“Fue entonces cuando, tras caer los tres primeros proyectiles demasiado lejos y explotar inútilmente más allá de las líneas, un cuarto proyectil de contacto de 105 más ajustado fue más efectivo en la trinchera: tras seccionar al ordenanza del capitán en seis pedazos, algunos de sus cascos decapitaron a un agente de enlace, clavaron a Bossis por el plexo en el puntal de una zapa, destrozaron a diferentes soldados bajo diferentes ángulos y cercenaron longitudinalmente el cuerpo de un cazador ojeador. Apostado no lejos de allí Anthime vislumbró durante un instante, desde la masa encefálica hasta la pelvis, todos los órganos del cazador ojeador abiertos en dos como una plancha anatómica, antes de acuclillarse espontáneamente en falso equilibrio para intentar protegerse, ensordecido por el enorme estrépito, cegado por los torrentes de piedras y tierra, las nubes de polvo y de humo, mientras vomitaba de miedo y de repulsión sobre sus pantorrillas y en torno a ellas, con las botas hundidas en el lodo hasta los tobillos.
Luego todo pareció a punto de terminar: la opacidad iba disipándose poco a poco en la trinchera, retornaba una suerte de calma, aun cuando otras detonaciones enormes, solemnes, seguían sonando en derredor pero a distancia, como un eco. Los ilesos se incorporaron más o menos salpicados de fragmentes de carne militar, colgajos terrosos que ya les arrancaban disputándoselos las ratas, entre los restos de cuerpos diseminados, una cabeza sin mandíbula inferior, una mano con su alianza, un pie solo en su bota, un ojo.
Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un casco de proyectil rezagado surgió, sin que se supiera cómo no de dónde, breve como una posdata. Era un casco de hierro colado en forma de hacha pulida neolítica, ardiente, humeante, del tamaño de una mano, afilado como un grueso casco de vidrio. Como si se tratara de solventar un asunto personal y sin molestarse en mirar a los demás, surcó el aire directamente hacia Anthime, que estaba incorporándose y, sin mediar palabra, le seccionó limpiamente el brazo derecho, debajo mismo del hombro.
Cinco horas después, en la enfermería de campaña, todo el mundo felicitó a Anthime. Sus compañeros manifestaron lo mucho que envidiaban tan excelente herida, una de las mejores que cupiera imaginar, grave, eso sí, e invalidante, pero bien mirado no más que tantas otras, anhelada por todos ellos, pues era de las que garantizan a uno alejarlo para siempre del frente. Era tal el entusiasmo entre los hombres acodados en sus parihuelas y agitando los quepis -al menos aquellos, no demasiado averiados, que podían hacerlo-, que Anthime no se atrevió casi a quejarse ni a gritare de dolor, ni a echar en falta su brazo, de cuya desaparición, por lo demás, no acababa de tener conciencia. Como tampoco la tenía, a decir verdad, de aquel dolor ni de la situación del mundo en general, ni se planteó, pues veía a los demás sin verlos, que en lo sucesivo, él ya solo podría acodarse por un lado. Cuando salió del coma y de lo que hacía las veces de bloque operatorio, con los ojos abiertos pero mirando al vacío, tan solo le pareció, sin saber muy bien porqué, habida cuenta de aquellas risas, que debía de haber algún motivo para alegrarse. Algún motivo como para casi avergonzarse de su estado, sin tampoco saber muy bien porqué: como si reaccionase mecánicamente a las ovaciones de la enfermería, para sintonizar con ella, dejó escapar una risa en forma de largo espasmo, que sonó como un relincho, haciendo enmudecer de inmediato a todo el mundo, hasta que una potente inyección de morfina lo devolvió a la ausencia de las cosas”.
Fragmento de la novela “14” (2012).