Giacomo Leopardi (1798-1837)

Giacomo Leopardi (1798-1837)

«Os declaro formalmente que no me someto a mi infelicidad ni doblo la cerviz ante el destino ni pacto con él, como hacen muchos de mis semejantes. Tengo la osadía de desear la muerte y desearla por encima de todas las cosas, con tanto ardor y tanta sinceridad, como creo firmemente que pocos la apetecen en el mundo. No os hablaría así si no estuviera perfectamente convencido de que, llegada la hora, los hechos no van a desmentir mis palabras. Porque aunque yo no vea aún el fin de mi vida, tengo en lo profundo de mi alma la impresión, casi la seguridad, de que mi hora no está muy lejana. Estoy demasiado maduro para la muerte. Me parece demasiado absurdo e increíble tener que durar aún cuarenta o cincuenta años (con tantos me puede amenazar la naturaleza) cuando me siento como muerto espiritualmente, y concluida en mí, en todos sus aspectos, la fábula de la vida. Esta sola amenaza me estremece. Pero como nos sucede con todos los males que vencen, por decirlo así, la fuerza de la imaginación, todo esto me parece un sueño y una ilusión imposible de realizar. Es más, si alguien me habla de un porvenir lejano como cosa que me pertenece, no puedo menos que sonreír para mis adentros; tan grande es mi confianza en que el camino que me queda no es largo. Este único pensamiento, puedo decirlo, me sostiene.

Libros y estudios que a veces me sorprendo de haber amado tan intensamente, grandes proyectos y esperanzas de gloria e inmortalidad, son cosas de las cuales he dejado hasta de reírme. De los planes y esperanzas de este siglo no me río: deseo para ellos con toda el alma la mejor ventura. Alabo, admiro y honro sincera y profundamente toda buena voluntad; pero no tengo ninguna envidia a los descendientes ni a los que hayan de vivir largo tiempo. En otros tiempos envidié a los tontos, a los estúpidos, a los que tienen gran concepto de sí mismos. Gustoso me hubiera cambiado por uno de ellos. Hoy ya no envidio ni a los tontos, ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles, ni a los poderosos. Envidio tan solo a los muertos y únicamente por ellos me cambiaría. Toda imagen placentera, toda idea del porvenir que yo me forjo, que vive en mi soledad y me sirve para pasar el tiempo, se refiere tan solo a la muerte, y no se aleja de ella.

En este deseo, los recuerdos y los sueños de la niñez y el pensamiento de haber vivido inútilmente ya no me perturban, como solían. Si alcanzo la muerte, moriré tan tranquilo y contento como si nunca hubiese esperado y deseado otra cosa en el mundo. He aquí el único beneficio que puedo conciliarme con mi destino. Si me ofreciesen por un lado la fortuna y la gloria de César o de Alejandro Magno, limpias de toda mancha, y por otro morir hoy mismo y tuviese que elegir, diría: ‘¡Morir hoy!’ No quisiera ni tener tiempo para decidirme”.

“Últimas Palabras De Tristán A Un Amigo” («Opúsculos Morales”, 1827)

Joseph Conrad (1857-1924)

Joseph Conrad (1857-1924)

«El tramo era angosto, recto, con altos bordes, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedras, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era un sueño; aquello parecía innatural, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aun el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche repentinamente, y nos dejó también ciegos. Hacia las tres de la madrugada saltó un gran pez, y el fuerte choque del agua me hizo brincar como si un arma hubiera sido disparada. Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, y más cegadora que la noche. Ni se movía ni avanzaba, simplemente estaba allí, rodeándole a uno como algo sólido. A las ocho o a las nueve tal vez, se levantó como se levanta una persiana. Pudimos echar una ojeada a la multitud de altísimos árboles, a la inmensa y enmarañada selva sobre la que estaba suspendida la resplandeciente bola de sol, todo en perfecta quietud; y entonces la blanca persiana cayó de nuevo, suavemente, como escurriéndose por rieles engrasados. Ordené que la cadena, que habíamos comenzado a halar, fuera arrojada de nuevo. Antes de que terminara de correr, con sus sordo rechinar, un grito, un grito muy fuerte, como de desolación infinita, se fue elevando lentamente en el aire opaco. Cesó. Un clamor quejumbroso, modulado en salvajes disonancias, lleno nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara bajo la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás; a mí me pareció como si la propia bruma hubiera gritado, tan repentinamente había surgido aquel ruido tumultuario y luctuoso, procedente, al parecer, de todas partes a la vez.  Culminó en un estallido precipitado de chillidos excesivos y casi insoportables que al poco tiempo cesaron, dejándonos paralizados en una variedad de estúpidas posturas, y escuchando obstinadamente el silencio, casi igual de excesivo y espantoso. ‘¡Dios mío! ¿Qué significa?’, balbució a mi lado uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de pelo rubio y patillas pelirrojas, que llevaba botas con suela de goma y un pijama de color rosa remetido en los calcetines. Otros dos permanecieron boquiabiertos durante todo un minuto, y después se abalanzaron hacia la pequeña cabina, para volver a salir precipitadamente  y sin control al instante y quedarse de pie lanzando miradas asustadas, apuntando con los Winchesters. Lo único que lográbamos ver era el vapor sobre el que nos hallábamos, su contorno borroso, como si estuviera a punto de disolverse, y una franja brumosa de agua, de quizá dos pies de anchura, a su alrededor; y eso era todo. El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido barrido sin dejar detrás ni un susurro ni una sombra».

Extracto de la novela «El Corazón De Las Tinieblas» (1899) 

John Fante (1909-1983)

John Fante (1909-1983)

«Mona y mi madre estaban ya acostadas. Mi madre roncaba suavemente. El sofá de la sala estaba abierto, la cama hecha y la almohada ahuecada. Me desnude y me acosté. Pasaron los minutos. No podía dormir. Me puse boca arriba y luego de lado. Luego probé boca abajo. Pasaron más minutos. Los oía en el tictac del reloj que tenía mi madre en el dormitorio. Pasó media hora. Seguía totalmente despierto. Me di la vuelta y noté un dolor en el alma. Algo iba mal. Pasó una hora. Me irritaba ya aquello de no poder dormir, y empecé a sudar. Aparté las mantas a puntapiés y me quedé acostado, tratando de pensar algo. Tenía que levantarme temprano. No rendiría en la fábrica si no descansaba debidamente. Pero tenía los ojos pegajosos y me picaban cuando los cerraba.Era por aquella mujer. Era por el bamboleo de su forma avanzando por la calle, la entrevista blancura de su tez enfermiza. La cama se me hizo insoportable. Di la luz y encendí un cigarrillo. Me quemó la garganta. Lo tiré y decidí dejar de fumar para siempre. Otra vez quise dormir. Di más vueltas. Aquella mujer. ¡Cuánto la amaba! Su encogimiento, la piel de su cuello, la carrera de su media, el sentimiento en mi pecho, el color de su abrigo, la fugacidad de su cara, el hormigueo de mis dedos, la estela que dejaba andando por la calle, la frialdad de las centelleantes estrellas, la calidez del cuarto creciente , el sabor de la cerilla, el olor del mar, la suavidad de la noche, los estibadores, el impacto de las bolas de billar, las ráfagas de música, su encogimiento, la música de su taconeo, su andar perseverante, el viejo con el libro, la mujer, la mujer, la mujer.

Tuve una idea. Aparté las mantas y salté de la cama. ¡Qué idea! Me cayó encima como un alud, como una casa que se derrumba, como un vidrio que se rompe. Estaba ardiendo y desquiciado. Había papel y lápices en el cajón. Los saqué y corrí a la cocina. En la cocina hacía frío. Encendí la estufa y abrí la trampilla. Sentado y desnudo, me puse a escribir…».

Fragmento de la novela «Camino De Los Ángeles» (escrita en 1936 y editada en 1983)

Julio Cortázar (1914-1984)

Julio Cortázar (1914-1984)

«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y
yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua».

Fragmento de la novela «Rayuela» (1963)

Luis Cernuda (1902-1963)

Luis Cernuda (1902-1963)

“Te lo he dicho con el viento,
jugueteando tal un animalito en la arena
o iracundo como órgano tempestuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;

te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;

te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;

te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
Más allá de la vida
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor
quiero decírtelo con el olvido”.

“Te Quiero”. Poema extraído del libro “Los Placeres Prohibidos” (1931)