“Un día que yo derramaba largo llanto, que se desvanecía mi esperanza resuelta en dolor, cuando estaba solitario ante la yerma colina que en estrecho y oscuro recinto encerraba la forma misma de la vida – solo como nunca ningún solitario lo estuvo – acosado por indecible angustia– ya sin fuerzas, una imagen del desamparo y nada más. – Mientras dejaba vagar la mirada en busca de auxilio, sin poder avanzar, sin poder volver atrás, y me aferraba con ansias infinitas a la vida fugaz, evanescente; – entonces, de las azules lejanías – de las alturas de mi antigua dicha me vino un estremecimiento vesperal – que rompió de golpe el lazo del nacimiento, las cadenas de la luz. Desvanecióse la pompa de la tierra, se disipó con ella mi dolor – mi melancolía se fundió en un mundo insondable y nuevo – y tú, entusiasmo nocturno, sueño del cielo, caíste sobre mí – todo el paraje se elevó lentamente; y sobre él flotaba, librado y renacido, mi espíritu. La colina se convirtió en una nube de polvo – a través de la nube distinguí el rostro transfigurado de mi amada. La eternidad reposaba en sus ojos – cogí sus manos y las lágrimas se transformaron en una cadena inquebrantable y luminosa. Volaban ahuyentados los milenios hacia horizontes lejanos, como tempestades. Abrazado a su cuello lloré lágrimas arrebatadoras en el umbral de la vida nueva. – Fue el primero, el único ensueño – y desde entonces tengo una fe eterna, inalterable en el cielo de la noche y en su luz que es mi amada”.
Fragmento de la obra “Himnos A La Noche” (1800)