«Así vivían, ellos y sus amigos, en sus pisitos simpáticos abarrotados de cosas, con sus salidas y sus películas, sus grandes comidas fraternales, sus proyectos maravillosos. No eran desgraciados. Cierta dicha de vivir, furtiva, evanescente, iluminaba sus días. Ciertas tardes, después de cenar, dudaban en levantarse de la mesa; acababan una botella de vino, comían nueces, encendían cigarrillos. Ciertas noches no conseguían dormirse, y, medio sentados, recostados en las almohadas, con un cenicero entre ambos, hablaban hasta la madrugada. Ciertos días paseaban charlando horas enteras. Se miraban sonriendo en los espejos de los escaparates. Les parecía que todo era perfecto; andaban libremente, sus movimientos eran ágiles, el tiempo ya no parecía afectarles. Les bastaba con estar allí, en la calle, un día de frío, de fuerte viento, bien abrigados, al caer la tarde, dirigiéndose sin prisa pero a buen paso, hacia una casa amiga, para que el menor de sus gestos -encender un cigarrillo, comprar un cucurucho de castañas calientes, deslizarse por entre la muchedumbre a la salida de la estación- les pareciese la expresión evidente, inmediata, de una felicidad inagotable.
O bien, ciertas noches de verano, andaban largo tiempo por barrios desconocidos. Una luna perfectamente redonda brillaba alta en el cielo y proyectaba sobre todas las cosas una luz afelpada. Las calles, desiertas y largas, anchas, sonoras, resonaban bajo sus pasos sincrónicos. Pasaba algún que otro taxi, lentamente, casi sin hacer ruido. Entonces se sentían dueños del mundo. Experimentaban una exaltación desconocida, como si hubieran sido poseedores de secretos fabulosos, de fuerzas indecibles. Y cogiéndose de la mano, echaban a correr, jugaban a la rayuela, o corrían a la pata coja a lo largo de las aceras y vociferaban al unísono las grandes arias de ‘Cosi fan tutte’ o de la ‘Misa en si'».
Fragmento de la novela «Las Cosas» (1965)