Luis Buñuel (1900-1983)

Luis Buñuel (1900-1983)

«La realidad, sin imaginación, es la mitad de realidad».

-«La libertad es un fantasma. Esto lo he pensado seriamente y lo creo desde siempre. Es un fantasma de niebla. El hombre lo persigue, cree atraparlo, y solo le queda un poco de niebla entre las manos».

-«De mis obsesiones no me preocupo. ¿Por qué crece la hierba en el jardín? Porque está abonado para eso».

-«Me parecen muy atractivos unos muslos por los que chorrea algo viscoso, porque la piel se hace más cercana, parece que no solo estamos viéndola, sino además tocándola».

-«Dadme dos horas de actividad al día y me pasaré las veintidós restantes soñando».

-«El sueño es indirigible. No se ha descubierto su secreto. Ojalá pudiera yo orientar mis sueños según mis deseos. Entonces… no me despertaría nunca».

-«El surrealismo no era para mí una estética, un movimiento de vanguardia más, sino algo que comprometía mi vida en una dirección espiritual y moral. No pueden ustedes imaginarse la lealtad que exigía el surrealismo en todos los aspectos».

-«No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaban el humor y la poesía que encontrábamos en él».

-«Dejé de ser religioso en la adolescencia. pero, ¿creen ustedes que no tengo todavía en mi forma de pensar muchos elementos de mi formación cristiana? Entre otras muchas cosas, una ceremonia en honor de la Virgen, con las novicias con sus hábitos blancos y su aspecto de pureza, puede conmoverme profundamente».

-«De todos los seres humanos que he conocido, Federico (García Lorca) fue el mejor. No me refiero a sus obras de teatro ni a su poesía, sino a él como persona. Él era su obra maestra».

-«Los niños y los enanos han sido los mejores actores de mis películas».

-«Dalí me dijo: ‘Yo anoche soñé con hormigas que pululaban en mi mano’. Y yo: ‘Hombre, pues yo he soñado que le cortaba el ojo a alguien’. En seis días escribimos el guión. Estábamos tan identificados que no había discusión».

-«Yo no creo en el progreso social. Solo puedo creer en unos pocos individuos excepcionales de buena fe aunque fracasen, como Nazarín».

-«El misterio es el elemento clave en toda obra de arte».

-«Se proyectaba ‘Un Perro Andaluz’ y yo manejaba el gramófono. Arbitrariamente ponía aquí un tango argentino, allá ‘Tristán e Isolda’. Al terminar me proponía hacer una demostración surrealista, tirándole piedras al al público. Me desarmaron los aplausos».

-«El amor sin pecado es como el huevo sin sal.»

-«He conocido burgueses encantadores y discretos.¿Ustedes creen que todo lo que ha aportado la burguesía es malo? No. Algo habrá que conservar de ella».

-«Filmo para el público habitual y para los amigos, para los que van a entender tal o cual referencia, más o menos oscura para los demás. Pero procuro que estos últimos elementos no entorpezcan el discurso de lo que estoy contando».

-«Dalí sedujo a muchas mujeres, en especial a mujeres norteamericanas; pero estas seducciones acostumbraban habitualmente a consistir en hacerlas acudir a su apartamento, desnudarlas, freír un par de huevos, colocarlos en los hombros de la mujer y ponerla de patitas en la calle sin haber articulado ni una sola palabra.»

-«La moda es la manada; lo interesante es hacer lo que a uno le da la gana».

-«En Sade descubrí un mundo de subversión extraordinaria, en el que entra todo: desde los insectos hasta la sociedad humana, el sexo, la teología. En fin, me deslumbró realmente».

-«Todos somos un poco fetichistas. Aunque algunos exageran, ¿no?».

-«Estoy en contra de la caridad del tipo cristiano. Pero luego, si veo a un pobre hombre que me conmueve, le doy cinco pesos. Si no me conmueve, si me parece antipático, no le doy anda. Entonces, no se trata de caridad».

-«Me gusta acostarme y levantarme temprano, en eso soy antiespañol».

-«Los gallos o las gallinas forman parte de muchas ‘visiones’ que tengo, a veces compulsivas. Es inexplicable, pero el gallo y la gallina son para mi seres de pesadilla».

-«Soy ateo, gracias a Dios».

-«Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba».

El grueso de estas citas proceden de la edición española del libro «Luis Buñuel» (Bill Krohn. Taschen, 2005)

Christiane F. (1962)

Christiane F. (1962)

«Detlef, pues, estaba tan decidido a empezar la cura como yo. Parecía contento de que las cosas hubieran sucedido de ese modo. No teníamos la menor idea, como tampoco la tenían nuestros padres, de que es una auténtica locura que dos drogadictos amigos intenten dejar la droga conjuntamente. Uno u otro acaban por arrastrar al compañero y terminan inyectándose de nuevo. Es posible que lo hubiéramos oído decir a alguien, pero nos hacíamos ilusiones y creíamos que con nosotros no regían las mismas leyes que con los otros yonkis. Por otra parte no podíamos ni pensar en hacer algo importante por separado.

A la mañana pudimos mantenernos a flote con las píldoras que nos había dado el padre de Detlef. Nos pusimos a hablar de nuestro futuro, y a pintárnoslo de color de rosa una vez que hubiéramos dejado la droga. Nos prometimos mutuamente ser valientes hasta el límite en los próximos días. Pese a que comenzaron los dolores, nos sentíamos todavía muy dichosos.

Por la tarde las cosas se pusieron mucho más difíciles. Tomábamos píldora tras píldora y bebíamos vino sin cesar. Pero nada nos ayudaba. De pronto perdí el control de mis piernas, y una enorme presión me atenazó la articulación de la rodilla. Me tumbé en el suelo y estiré las piernas a todo lo largo. Traté de tensar y distender los músculos, pero no podía controlarlos. Apreté las piernas contras el armario, apoyándome con fuerza sobre las plantas de los pies para poder conservar los pegados al armario.

"Yo, Cristina F."

Portada de la edición española del libro (Círculo de Lectores, 1980)

Estaba empapada de un sudor helado. Tiritaba de frío y ese frío sudor me corría por el rostro y se me metía en los ojos. El sudor apestaba como si fuera de un animal sucio. Pensé que era el repugnante veneno que salía de mi cuerpo. Me sentía como si estuviera sometida a un auténtico exorcismo para arrojar a un demonio de mi cuerpo.

Detlef aún estaba peor que yo. Era víctima de convulsiones. Temblaba de frío y sin embargo se despojó de su jersey. Se sentó en la silla de mi cuarto junto a la ventana sus piernas se movían constantemente, como si corriera sentado. Con movimientos agitado
s, aquellas piernas delgadas como alambres iban de un lado para otro. Se quejaba en vos baja y no cesaba de limpiarse el sudor del rostro. Aquello era algo más que un temblor. Se encogía sobre sí mismo y no dejaba de gritar. Tenía espasmos en el estómago.

Detlef olía aún peor que yo. Mi pequeño dormitorio estaba inundado del apestoso olor de nuestros cuerpos. Recordé haber oído decir que si dos drogadictos se someten juntos a una cura de desintoxicación, su amistad queda destruida para siempre. Pensé que yo continuaba queriendo todavía a Detlef a pesar de ese mal olor que salía de todos los poros de su cuerpo.

Detlef se levantó y, no sé cómo, pudo llegar hasta el espejo que colgaba de una pared de mi cuarto.

-!No puedo resistirlo más! -exclamó-. No, no, sé que no podré resistirlo.

Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

No pude responderle nada. Me faltaban fuerzas para darle ánimos. Apenas las tenía para tratar de no pensar como el. Quise concentrarme en la maldita novela de terror que estaba leyendo, hojeé un periódico y con mi nerviosismo acabé por desgarrarlo. Tenía la boca y la garganta totalmente secas, pese a que la boca estaba llena de saliva. No pude tragarla y comencé a toser. Mientras más espasmódicamente trataba de tragarme esa saliva, más violenta se hacía mi tos, que pronto se volvió en continuada y me hizo devolver. Lo hice encima de la alfombra. Era una espuma blanca. Como mi cachorro dogo cada vez que comí hierba, pensé. La tos y las náuseas no cesaban.

"Yo, Cristina F."

Póster de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Mi madre pasó la mayor parte del tiempo en el cuarto de estar. Las veces que entraba a vernos no sabía qué hacer. Iba una y otra vez al supermercado para adquirir cosas que no podíamos tragar. En una ocasión me trajo caramelos de malta que, realmente, nos aliviaron. Cesó la tos. Mi madre limpió nuestros vómitos. Estaba extremadamente cariñosa y amable con nosotros. Y yo ni siquiera podía darle las gracias.

Las píldoras y el vino comenzaron a hacer efecto. Me había tomado Valium 10, dos Mandrax y, además, me bebí casi una botella de vino. Con todo eso, una persona normal se hubiera pasado durmiendo dos días seguidos. Pero mi cuerpo estaba tan envenenado por la droga que apenas reaccionó ante este nuevo veneno. No obstante, me sentí un poco más tranquila y me eché en la cama. Junto a ella habíamos colocado un catre en el que se acostó Detlef. No nos tocamos. Cada uno tenía bastante con ocuparse de sí mismo. Yo me sentía invadida por una semisoñolencia. Dormía y, al mismo tiempo, notaba los terribles dolores. Soñaba y reflexionaba. Sueños y pensamientos se mezclaban y se confundían entre sí. Pensaba que todo el mundo, principalmente mi madre, podía ver en mi interior, que podía leer mis tétricos y sucios pensamientos. Que podía ver qué repugnante basura estaba hecha. Odiaba mi cuerpo. Me hubiera sentido satisfecha de que se me muriera para librarme de él.

Fotograma de la película "Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Por la noche me tomé unas cuantas pastillas más. Hubieran bastado para acabar con una persona normal. A mí, únicamente me  hicieron dormir durante algunas horas. Me desperté después de haber soñado que era un perro que siempre estuvo bien tratado por sus dueños y que de pronto se veía encerrado en una perrera y atormentado hasta la muerte. Detlef hizo un violento movimiento con el brazo y me golpeó sin querer. La luz estaba encendida. Junto a mi cama había una jofaina llena de agua y una toalla que mi madre había dejado. Me limpié el sudor de la cara. El cuerpo de Detlef se movía sin cesar, pese a que parecía dormir profundamente. Se agitaba de un lado a otro, las piernas no cesaban de patalear y en ocasiones se golpeaba con los brazos.

Fotograma de la película "Yo, Cristina F." (Ulrich Edel, 1981)

Fotograma de la película «Yo, Cristina F.» (Ulrich Edel, 1981)

Yo me encontraba mejor. Tuve fuerzas suficientes para limpiar la frente de Detlef con una toalla. Él no pareció notarlo. Supe en esos instantes que lo seguía amando con locura…».

Extracto del libro «Christiane F. Hijos De La Droga» (Kai Hermann, Horst Rieck & Vera Christiane Felscherinow, 1979)

Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.)

Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.)

«Así se celebraron los funerales en este invierno, transcurrido el cual terminó el primer año de esta guerra. Ya tan pronto como comenzó el verano, los peloponesios y sus aliados, con dos tercios de sus fuerzas, invadieron, como la primera vez, el Ática; los mandaba Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios. Y después de tomar posiciones procedieron a devastar el territorio. No hacía aún muchos días que estaban en el Ática cuando comenzó a declararse por primera vez entre los atenienses la epidemia, que, según se dice, ya había hecho su aparición anteriormente en muchos sitios, concretamente en la parte de Lemnos y en otros lugares, aunque no se recordaba que se hubiese producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas. Los médicos nada podían hacer, pues desconocían la naturaleza de la enfermedad y además fueron los primeros en tener contacto con los enfermos y, por tanto, en morir. La ciencia humana se mostró incapaz; en vano se elevaban oraciones en los templos y se dirigía ruegos a los oráculos. Finalmente, todo fue olvidado ante la fuerza de la epidemia.

Apareció por primera vez, según se dice, en Etiopía, la región situada más allá de Egipto, y luego descendió hacia Egipto y Libia y a la mayor parte del territorio del rey. En la ciudad de Atenas se presentó de repente y atacó primeramente a la población del Pireo, por lo que circuló el rumor entre sus habitantes de que los peloponesios habían echado veneno en los pozos, dado que todavía no había fuentes en la localidad. Luego llegó a la ciudad alta, y entonces la mortandad ya fue mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada persona, tanto si es médico como si es profano, podrá exponer, sin duda, cuál fue, en su opinión, su origen probable así como las causas de tan gran cambio que a su entender, tuvieron fuerza suficiente para provocar todo el proceso. Yo, por mi parte, describiré cómo se presentaba; y los síntomas con cuya observación, en el caso de que un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico, al saber algo de antemano, también voy a mostrarlos, porque yo mismo padecí la enfermedad y vi personalmente a otros que la sufrían.

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«Plague in Athens» (Stanley Meltzoff)

Aquel año, como todo el mundo reconocía, se había visto particularmente libre de de enfermedades en lo que a otras dolencias se refiere; pero si alguien había contraído ya alguna, en todos los casos fue a parar a ésta. En los demás casos, sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente, se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban en seguida inyectadas, y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos les vinieron también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el tacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos, muchos de los enfermos que estaban sin vigilancia, presos de una sed insaciable; pero beber más o menos daba lo mismo. Por otra parte, la imposibilidad de descansar y el insomnio los agobiaban continuamente. El cuerpo, durante todo el tiempo en que la enfermedad estaba en plena actividad, no quedaba agotado, sino que resistía inesperadamente el sufrimiento; así, o perecían, como era el caso de la mayoría, a los nueve o a los siete días, consumidos por el calor interior, quedándoles todavía algo de fuerzas, o, si conseguían superar esta crisis, la enfermedad seguía su descenso hasta el vientre, donde se producía una fuerte ulceración, a la vez que sobrevenía una diarrea si mezclar, y, por lo común, se perecía a continuación a causa de la debilidad que aquélla provocaba. El mal, después de haberse instalado primero en la cabeza, comenzando por arriba recorría todo el cuerpo, y si uno sobrevivía a sus acometidas más duras, el ataque a las extremidades era la señal que dejaba: afectaba, en efecto, a los órganos genitales y a los extremos de las manos y los pies; y muchos se salvaban con la pérdida de estas partes,y algunos incluso perdiendo los ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados.

peste_greciaLa naturaleza de esta enfermedad fue tal que escapa sin duda a cualquier descripción; atacó a cada persona con más virulencia de la que puede soportar la naturaleza humana, pero sobre todo demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y los cuadrúpedos que comen carne humana, a pesar de haber muchos cadáveres insepultos, o no se acercaban, o si los probaban perecían. Y he aquí la prueba: la desaparición de este tipo de ave fue notoria, y nos se las veía ni junto a ningún cadáver ni en ningún otro sitio; los perros, en cambio, por el hecho de vivir con el hombre, hacían más fácil la observación de los efectos.

Tal era, pues, en general el carácter de la enfermedad, dejando a un lado otros muchos aspectos extraordinarios, dado que cada caso presentaba alguna particularidad, que lo diferenciaba de otros. Y durante aquel tiempo ninguna de las enfermedades corrientes hacía sentir sus efectos, y si sobrevenía alguna, acababa en aquélla. Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente atendidos. No se halló ni un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera aplicar con seguridad de eficacia; pues lo que iba bien a uno a otro le resultaba perjudicial. Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró con bastante fuerza frente al mal; éste se llevaba a todos, incluso a los que eran tratados con todo tipo de dietas. Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal (porque entregando al punto su espíritu a la desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir), y también el hecho de que morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados de los unos hacia los otros: esto era sin duda lo que provocaba mayor mortandad. Porque si, por miedo, no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero si se visitaban, perecían, sobre todo quienes de algún modo hacían gala de generosidad, pues, movidos por su sentido del honor, no tenían ningún cuidado de sí mismos entrando en casa de sus amigos cuando, al final, a los mismos familiares, vencidos por la magnitud del mal, ya no les quedaban fuerzas ni para llorar a lo que se iban. No obstante, eran los que ya habían salidos de la enfermedad quienes más se compadecían de los moribundos y de los que luchaban con el mal por conocerlo por propia experiencia y hallarse ya ellos en seguridad; la enfermedad, en efecto, no atacaba por segunda vez a la misma persona, al menos hasta el punto de resultar mortal. Así, recibían el parabién de los demás, y ellos mismos, debido a la extraordinaria alegría del momento abrigaban para el futuro la vana esperanza de que ya ninguna enfermedad podría acabar con ellos.

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«The Plague At Ashdod» (Nicolas Poussin, 1631)

En medio de sus penalidades les supuso un mayor agobio la aglomeración ocasionada por el traslado a la ciudad de las gentes del campo, y quienes más lo padecieron fueron los refugiados. En efecto, como no había casas disponibles y habitaban en barracas sofocantes debido a la época del año, la mortandad se producía en una situación de completo desorden; cuerpos de moribundos yacían unos sobre otros, y personas medio muertas se arrastraban por las calles y alrededor de todas las fuentes movidos por el deseo de agua. Los santuarios en los que se habían instalado estaban llenos de cadáveres, pues morían allí mismo; y es que ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería de ellos, se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano. Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban. También en otros aspectos la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacían ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada y de repente se hacían con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que lo que pasó a ser noble y útil. Ningún temor de los dioses ni de la ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima era natural que disfrutaran un poco de la vida.

Tal era el agobio de la desgracia en que se veían sumidos los atenienses; la población moría dentro de las murallas y el país era devastado fuera. Y en medio de su infortunio, como era natural, se acordaron particularmente de este verso, que los más viejos afirmaban haber oído recitar hacía tiempo:

‘Vendrá una guerra doria y con ella una peste’

Por cierto que surgió una discusión entre la gente respecto a que la palabra usada por los antiguos en el verso no era ‘peste’, si no ‘hambre’, pero en aquellas circunstancias venció, naturalmente, la opinión de que se había dicho ‘peste’; la gente, en efecto, acomodaba su memoria al azote que padecía. Y sospecho que si después de esta un día estalla otra guerra doria y sobreviene el hambre, recitarán el verso con toda probabilidad en este sentido. También acudió a la memoria de quienes lo conocían el oráculo dado a los lacedemonios cuando habían preguntado al dios si debían emprender la guerra y éste les había respondido que, si hacían la guerra con todas sus fuerzas, la victoria sería suya, y les había prometido que él mismo les prestaría su ayuda. Suponían, pues, que los hechos se desarrollaban conforme al oráculo: la epidemia, en efecto, se había declarado así que los peloponesios habían efectuado la invasión; y no se extendió al Peloponeso, al menos de forma que valga la pena mencionar, sino que se fue cebando sobre todos en Atenas y luego en las localidades más pobladas de otras regiones. Éstos son los hechos relativos a la epidemia».

Extracto de la obra «Historia De La Guerra Del Peloponeso» (Tucídides)

Charles Perrault (1628-1703)

Charles Perrault (1628-1703)

CAPERUCITA ROJA

«Había una vez en una aldea una niñita que era la más linda del mundo. Su madre estaba loca por ella y su abuela más loca aún. Esta buena mujer le mandó hacer una caperucita roja que le sentaba tan bien que en todas partes la llamaban Caperucita Roja.  Un día su madre coció y preparó tortas y le dijo:

-Ve a ver cómo se siente tu abuela, pues me han dicho que está enferma; llévale una torta y este tarrito de manteca.

Caperucita Roja partió en seguida hacia la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al maese lobo, quien sintió muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió a hacerlo porque en el bosque había unos leñadores. Le preguntó adónde iba, y la pobre niña, que no sabía qué peligroso es detenerse a escuchar a un lobo, le respondió:

-Voy a ver a mi abuela y llevo una torta y un tarrito de manteca que le envía mi madre.

-¿Vive muy lejos? -le dijo el lobo.

-¡Oh, sí! -dijo Caperucita Roja-, más allá del molino que se ve allá lejos, lejos, en la primera casa de la aldea.

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«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

-Bueno -dijo el  lobo-, yo también quiero ir a verla; voy por este camino, ve tú por aquel y veremos quién llega primero. El lobo se echó a correr con todas sus fuerzas por el camino más corto y la niñita se fue por más largo, entreteniéndose en juntar avellanas, correr detrás de las mariposas y hacer ramos con las florecitas que encontraba.

El lobo no tardó en llegar a la casa de la abuela. Golpea: toc, toc.

-¿Quién es?

-Soy su nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo disimulando la voz-; le traigo una torta y un tarrito de manteca que le envía
mi madre.

La buena abuela, que estaba en la cama porque no se sentía muy bien, le gritó:

-¡Saca la clavija y la tranca cederá!

"Caperucita Roja" (Gustave Doré, 1883)

«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

El lobo sacó la clavija y la puerta se abrió. Se arrojó sobre la buena mujer y la devoró en menos que canta un gallo, porque hacía tres días que no comía. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela para esperar a Caperucita Roja que, poco después, golpeó a la puerta: toc, toc.

-¿Quién es?

Caperucita Roja, al oír la gruesa voz del lobo, primero sintió miedo, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, respondió:

-Soy su nieta, Caperucita Roja; le traigo torta y un tarrito de manteca que le envía mi madre. El lobo, suavizando un poco la voz, le gritó.

-¡Saca la clavija y la tranca cederá!

Caperucita sacó la clavija y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo escondiéndose bajo el cobertor, le dijo:

-Deja la torta y el tarrito de manteca sobre el arcón y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y va a meterse en la cama, asombrándose del aspecto de su abuela en camisón. Le dice:

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«Caperucita Roja» (Gustave Doré, 1883)

-Abuela, ¡qué brazos grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor, niña mía,
-Abuela, ¡qué piernas grandes tienes!
-Es para correr mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué orejas grandes tienes!
-Es para escuchar mejor, niña mía.
-Abuela, ¡qué ojos grandes tienes!
-Es para ver mejor, niña mía.
-Abuela, ¡qué dientes grandes tienes!
-Son para comerte.

Y diciendo estas palabras el malvado lobo se echó sobre Caperucita Roja y se la comió.

Moraleja
Vemos aquí que los niños -y sobre todo las niñas bonitas, elegantes y graciosas- proceden mal al escuchar a cualquiera, y que no es nada extraño que el lobo se coma a tantos. Digo el lobo, pero no todos los lobos son de la misma calaña. Los hay de modales dulces, que no hacen ruido ni parecen feroces o malvados y que, mansos, complacientes y suaves, siguen a las tiernas doncellas hasta las casas y las callejuelas. ¡Y ay de quien no sabe que estos melosos lobos son, entre todos los lobos, los más peligrosos!».

Incluido en un volumen de cuentos publicado en 1697

Julio Cortázar (1914-1984)

Julio Cortázar (1914-1984)

«Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto».

Fragmento de la novela «Rayuela» (1963)