«Stilitano no era realmente un hombre maduro, y yo tampoco. Era un gángster de verdad, pero además jugaba a serlo, es decir, que se inventaba conductas de gángster. No conozco a ningún maleante que no sea un chiquillo. ¿Qué mente ‘seria’, al pasar delante de una joyería o de un banco, se inventaría minuciosa y circunspecta, los detalles de un asalto o de un atraco? La idea de una cofradía basada no en el interés de los miembros, sino en una complicidad cercana a la amistad, ¿dónde íbamos a encontrarla sino en algo así como una ensoñación, un juego gratuito que se conoce con el nombre de lo novelesco? Stilitano jugaba. Le gustaba saberse fuera de la ley, sentirse en peligro. Lo afrontaba por empeño estético. Intentaba copiar a un héroe ideal, el Stilitano cuya imagen figuraba ya en un firmamento de gloria. Así era cómo sometía a las leyes que someten a los maleantes y los perfilan. Sin ellas no habría sido nada. Al cegarme de entrada su soledad augusta, su calma y su serenidad, yo pensaba que se creaba a sí mismo, anárquicamente, solo por el impulso del descaro y de la desvergüenza de sus gestos. Ahora bien, ‘estaba buscando un modelo’. ¿Encarnado tal vez en el héroe, siempre victorioso, de las revistas infantiles? De todas formas la liviana ensoñación de Stilitano estaba en perfecta armonía con sus músculos y su gusto por la acción. El héroe de las viñetas había acabado sin duda por quedársele grabado en el corazón a Stilitano. Lo respeto también porque observaba las formas externas de un protocolo que lo movía a hacerlo, pero, en su fuero interno, y sin testigos, sufría las coacciones del cuerpo o del corazón; siempre negó la ternura a su mujer.
Sin acabar de entregarnos uno a otro, tomamos la costumbre de vernos a diario. Yo almorzaba en su habitación y, por la noche, mientras Sylvia trabajaba, cenábamos juntos. A continuación íbamos de bar en bar para emborracharnos. Bailaba también, casi todas las noches, con chicas muy guapas. Nada más legar él, el ambiente cambiaba, en su mesa primero y, luego, poco a poco, en las demás; se volvía, a un tiempo, cargado y frenético. Casi todas las noches tenía alguna pelea, salvaje, admirable, armando, veloz, la mano única con una navaja automática que abría de golpe en el bolsillo. Los estibadores, los marineros, los chulos nos hacían corro o nos echaban una mano. Aquella vida me dejaba rendido, porque me había gustado deambular por los muelles entre la niebla o la lluvia. En mi memoria, esas noches están acribilladas de chispas. Refiriéndose a una película, un periodista escribe: ‘El amor florece entre las riñas’. Esta frase ridícula me recuerda mejor que un elocuente discurso a esas flores llamadas ‘dragones’ que florecen entre los cardos secos; y éstas, a mi aterciopelada ternura, que Stilitano hería».
Fragmento de la novela «Diario De Un Ladrón» (1949)