«Entré en la celda. El acero chocó contra el acero. Estaba encerrado. El entorno de sobra conocido del jergón, el váter sin tapa, el lavabo con grifo de botón y los grafitis grabados en las paredes pintadas formó un amalgama que rompió en añicos mi coraza de frialdad. Solo hay que imaginar el huracán emocional de un hombre que, después de ocho años de condena, pasa en libertad menos de una semana y vuelve a encontrarse de nuevo entre rejas, sin haber cometido ningún delito. Me vi envuelto en una vorágine de soledad, rabia y desesperación que desembocó en un llanto enloquecido y cegador. ‘Oh, por favor, ayúdame’ , supliqué en silencio. Era una súplica dirigida a la Fortuna, al Destino, a Dios o a un poder anónimo, una súplica que todo hombre pronuncia alguna vez a lo largo de su vida.
Dominado por un tormento insoportable, estupefacto, me lancé al camastro y enterré la cara en la almohada -una almohada grasienta por el paso de otros cientos de cabezas-, para que nadie pudiera oír mi enfurecida rendición ante el abatimiento. Durante horas intenté encontrar una razón que justificara lo que estaba ocurriendo, pero no hallé ninguna; a menos que ocho años no hubieran sido castigo suficiente. Tenía que haber alguna razón, en alguna parte, que justificara aquel sufrimiento. Si no había ninguna, si no había justicia, mi salud mental peligraba.
El torbellino de rabia me mareó. Poco después, estaba hecho un trapo, y sentí oleadas de desesperación tan inmensas que consideré la posibilidad del suicidio como huida de aquel tormento. No se trataba de aquel momento de sufrimiento, que era simplemente un ejemplo de toda mi vida. Así habían sido siempre las cosas y así seguirían. ¿Por qué tenía que sufrir en vano? La lógica dictaba el suicidio, pero es más fácil articular un pensamiento lógico que llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias, sobre todo en lo que respecta a la muerte. El cuerpo se rebela ante la inconsciencia. Al llegar al borde del suicidio, volví en mí.
Lo peor de mi dilema era la incapacidad para encontrar un bastión de fe que mitigara los golpes de la existencia, que hiciera más soportable mi situación. No tenía ningún dios que soportara mis cargas. El dolor sin sentido es el más difícil de soportar. Mis pensamientos angustiados no tenían más sentido que el zumbido de un mosquito delante de una ventana.
Sumido en aquel abismo estéril, en aquel vacío, estallé de indignación. Era una ira que iba más allá del odio. Abarcaba a Dios y al hombre. Seguía los estertores de mi fe en mi condición de ser humano y en lo que la humanidad consideraba que era el bien. No solo se habían truncado todas mis esperanzas, sino que el deseo también estaba muerto y enterrado. Los resultados de la prueba de orina no tardarían en llegar del laboratorio. Volvería a estar en la calle. Y aunque me devolvieran a la cárcel y pasara más años allí, mi elección vital salía reforzada, si es que algo absoluto puede amplificarse.
Me declaraba en guerra contra la sociedad, o quizás solamente renovaba mi contienda. Se había acabado la duda y la desazón. Me declaraba liberado de todas las normas, excepto de las que yo quería aceptar, y aquéllas que cambiaría según mis deseos. Cogería todo lo que quisiera. Sería lo que yo era, un delincuente, pero de verdad. Mi decisión de optar por la delincuencia y el abandono absoluto de las constricciones sociales -a menos que la sociedad fuera capaz de imponérmelas a la fuerza- era también mi verdad. Otros podrían decidir acaparar tanto poder como pudieran. La delincuencia era mi vida, donde me sentía cómodo y no desgarrado en mi interior. Y aunque era una libre elección, también era mi destino. La sociedad me había convertido en lo que era -y me había aislado, por temor a aquello que la sociedad misma había creado- y yo me regodeaba con mi condición. Si se negaban a dejarme vivir en paz, yo no quería hacerlo. En aquella penosa semana había sido desgraciado, desgraciado en mis pensamientos. ¡A la mierda la sociedad! ¡A la mierda su juego! Ni aunque tuviera muchas posibilidades, ¡a la mierda también! Por lo menos me quedaba la integridad de mi alama, tenía control sobre mi pequeña parcela de infierno, por pequeña que fuera, aunque estuviera confinada al interior de mi cabeza.
Cuando llegó la mañana me sentía fuerte. Había superado la indecisión”.
Fragmento de la novela “No Hay Bestia Tan Feroz” (1973)