«Los sueños terminaron siendo su vida, y, desde ese momento, toda su existencia tomó un giro extraño: se hubiera dicho que dormía despierto y vivía en sueños. Quien le viere callado ante la mesa vacía, o caminando por la calle, le habría tomado por un sonámbulo o por un hombre vencido por el alcohol. Su mirada perdió la expresividad, su distracción natural llegó a tal grado, que, imperiosa, borró de su cara todos los sentimientos, todos los movimientos que le animaban. Solo volvía a vivir cuando llegaba la noche.
Ese estado alteró todas sus fuerzas, hasta que al final llegó a padecer el más horrible de los tormentos cuando el sueño comenzó a abandonarle. Intentando salvar esa su única riqueza, recurrió a todos los medios para reconquistarla. Tenía oído que, para recuperar el sueño, bastaba con tomar opio. Pero ¿dónde conseguirlo? Se acordó de un persa, propietario de un taller de chales, que, casi siempre, al verle, le pedía que le dibujara una mujer hermosa. Confiando en que aquél tendría ese opio, decidió visitarle. El persa le recibió sentado en un diván y con las piernas cruzadas.
-¿Para qué quieres el opio? –le preguntó.
Piskariov le habló de su insomnio.
-Bien. Te daré el opio si tú me dibujas una mujer guapa de verdad. Las cejas negras y los ojos grandes como aceitunas; y a mí me pones al lado, fumando en pipa. ¿Me oyes? ¡Que sea guapa! ¡Que sea bellísima!
Piskariov le prometió todo eso. El persa se ausentó un instante y regresó con un tarro lleno de un líquido oscuro, vertió con cuidado una parte en otro tarro y, entregándoselo a Piskariov, le recomendó echar tan solo siete gotas en un vaso de agua. Piskariov se apoderó con ansia del valioso tarro, que no habría cambiado por un montón de oro, y regresó corriendo a casa. Una vez allí, echó las gotas en un vaso de agua, lo bebió y se acostó.
¡Dios, qué alegría! ¡Ella! ¡Era otra vez ella! Pero con otro aspecto distinto. ¡Qué bien se la veía, sentada a la ventana de una soleada casa campesina! Su vestido transpiraba la sencillez de la que solo se viste la idea del poeta… Su peinado… Señor, qué peinado tan sencillo y qué bien le iba. Llevaba una ligera toquilla echada descuidadamente sobre sus esbeltos hombros; todo en ella era sencillo, todo revelaba un secreto e inexpresable sentido del gusto. ¡Qué encantador era su gracioso caminar! ¡Qué musical el susurro de sus pisadas y de su sencillo vestido! ¡Qué hermoso aparecía su brazo ceñido por una pulsera de amatista!
(…) Se despertó conmovido, conmocionado, con lágrimas en los ojos. ‘Más valdría que no existieras!, que no vivieras en el mundo, que fueras solo obra de un pintor inspirado! No me apartaría del lienzo, no cesaría de contemplarte, de besarte. Viviría y respiraría añorándote, como a la más hermosa de las ilusiones, y sería feliz. No tendría otros deseos. Te invocaría, como al ángel de la guarda, al dormirme y al despertar, y esperaría a que aparecieses cuando tuviera que pintar lo divino y lo sagrado. Pero ahora… ¡Qué vida más horrible! ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Acaso la vida del demente agrada a sus familiares y amigos, que antes le quisieron? ¡Señor, qué vida la nuestra! ¡Una eterna pugna entre el sueño y la realidad!’
Éstas y otras ideas semejantes le asaltaban constantemente. No pensaba en nada, apenas comía, y esperaba con impaciencia, con la pasión del amante, la llegada de la noche y de la visión anhelada. Esa fijación adquirió por fin tal poder sobre su vida y su mente, que la imagen deseada se le aparecía casi a diario y siempre bajo un aspecto opuesto a la realidad, porque los pensamientos de Piskariov eran tan puros como los de un niño. A través de aquellos sueños, el propio objeto que los motivaba se iba purificando y transformándose por completo.
El opio excitó aún más su mente, y si alguna vez hubo un enamorado que llegó al último extremo de la demencia, con una pasión arrebatadora, terrible, destructora, turbulenta, ese desdichado era él”.
Extracto del relato “La Avenida Nevski” (1835)