lobo se echó sobre Caperucita Roja y se la comió.

Moraleja
Vemos aquí que los niños -y sobre todo las niñas bonitas, elegantes y graciosas- proceden mal al escuchar a cualquiera, y que no es nada extraño que el lobo se coma a tantos. Digo el lobo, pero no todos los lobos son de la misma calaña. Los hay de modales dulces, que no hacen ruido ni parecen feroces o malvados y que, mansos, complacientes y suaves, siguen a las tiernas doncellas hasta las casas y las callejuelas. ¡Y ay de quien no sabe que estos melosos lobos son, entre todos los lobos, los más peligrosos!».

Incluido en un volumen de cuentos publicado en 1697