Franz Liszt (1811-1886)

Franz Liszt (1811-1886)

«En la abigarrada y cambiante vida de Franz Liszt -un compositor extraordinariamente longevo en el contexto del siglo XIX, pues vivió 74 años- hay dos aspectos, como mínimo, que llaman la atención. Uno de ellos está íntimamente asociado a la idea que el músico se hacía de su oficio de intérprete y ha ejercido una notable influencia en la evolución del gusto del público melómano; el otro remite a la sorprendente vitalidad de Liszt, a su aptitud para desarrollar simultáneamente su carrera musical y una vida repleta de aventuras y cambios. En efecto, Liszt inventó el moderno recital de piano y también encarnó el prototipo del artista seductor, una especie de Don Juan que busca hacer de su vida amorosa una obra de arte. Vale la pena detenerse en estas dos facetas: el virtuoso revolucionario y el seductor empedernido.

En una carta dirigida a la princesa Belgioioso, Liszt hace un guiño al absolutismo de Luis XIV y su célebre afirmación de que ‘El Estado soy yo’, y escribe ‘El concierto soy yo. La frase podría no ser más que un alarde de vanidad pretenciosa, pero lo cierto es que este músico inventó y popularizó un nuevo formato de concierto solista. Sin duda, en buena medida el concierto ‘a la Liszt’ derivaba su atractivo del virtuosismo de su creador, admirado y aplaudido desde la temprana adolescencia. Por otra parte, a la indudable genialidad musical, Liszt sumaba un talento genuino para la puesta en escena que convertía sus apariciones ante el público en verdaderos espectáculos. Con todo, él mismo era consciente de los peligros que para una apreciación cabal de su arte podía entrañar su reputación de virtuoso. Antes aún de dar a conocer esta faceta, advertía, a propósito del violinista Niccolò Paganini, otro mago de su instrumento idolatrado por el público: ‘Ojalá el artista del futuro sepa desdeñar el papel vanidoso y egocéntrico que deseamos haya tenido su último y más brillante exponente en Paganini. Que aprenda a marcarse metas dentro y no fuera de sí mismo, y que el virtuosismo sea para él un medio y no un fin’.

LisztLiszt gozaba además de una memoria prodigiosa, que le permitía recordar cualquier partitura, por compleja que fuera, así como de una habilidad especial para interpretar a la perfección piezas musicales mientras las descifraba en público. En torno a su comportamiento en los conciertos floreció toda una literatura denigratoria, en la que el músico era presentado como una especie de atracción de feria. Alguna base real tenían esas crónicas sensacionalistas; por ejemplo, el joven Liszt mostraba en alguna ocasión su entusiasta emoción lanzando vistosamente sus guantes al escenario. Además, consciente de su atractivo físico, adoptaba poses ‘interesantes’, mientras lanzaba miradas arrebatadoras a las damas. La impresión que causaba puede medirse en la reacción de una escritora tan poco dada a la exaltación romántica como George Eliot, quien declaraba que el rostro del músico era ‘sencillamente extraordinario’.

Anécdotas como esta, sin embargo, no deben ocultar lo esencial: Liszt fue el primer pianista virtuoso que se atrevió a desdeñar los salones, con todo lo que conllevaban, ascendiente social, obtención de favores y renombre garantizado. De hecho, los historiadores consideran que ejerció una influencia determinante en el acceso a los conciertos de música de un público que, aunque no exactamente popular, era más amplio y socialmente diverso que la casta aristocrática y burguesa que frecuentaba en exclusiva los salones».

Texto de Ana Nuño extraído del número 21 de la colección «Gran Selección Deutsche Grammophon» (RBA Coleccionables, España,
2006)

Thomas Mann (1875-1955)

Thomas Mann (1875-1955)

«Apoyando un brazo en la barandilla, Aschenbach se dedicó a observar a la multitud ociosa, congregada en el muelle deseosa de ver la salida del barco y los pasajeros de abordo. Los de segunda clase, hombres y mujeres, se habían instalado en la cubierta de proa, utilizando cajas y fardos como asientos. Un grupo de jóvenes integraban el pasaje de primera: al parecer, dependientes de comercio en Pola que, en un rapto de entusiasmo, se habían unido para hacer un viaje a Italia. Se les veía muy satisfechos de sí mismos y de su empresa: charlaban o reían, complaciéndose en sus propios gestos y ocurrencias, e inclinándose por la borda se burlaban a gritos de las gentes que, cartera bajo el brazo, entraban en los establecimientos de la calle del puerto, amenazando con sus bastones a los ruidosos excursionistas. Uno de éstos, vestido con un traje estival de última moda, color amarillo claro, corbata roja y un panamá con el ala audazmente levantada, destacaba entre todos por su voz chillona y excelente humor.

Pero apenas Aschenbach lo hubo observado con más detenimiento, se percató, no sin espanto, de que se trataba de un falso joven. Era un hombre viejo, no cabía la menor duda. Hondas arrugas le cercaban los ojos y boca. El opaco carmín de sus mejillas era maquillaje; el cabello castaño que se asomaba por debajo del panamá con cinta de colores, era una peluca; la piel del cuello colgaba fláccida y tendinosa; el bigotito retorcido y la perilla se los había teñido; la dentadura amarillenta, que enseñaba al reírse, era postiza, además de barata, y sus manos, cuyos índices lucían anillos con camafeos, eran manos de anciano. Aschenbach se estremeció viéndolo alternar con aquellos muchachos. ¿No sabían, no advertían acaso que era viejo y no tenía derecho a llevar su abigarrada indumentaria de dandy ni a hacerse pasar por uno de ellos? Pero lo cierto es que, con toda naturalidad y como por costumbre, según parecía, lo toleraban en su grupo y lo trataban como a un igual, devolviéndole sin repugnancia las palmadas afectuosas que les daba en el hombro. ¿Cómo era posible algo así?

Aschenbach se cubrió la frente con la mano y cerró los ojos, irritados por la falta de sueño. Tuvo la impresión de que las cosas no iban del todo como era de esperarse, de que algo parecido a un extrañamiento onírico empezaba a adueñarse del entorno, una derivación del mundo hacia lo insólito que quizás él pudiera contrarrestar si ocultaba un momento el rostro entre las manos y volvía a mirar luego alrededor. Pero en ese mismo instante tuvo la sensación de estar flotando y, movido por un miedo irracional, abrió los ojos y advirtió que la pesada y sombría mole del barco se desprendía de las paredes del muelle. Pulgada a pulgada, gracias al movimiento alternante de las máquinas que avanzaban y retrocedían, fue ensanchándose la cinta de agua sucia y tornasolada que separa el muelle del casco de la nave, y, tras efectuar una serie de lentísimas maniobras, el vapor puso proa hacia alta mar».

Extracto de la novela «La Muerte En Venecia» (1914)

Francisco de Quevedo (1580-1645)

Francisco de Quevedo (1580-1645)

ES HIELO ABRASADOR

«Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado;

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado;

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.
Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!”

Hermann Hesse (1877-1962)

Hermann Hesse (1877-1962)

“Hans se quedó callado. Este Heilner era verdaderamente una persona extraña. Un exaltado, un poeta. En muchas ocasiones le había desconcertado. Heilner estudiaba muy poco, como todo el mundo sabía, y sin embargo sabía mucho, daba buenas respuestas, y a la vez despreciaba estos conocimientos.

—Ahí tienes a Homero —exclamó con sarcasmo, señalando el libro que estaba sobre la hierba—. En clase lo leemos como si la ‘Odisea’ fuera un libro de cocina. Dos versos cada hora y luego el estúpido análisis, palabra por palabra, hasta que uno acaba con nauseas. Y al final de la clase te dicen siempre: ‘¡Ya ven ustedes con qué elegancia compone el poeta! ¡Acaban de vislumbrar ustedes el secreto de la creación poética!’ Pero la verdad es que solo nos detenemos en los participios y en los aoristos, en las particularidades gramaticales y en la composición. Para hacerlo de esa manera, no me importa que Homero desaparezca del recuerdo de los hombres. ¿Qué nos importa, en realidad, toda esa monserga griega? Si uno de nosotros quisiera tan sólo intentar vivir un poco a lo griego, le echarían inmediatamente del seminario. ¡Y eso que nuestro aposento se llama ‘Helade’! ¡Un verdadero insulto! i¿Por qué no se llama ‘papelera’, ‘mazmorra» o «tubo del miedo’? Todas esas monsergas clásicas no son más que un embuste.

Escupió al aire.

—¿Has escrito hoy algún verso? —preguntó Hans.
—¡Sí!
—¿Sobre qué?
—Sobre el lago y el otoño.
—Enséñamelos.
—No están terminados.
—¿Y cuando hayas terminado?
—Sí. Entonces sí.

A un tiempo los dos se levantaron y fueron lentamente andando hacia el convento.

—Mira, ¿te has dado cuenta de lo hermoso que es esto? —preguntó Heilner cuando llegaron— Pórticos, ventanales, arcos, refectorios y cruceros góticos y románticos, ricos y valiosos, llenos de arte y de poesía. ¿Y para quién es todo este encanto? Para tres docenas de chicos pobres que quieren llegar a ser curas. Al Estado le sobra.

Hans estuvo meditando toda la tarde sobre Heilner y sus palabras. ¿Qué clase de persona era? Lo que para Hans eran deseos y preocupaciones, no existían siquiera para él. Tenía pensamientos y palabras propias, vivía libre y ardiente, sufriendo extrañas penas, y parecía despreciar todo lo que le rodeaba. Comprendía la belleza de las viejas columnas y los muros vetustos. Y tenía la misteriosa y extraordinaria facultad de reflejar su alma en versos, y de forjarse una vida propia con su sola fantasía. Era inquieto e indómito, y hacía más chistes al día que Hans en un año. A la vez, era melancólico y parecía gozar de su propia tristeza como si fuera una cosa extraordinaria, exótica y valiosa”.

Extracto de la novela «Bajo La Rueda» (1906)

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas,
me apoyé contra el muro,
y un instante la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,
en ira y en piedad se anegó el alma,
¡y entonces comprendí por qué se llora!
¡y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor…
con pena logré balbucear breves palabras…
¿Quién me dio la noticia?… Un fiel amigo…
Me hacía un gran favor… Le di las gracias”.

Rima XLI. Extraída de “Rimas, Leyendas y Narraciones”