“Sucedió que en medio de las diversiones propias del invierno londinense, en varias fiestas de las personas más significadas de la buena sociedad, apareció un noble que destacaba más por sus peculiaridades que por su rango. Contemplaba el regocijo de su alrededor como si no pudiera participar en él. Aparentemente, solo la suave risa de los demás llamaba su atención, y con una sola mirada podía acallarla, y meter el miedo en aquellos pechos en los que reinaba la despreocupación. Los que percibían esta sensación de reverente temor que provocaba no podían explicar cuál era su causa: algunos la atribuían a unos ojos grises e inertes, que al fijarse sobre los rostros parecía no verlos, pero cuya mirada penetraba hasta lo más recóndito de los corazones; caía a plomo sobre una mejilla y se quedaba sobre la piel que no podía atravesar.
Sus peculiaridades hicieron que se le invitase a todas las casas; todo el mundo quería verlo, y quienes estaban acostumbrados a la excitación violenta, y ahora experimentaban el peso del aburrimiento, se alegraron de tener algo capaz de atraer su atención. A pesar de la palidez de su rostro, cuyos rasgos eran sin embargo hermosos y agradables, y de que nunca adquiría color, ni por el rubor de la modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, muchas de las féminas que iban detrás de la notoriedad intentaron ganarse sus atenciones y atisbar al menos alguna señal de algo que pudiera llamarse afecto. Lady Mercer, que había sido objeto de burla por todos los monstruos a los que había arrastrado a su dormitorio desde su boda, se interpuso en su camino, y, salvo ponerse un traje de saltimbanqui hizo de todo por llamar su atención, pero en vano; cuando se plantaba delante de él, si bien en apariencia sus ojos se fijaban en los de ella, no parecía darse cuenta de su presencia. Pese a su conocido descaro, la mujer finalmente se sintió frustrada y abandonó su intento. Pero aunque consumadas adúlteras no consiguieran de él ni siquiera una mirada, a este extraño personaje el sexo femenino no le era indiferente; sin embargo, era tal la discreción con que hablaba con la esposa virtuosa y con la hija inocente, que pocos se daban cuenta de que se dirigiera a las mujeres. Poseía, sin embargo, reputación de ser muy buen conversador, y ya fuese porque gracias a eso lograba que se sobrepusieran al espanto de su carácter singular, o bien porque las conmoviera su aparente rechazo del vicio, tanto se lo podía encontrar entre las mujeres que constituyen el orgullo de su sexo por sus virtudes domésticas, como las que lo avergüenzan con sus vicios”.
Primeras páginas de la novela “El Vampiro” (1816)