“Pasó un mes, con cuatro pagas. Quince dólares por semana.
Nunca llegué a acostumbrarme a bajito Naylor. Para el caso, tampoco bajito Naylor llegó a acostumbrarse a mí. Yo no podía hablar con él, pero él tampoco podía hablar conmigo. No era de los que decían: Hola, ¿qué tal? Se limitaba a saludar con la cabeza. Y no era hombre con el que se pudiera hablar de la situación de la industria conservera ni de la política internacional. Era demasiado frío. Guardaba las distancias. Hacía que me sintiera un empleado. Yo no entendía la necesidad de que me lo pasara por las narices.
La temporada de la caballa estaba a punto de terminar. Cierta tarde acabamos de etiquetar un lote de doscientas toneladas. Bajito Naylor apareció con un lápiz y un cuaderno. La caballa estaba enlatada, etiquetada y lista para partir. En los muelles había un carguero esperando para transportarla a Alemania, a los almacenes de un mayorista en Berlín.
Bajito ordenó que lleváramos el cargamento a los muelles. Me sequé el sudor de la cara mientras la máquina se detenía, y con buena disposición y paciencia me acerqué a Bajito y le di una palmada en la espalda.
-¿Qué tal la situación de la industria conservera, Naylor? -dije-, ¿Qué nivel de competencia representan los noruegos?
Me apartó la mano de su hombro.
-Agénciate un volquete de mano y ponte a trabajar.
-Un patrón riguroso -dije-. Es usted un patrón riguroso, Naylor.
Me alejé una docena de pasos y me llamó por mi nombre. Deshice lo andado.
-¿Sabes cómo se lleva un volquete de mano?
No tenía la menor idea. Ni siquiera sabía que las vagonetas de mano se llamaran así. Desde luego que no sabía cómo se llamaba un volquete de mano. Yo era escritor. Desde luego que no lo sabía. Me eché a reír y me subí los pantalones.
-¡Qué gracia! ¡Que si sé cómo se lleva un volquete de mano! ¡Y usted me lo pregunta! Ja. ¡Que si sé cómo se lleva un volquete de mano!
-Si no lo sabes, dilo. No tienes por qué engañarme.
Cabeceé y miré al suelo.
-¡Que si sé cómo se lleva un volquete de mano! ¡Y usted me lo pregunta!
-Bueno, ¿sabes o no?
-Salta a la vista que es evidente que es una pregunta absurda. ¡Que si sé cómo se lleva un volquete de mano! Claro que sé cómo se lleva un volquete de mano. ¡Naturalmente!
El labio se le curvó como el rabo de una rata.
-¿Y dónde has aprendido a llevar un volquete de mano?
Hablé dirigiéndome a todos.
-¡Ahora quiere saber dónde aprendí a llevar un volquete de mano! ¿Os lo imagináis? Quiere saber dónde aprendí a llevar un volquete de mano.
-Oye, estamos perdiendo el tiempo. ¿Dónde fue? Te pregunto que dónde fue.
Mi respuesta fue como un disparo de fusil.
-En los muelles. En los muelles de la gasolina. Trabajando de estibador.
Me miró de arriba abajo y en su labio se dibujaron varias curvas de hastío, de hombre que vomita desprecio.
-¡Tú estibador!
Se echó a reír.
Cuánto lo odié. El muy cretino. Imbécil, perro, rata, comadreja. Rata con cara de comadreja. ¿Qué sabía él? Era mentira, cierto. Pero ¿qué sabía él? Aquella rata sin pizca de cultura, que probablemente no había leído un libro en su vida. ¡Dios Mío! ¿Qué sabía él de nada? Y otra cosa. Tampoco era tan eficaz, con aquella boca mellada, pegotes de tabaco en las comisuras y ojos de rata borracha.
-Bien -dije-. He estado observándolo. Saylor, Baylor, Taylor, Naylor o como rábanos lo llamen en este apestoso agujero, porque me trae completamente sin cuidado; y a menos que mi perspectiva sea completamente aberrante, no me parece usted un hombre que de la talla, Saylor, Baylor, Taylor, Naylor o como rábanos se llame.
Una palabra soez, demasiado soez para repetirla, rezumó de su cara. Garabateó algo en el cuaderno que llevaba, con una finalidad que no comprendí del todo, pero adoptando claramente una actitud hipócrita con aquella treta urdida en lo más profundo de su alma vil; garabateada como una rata, una rata inculta, y lo odié tanto que le habría arrancado un dedo de un bocado para escupírselo a la cara. ¡Qué pinta! Aquella rata que daba zarpacitos ratescos al papel con sus zarpitas ratescas como si fuera un trozo de queso, el muy roedor, el muy cerdo, rata de callejón, rata portuaria. Pero ¿por qué no decía nada? Ja. Porque por fin había encontrado la horma de su zapato, porque se sentía desarmado ante sus superiores.
Señalé el montón de latas.
-Entiendo que ese material va rumbo a Alemania.
-¿Te estás quedando conmigo? -dijo sin dejar de garabatear.
No me inmutaron sus voluntariosos esfuerzos por ser sarcástico. Su agudeza no obtuvo de mí lo que se proponía. Antes bien, me sumí en serio silencio.
-Y dígame, Naylor, o Baylor, o como sea… ¿qué opina usted de la moderna Alemania? ¿Está de acuerdo con la Weltanschauung de Hitler?
No hubo respuesta. Ni una palabra. Solo un garabateo. ¿Y por qué no? ¡Por que Weltanschauung era excesivo para él! Demasiado para cualquier rata. Lo dejaba confuso, pasmado. Era la primera y última vez en su vida que oiría aquella palabra. Se guardó el lápiz en el bolsillo y miró por encima de mi hombro. Tuvo que ponerse de puntillas, el alfeñique enano y ridículo…”.
Fragmento de la novela “Camino De Los Ángeles” (escrita en 1936 y editada en 1983)