«En la abigarrada y cambiante vida de Franz Liszt -un compositor extraordinariamente longevo en el contexto del siglo XIX, pues vivió 74 años- hay dos aspectos, como mínimo, que llaman la atención. Uno de ellos está íntimamente asociado a la idea que el músico se hacía de su oficio de intérprete y ha ejercido una notable influencia en la evolución del gusto del público melómano; el otro remite a la sorprendente vitalidad de Liszt, a su aptitud para desarrollar simultáneamente su carrera musical y una vida repleta de aventuras y cambios. En efecto, Liszt inventó el moderno recital de piano y también encarnó el prototipo del artista seductor, una especie de Don Juan que busca hacer de su vida amorosa una obra de arte. Vale la pena detenerse en estas dos facetas: el virtuoso revolucionario y el seductor empedernido.
En una carta dirigida a la princesa Belgioioso, Liszt hace un guiño al absolutismo de Luis XIV y su célebre afirmación de que ‘El Estado soy yo’, y escribe ‘El concierto soy yo. La frase podría no ser más que un alarde de vanidad pretenciosa, pero lo cierto es que este músico inventó y popularizó un nuevo formato de concierto solista. Sin duda, en buena medida el concierto ‘a la Liszt’ derivaba su atractivo del virtuosismo de su creador, admirado y aplaudido desde la temprana adolescencia. Por otra parte, a la indudable genialidad musical, Liszt sumaba un talento genuino para la puesta en escena que convertía sus apariciones ante el público en verdaderos espectáculos. Con todo, él mismo era consciente de los peligros que para una apreciación cabal de su arte podía entrañar su reputación de virtuoso. Antes aún de dar a conocer esta faceta, advertía, a propósito del violinista Niccolò Paganini, otro mago de su instrumento idolatrado por el público: ‘Ojalá el artista del futuro sepa desdeñar el papel vanidoso y egocéntrico que deseamos haya tenido su último y más brillante exponente en Paganini. Que aprenda a marcarse metas dentro y no fuera de sí mismo, y que el virtuosismo sea para él un medio y no un fin’.
Liszt gozaba además de una memoria prodigiosa, que le permitía recordar cualquier partitura, por compleja que fuera, así como de una habilidad especial para interpretar a la perfección piezas musicales mientras las descifraba en público. En torno a su comportamiento en los conciertos floreció toda una literatura denigratoria, en la que el músico era presentado como una especie de atracción de feria. Alguna base real tenían esas crónicas sensacionalistas; por ejemplo, el joven Liszt mostraba en alguna ocasión su entusiasta emoción lanzando vistosamente sus guantes al escenario. Además, consciente de su atractivo físico, adoptaba poses ‘interesantes’, mientras lanzaba miradas arrebatadoras a las damas. La impresión que causaba puede medirse en la reacción de una escritora tan poco dada a la exaltación romántica como George Eliot, quien declaraba que el rostro del músico era ‘sencillamente extraordinario’.
Anécdotas como esta, sin embargo, no deben ocultar lo esencial: Liszt fue el primer pianista virtuoso que se atrevió a desdeñar los salones, con todo lo que conllevaban, ascendiente social, obtención de favores y renombre garantizado. De hecho, los historiadores consideran que ejerció una influencia determinante en el acceso a los conciertos de música de un público que, aunque no exactamente popular, era más amplio y socialmente diverso que la casta aristocrática y burguesa que frecuentaba en exclusiva los salones».
Texto de Ana Nuño extraído del número 21 de la colección «Gran Selección Deutsche Grammophon» (RBA Coleccionables, España,
2006)