“Bruno está apoyado en el lavabo. Se ha quitado la chaqueta del pijama. Los pliegues de su barriguita blanca caen sobre la porcelana del lavabo. Tiene once años. Quiere lavarse los dientes, como todas las noches; espera acabar de asearse sin incidentes. Pero Wilmart se acerca, al principio solo, y empuja a Bruno en el hombro. Bruno empieza a retroceder, temblando de miedo; sabe más o menos lo que viene después. ‘Dejadme…’, dice con voz débil. Ahora se acerca Pelé. Es bajito, recio y tremendamente fuerte. Abofetea con violencia a Bruno, que se echa a llorar. Luego le empujan al suelo, lo cogen de los pies y empiezan a arrastrarlo. Cerca de los servicios, le arrancan el pantalón del pijama. Tiene un sexo menudo, todavía infantil, sin vello. Lo cogen de los pelos entre dos, le obligan a abrir la boca. Pelé le frota una escobilla de váter por la cara. Bruno siente el sabor a mierda. Grita. Brasseur se une a los otros; tiene catorce años, es el mayor de sexto. Saca la polla, que a Bruno le parece enorme y gruesa. Se coloca de pie sobre él y mea en su cara. El día antes ha obligado a Bruno a chupársela, y luego a lamerle el culo; pero esta noche no tiene ganas. ‘Clément, no tienes pelos en el rabo; hay que ayudarlos a crecer…’ A una señal, los tres le untan crema de afeitar en el sexo. Brasseur abre una navaja de afeitar y acerca la hoja. Bruno se caga de miedo.
Una noche de marzo de 1968, un vigilante lo encontró desnudo y cubierto de mierda, acurrucado en los servicios del fondo del patio. Le hizo ponerse el pijama y lo llevó a ver a Cohen, el vigilante general. Bruno tenía miedo de que lo obligase a hablar; temía pronunciar el nombre de Brasseur. Pero Cohen, aunque lo habían sacado de la cama en mitad de la noche, lo recibió con dulzura. Al contrario que los vigilantes que estaban a sus órdenes, él trataba de usted a los alumnos. Era su tercer internado, y no el más duro; sabía que las víctimas casi siempre se niegan a denunciar a sus verdugos. Lo único que podía hacer era sancionar al vigilante responsable del dormitorio de sexto. La mayoría de los padres tenían a aquellos niños abandonados; él representaba para ellos la única autoridad. Tendría que haberlos vigilado más de cerca, intervenir antes de las faltas; pero no era posible, solo había cinco vigilantes por doscientos alumnos. Cuando Bruno se fue, preparó un café y hojeó las fichas de sexto. Sospechaba de Pelé y de Brasseur, pero no tenía ninguna prueba. Si conseguía arrinconarlos, estaba decidido a llegar a la expulsión; basta con unos cuantos elementos violentos y crueles para arrastrar a los demás a la ferocidad. A la mayoría de los chicos, sobre todo cuando forman pandillas, les gusta infligir humillaciones y torturas a los seres más débiles. Al principio de la adolescencia, sobre todo, el salvajismo alcanza proporciones inauditas. No se hacía la menor ilusión sobre el comportamiento del ser humano cuando no está sometido al control de la ley. Desde su llegada al internado de Meaux, había logrado hacerse temer. Sabía que, sin el último escudo de legalidad que él representaba, los malos tratos a chicos como Bruno no habrían tenido límite.
Bruno repitió sexto con alivio. Pelé, Brasseur y Wilmart pasaban a quinto, y estarían en un dormitorio diferente. Desgraciadamente, siguiendo las directivas del Ministerio tras los acontecimientos del 68, se decidió reducir los puestos de maestro internado y sustituirlos por un sistema de autodisciplina; la medida estaba en el aire desde hacía tiempo, y además tenía la ventaja de reducir los gastos salariales. Desde entonces resultaba más fácil pasar de un dormitorio a otro; los de quinto tomaron por costumbre organizar razzias entre los más pequeños al menos una vez por semana.; volvían del otro dormitorio con una o dos víctimas y empezaba la sesión. A finales de diciembre, Jean-Michel Kempf, un chico delgado y tímido que había llegado a principios del año, se tiró por la ventana para escapar de sus verdugos. La caída pudo haber sido mortal; tuvo suerte de salvarse con fracturas múltiples. El tobillo estaba muy mal, costó trabajo recuperar las astillas de hueso; quedó claro que el chico se iba a quedar cojo. Cohen organizó un interrogatorio general que reforzó sus sospechas; a pesar de las negativas, expulsó a Pelé durante tres días.
Prácticamente todas las sociedades animales funcionan gracias a un sistema de dominación vinculado a la fuerza relativa de sus miembros. Este sistema se caracteriza por una estricta jerarquía; el macho más fuerte del grupo se llama ‘animal alfa’; le sigue el segundo en fuerza, el ‘animal beta’, y así hasta el animal más bajo en la jerarquía, el ‘animal omega’. Por lo general, las posiciones jerárquicas se determinan en los rituales de combate; los animales de bajo rango intentan mejorar su posición provocando a los animales de rango superior, porque saben que en caso de victoria su situación mejorará. Un rango elevado va acompañado de ciertos privilegios: alimentarse primero, copular con las hembras del grupo. No obstante, el animal más débil puede evitar el combate adoptando una postura de ‘sumisión’ (agacharse, presentar el ano). Bruno se hallaba en una situación menos favorable. La brutalidad y la dominación, corrientes en las sociedades animales, se ven acompañadas ya en los chimpancés (‘Pan Troglodytes’) por los actos de crueldad gratuita hacia el animal más débil. Esta tendencia alcanza el máximo en las sociedades humanas primitivas, y entre los niños y adolescentes de las sociedades desarrolladas. Más tarde aparece la ‘piedad’, o identificación con el sufrimiento del prójimo; esta piedad se sistematiza rápidamente en forma de ‘ley moral’. En el internado del liceo de Meaux, Jean Cohen representaba la ley moral, y no tenía la menor intención de apartarse de ella. No le parecía abusivo en absoluto la utilización que los nazis habían hecho de Nietzsche; al negar la compasión, al situarse más allá de la ley moral, al establecer el deseo y el reino del deseo, el pensamiento de Nietzsche conducía naturalmente al nazismo, en su opinión. Teniendo en cuenta su antigüedad y su nivel de diplomas, podrían haberlo nombrado director de instituto; seguía en el puesto de vigilante general por su propia voluntad. Dirigió cartas a la inspección académica para quejarse de la reducción de puestos de maestro de internado; las cartas no tuvieron el menor efecto.
En un zoo, un canguro macho (‘macropodidés’) se comportará a menudo como si la posición vertical de su guardián fuera un desafío al combate. La agresión del canguro puede evitarse si el guardián adopta una postura inclinada, característica de los canguros apacibles. Jean Cohen no tenía ninguna gana de convertirse en un canguro apacible. La maldad de Michel Brasseur, estadio evolutivo normal de un egoísmo normal ya presente en animales menos evolucionados, había dejado cojo para siempre a uno de sus compañeros; en chicos como Bruno, era probable que causase daños psicológicos irreversibles. Cuando llamó a Brasseur a su despacho para interrogarle los hizo sin la menor intención de ocultarle su desprecio, ni su propósito de conseguir que lo expulsaran.
Todos los domingos por la tarde, cuando su padre lo llevaba de vuelta en el Mercedes, Bruno empezaba a temblar según se acercaban a Nanteuil-lex-Meaux. La sala de visitas del liceo estaba decorada de bajorrelieves que representaban a los antiguos alumnos más célebres: Courteline y Moissan. Georges Courteline, escritor francés, es autor de relatos que presentan con ironía el absurdo de la vida burguesa y administrativa. Henri Moissan, químico francés (premio Nobel en 1906) desarrolló el uso del horno eléctrico y aisló el silicio y el flúor. Su padre siempre llegaba a tiempo para la cena de las siete. Por lo general, Bruno solo conseguía comer a mediodía, en la comida con los semipensionistas; por la noche, solo estaban los internos. Eran mesas de ocho; los mayores ocupaban los primeros sitios. Se servían en abundancia y luego escupían en el plato para que los pequeños no pudieran tocar el resto.
Todos los domingos Bruno se preguntaba si debía hablar con su padre, y al final concluía que era imposible. Su padre pensaba que era bueno que un chico aprendiera a defenderse; y era verdad que algunos de su misma edad contestaban, se enfrentaban a los mayores, al final lograban hacerse respetar. A los cuarenta y dos años, Serge Clément era un hombre ‘de éxito’. Mientras que sus padres eran dueños de una tienda de ultramarinos en Petit-Clamart, él ya tenía tres clínicas especializadas en cirugía estética: una en Neully, otra en Véniset y la tercera en Suiza, cerca de Lausana. Además, cuando su mujer se fue a vivir a California, él recuperó la administración de la clínica de Cannes, enviándole la mitad de los beneficios. Hacía tiempo que había dejado de operar; pero era, como suele decirse, un buen ‘gestor’. No sabía muy bien cómo tratar a su hijo. Le tenía cierto cariño, a condición de que no le robara demasiado tiempo; se sentía culpable. Los fines de semana que tenía a Bruno en casa, solía abstenerse de recibir a sus amantes. Compraba platos preparados, cenaban los dos juntos; luego miraban la televisión. No sabía jugar a ningún juego. A veces Bruno se levantaba durante la noche e iba al frigorífico. Echaba cereales en un tazón, añadía leche y nata fresca; lo cubría todo con una gruesa capa de azúcar. Después se lo tomaba. Se tomaba varios tazones, hasta sentirse asqueado. Le pesaba el vientre. Eso le gustaba”.
Extracto del libro «Las Partículas Elementales» (1998)
«Os declaro formalmente que no me someto a mi infelicidad ni doblo la cerviz ante el destino ni pacto con él, como hacen muchos de mis semejantes. Tengo la osadía de desear la muerte y desearla por encima de todas las cosas, con tanto ardor y tanta sinceridad, como creo firmemente que pocos la apetecen en el mundo. No os hablaría así si no estuviera perfectamente convencido de que, llegada la hora, los hechos no van a desmentir mis palabras. Porque aunque yo no vea aún el fin de mi vida, tengo en lo profundo de mi alma la impresión, casi la seguridad, de que mi hora no está muy lejana. Estoy demasiado maduro para la muerte. Me parece demasiado absurdo e increíble tener que durar aún cuarenta o cincuenta años (con tantos me puede amenazar la naturaleza) cuando me siento como muerto espiritualmente, y concluida en mí, en todos sus aspectos, la fábula de la vida. Esta sola amenaza me estremece. Pero como nos sucede con todos los males que vencen, por decirlo así, la fuerza de la imaginación, todo esto me parece un sueño y una ilusión imposible de realizar. Es más, si alguien me habla de un porvenir lejano como cosa que me pertenece, no puedo menos que sonreír para mis adentros; tan grande es mi confianza en que el camino que me queda no es largo. Este único pensamiento, puedo decirlo, me sostiene.
Libros y estudios que a veces me sorprendo de haber amado tan intensamente, grandes proyectos y esperanzas de gloria e inmortalidad, son cosas de las cuales he dejado hasta de reírme. De los planes y esperanzas de este siglo no me río: deseo para ellos con toda el alma la mejor ventura. Alabo, admiro y honro sincera y profundamente toda buena voluntad; pero no tengo ninguna envidia a los descendientes ni a los que hayan de vivir largo tiempo. En otros tiempos envidié a los tontos, a los estúpidos, a los que tienen gran concepto de sí mismos. Gustoso me hubiera cambiado por uno de ellos. Hoy ya no envidio ni a los tontos, ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles, ni a los poderosos. Envidio tan solo a los muertos y únicamente por ellos me cambiaría. Toda imagen placentera, toda idea del porvenir que yo me forjo, que vive en mi soledad y me sirve para pasar el tiempo, se refiere tan solo a la muerte, y no se aleja de ella.
En este deseo, los recuerdos y los sueños de la niñez y el pensamiento de haber vivido inútilmente ya no me perturban, como solían. Si alcanzo la muerte, moriré tan tranquilo y contento como si nunca hubiese esperado y deseado otra cosa en el mundo. He aquí el único beneficio que puedo conciliarme con mi destino. Si me ofreciesen por un lado la fortuna y la gloria de César o de Alejandro Magno, limpias de toda mancha, y por otro morir hoy mismo y tuviese que elegir, diría: ‘¡Morir hoy!’ No quisiera ni tener tiempo para decidirme”.
“Últimas Palabras De Tristán A Un Amigo” («Opúsculos Morales”, 1827)
«La realidad, sin imaginación, es la mitad de realidad».
-«La libertad es un fantasma. Esto lo he pensado seriamente y lo creo desde siempre. Es un fantasma de niebla. El hombre lo persigue, cree atraparlo, y solo le queda un poco de niebla entre las manos».
-«De mis obsesiones no me preocupo. ¿Por qué crece la hierba en el jardín? Porque está abonado para eso».
-«Me parecen muy atractivos unos muslos por los que chorrea algo viscoso, porque la piel se hace más cercana, parece que no solo estamos viéndola, sino además tocándola».
-«Dadme dos horas de actividad al día y me pasaré las veintidós restantes soñando».
-«El sueño es indirigible. No se ha descubierto su secreto. Ojalá pudiera yo orientar mis sueños según mis deseos. Entonces… no me despertaría nunca».
-«El surrealismo no era para mí una estética, un movimiento de vanguardia más, sino algo que comprometía mi vida en una dirección espiritual y moral. No pueden ustedes imaginarse la lealtad que exigía el surrealismo en todos los aspectos».
-«No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaban el humor y la poesía que encontrábamos en él».
-«Dejé de ser religioso en la adolescencia. pero, ¿creen ustedes que no tengo todavía en mi forma de pensar muchos elementos de mi formación cristiana? Entre otras muchas cosas, una ceremonia en honor de la Virgen, con las novicias con sus hábitos blancos y su aspecto de pureza, puede conmoverme profundamente».
-«De todos los seres humanos que he conocido, Federico (García Lorca) fue el mejor. No me refiero a sus obras de teatro ni a su poesía, sino a él como persona. Él era su obra maestra».
-«Los niños y los enanos han sido los mejores actores de mis películas».
-«Dalí me dijo: ‘Yo anoche soñé con hormigas que pululaban en mi mano’. Y yo: ‘Hombre, pues yo he soñado que le cortaba el ojo a alguien’. En seis días escribimos el guión. Estábamos tan identificados que no había discusión».
-«Yo no creo en el progreso social. Solo puedo creer en unos pocos individuos excepcionales de buena fe aunque fracasen, como Nazarín».
-«El misterio es el elemento clave en toda obra de arte».
-«Se proyectaba ‘Un Perro Andaluz’ y yo manejaba el gramófono. Arbitrariamente ponía aquí un tango argentino, allá ‘Tristán e Isolda’. Al terminar me proponía hacer una demostración surrealista, tirándole piedras al al público. Me desarmaron los aplausos».
-«El amor sin pecado es como el huevo sin sal.»
-«He conocido burgueses encantadores y discretos.¿Ustedes creen que todo lo que ha aportado la burguesía es malo? No. Algo habrá que conservar de ella».
-«Filmo para el público habitual y para los amigos, para los que van a entender tal o cual referencia, más o menos oscura para los demás. Pero procuro que estos últimos elementos no entorpezcan el discurso de lo que estoy contando».
-«Dalí sedujo a muchas mujeres, en especial a mujeres norteamericanas; pero estas seducciones acostumbraban habitualmente a consistir en hacerlas acudir a su apartamento, desnudarlas, freír un par de huevos, colocarlos en los hombros de la mujer y ponerla de patitas en la calle sin haber articulado ni una sola palabra.»
-«La moda es la manada; lo interesante es hacer lo que a uno le da la gana».
-«En Sade descubrí un mundo de subversión extraordinaria, en el que entra todo: desde los insectos hasta la sociedad humana, el sexo, la teología. En fin, me deslumbró realmente».
-«Todos somos un poco fetichistas. Aunque algunos exageran, ¿no?».
-«Estoy en contra de la caridad del tipo cristiano. Pero luego, si veo a un pobre hombre que me conmueve, le doy cinco pesos. Si no me conmueve, si me parece antipático, no le doy anda. Entonces, no se trata de caridad».
-«Me gusta acostarme y levantarme temprano, en eso soy antiespañol».
-«Los gallos o las gallinas forman parte de muchas ‘visiones’ que tengo, a veces compulsivas. Es inexplicable, pero el gallo y la gallina son para mi seres de pesadilla».
-«Soy ateo, gracias a Dios».
-«Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba».
El grueso de estas citas proceden de la edición española del libro «Luis Buñuel» (Bill Krohn. Taschen, 2005)
«Yo acabé por no escucharle, meciéndome en un mar de sueños, con súbito movimiento, apoyé el cañón de una pistola sobre mi frente, más arriba del ojo derecho. ‘Aparta eso —dijo Alberto, echando mano a la pistola—. ¿Qué quieres hacer?’ ‘No está cargada’, contesté. ‘¿Y qué importa?, ¿Qué quieres hacer?’ —repitió con impaciencia—. ‘No comprendo que haya quien pueda levantarse la tapa de los sesos. Solo pensarlo me horroriza’.
‘¡Oh hombres!’ —exclamé— ‘¿no sabréis hablar de nada sin decir: esto es una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra es mala? ¿Qué significan todos estos juicios? Para emitirlos, ¿habéis profundizado los resortes secretos de una acción? ¿Sabéis distinguir con seguridad las causas que la producen y que lógicamente debían producirla? Si tal ocurriese, no juzgaríais con tanta ligereza’. (…) ‘¡Oh hombres de juicio!’ —exclamé sonriéndome—. ‘¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia! ¡Todo esto es letra muerta para vosotros, impasibles moralistas! Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del que sacrifica, y dais gracias a Dios, como el fariseo, porque no sois ni locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento, porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de beodo o insensato a todos los hombres extraordinarios que han hecho algo grande, algo que parecía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable ver que de quien piensa dar cima a cualquier acción noble, generosa, inesperada, se dice con frecuencia: ‘¡Está borracho! ¡Está loco!’ ¡Vergüenza para vosotros los que sois sobrios, vergüenza para vosotros los que sois sabios!'».
Extracto de la novela «Las Desventuras Del Joven Werther» (1774)
“¿En qué momento un meadero puede convertirse en una obra de arte? No cuando vosotros lo decidáis, sino cuando Marcel Duchamp, un pintor originario de la Alta Normandía, lo decidió. En 1917 Duchamp envió de manera anónima un urinario (‘fountain’ en inglés) a un jurado artístico norteamericano -del que, por otra parte, era miembro-. Escogió el objeto entre centenares de ellos, todos parecidos, en una fábrica de productos sanitarios que los manufacturaba en serie. Solo una cosa distingue a ese urinario, que ha llegado a ser célebre en todo el mundo, de otro producto de la misma fábrica pero utilizado para sus fines más habituales: la firma. Duchamp no firmó con su nombre si no con un seudónimo: R. Mutt, en referencia a un héroe de cómic (un pequeño gordo divertido, conocido entonces por la mayoría de los norteamericanos).
Los miembros del jurado ignoraban la identidad del autor de ese gesto a medio camino entre la broma sin más trascendencia y la revolución estética que desencadena. Duchamp llamó a ese objeto ‘ready-made’ (un objeto ya confeccionado si quisiéramos traducirlo palabra por palabra). Este objeto se distingue de sus semejantes por la intención del artista que impone su presencia en una sala de exposiciones. Y sigue siendo materialmente el mismo, lo fije un fontanero especializado en productos sanitarios en vuestro instituto o lo sitúe un artista en una sala de arte. Pero en el museo se carga simbólicamente de una significación distinta que en los escusados. Su función cambia, su destino también, su finalidad primera y utilitaria desaparece en beneficio de una finalidad secundaria y estética. El ‘ready-made’ entra entonces en la historia del arte y la hace bascular del lado de la modernidad.
Desde luego, se registran resistencias oficiales a este golpe de Estado estético. Se protesta contra la impostura, la broma, el camelo. Se rechaza transformar el objeto banal en objeto artístico. El urinario es un bruto, no labrado, simplemente está firmado; en cambio, las producciones artísticas habituales están elaboradas, fabricadas, y reconocidas como clásicas por la autoridades del medio. Pero las vanguardias, que quieren acabar con la vieja forma de pintar, esculpir y exponer, consiguen imponer el objeto como una pieza superior en la historia del Arte. Entonces, los antiguos y modernos se enfrentan, los conservadores y los revolucionarios, los trasnochados y los progresistas libran una batalla sin cuartel. La historia del siglo XX da la razón a Marcel Duchamp: su golpe de Estado ha triunfado, su revolución metamorfosea la mirada, la creación, la producción, la exposición artística. No obstante, algunos -todavía hoy- rechazan a Duchamp y su herencia, apelan al retorno a una época en la que bastaba con representar lo real, figurarlo, transmitirlo de la manera más fiel posible.
¿Cuál es el sentido de la revolución operada por el meadero? Duchamp da muerte a la Belleza, como otros han dado muerte a la idea de Dios (por ejemplo, la Revolución Francesa en la historia o Nietzche en filosofía). Tras este artista, no abordamos el arte teniendo en la cabeza la idea de la Belleza, sino la del Sentido, la del significado. Una obra de arte no tiene por qué ser bella, se le pide generar sentido. Durante siglos, se creaba no para representar una cosa bella, si no para lograr una bella representación de una cosa: no una puesta de sol, frutos en un frutero, un paisaje marino, un cuerpo de mujer, si no un bello tratamiento de todos esos objetos posibles. Duchamp retuerce el pescuezo de la Belleza e inventa un arte radicalmente cerebral, conceptual e intelectual.
«La Fuente» (Marcel Duchamp, 1917)
Desde Platón (428-347 a. de C.), un filósofo griego idealista (para quien la idea prima sobre lo real que se deriva de ella), la tradición ha enseñado la existencia de un mundo inteligible enteramente poblado de ideas puras: lo Bello en sí, la Verdad en sí, el Bien en sí. Fuera del mundo, inalcanzables por los efectos del tiempo, fuera de representaciones y encarnaciones, esas ideas no tenían necesidad, así se pensaba, del mundo real y sensible para existir. En cambio, según
Platón -y el pensamiento platónico, el de los individuos que lo reivindican-, una Bella cosa define un objeto que participa de la idea de Belleza, que se deriva de ella, que proviene de ella. Cuanto más próxima, íntima, es la relación que tiene con la idea de Bello, más bella es la cosa; cuanto más lejana, menos lo es. Esta concepción idealista del arte atraviesa veinticinco siglos hasta Duchamp. El meadero da muerte a esta visión platónica del mundo estético.
Duchamp asesta otro golpe mortal: el de los soportes. Antes de él, el artista trabaja materiales nobles -el oro, la plata, el mármol, el bronce, la piedra, el lienzo, el muro de una iglesia, etc.-. Tras él, todos los soportes se hacen posibles. Y vemos, en la historia del arte del siglo XX, surgir materiales en modo alguno nobles, incluso innobles en el sentido etimológico: así, excrementos (Manzoni), cuerpos (los artistas del Body-Art francés o del Accionismo vienés), sonido (John Cage, La Monte Young), el meadero (Duchamp), la grasa, fieltro hecho con pelo de conejo (Beuys), luz (Viola, Turrell), plástico, tiempo, televisión (Nam Jun Paik), concepto (On Kawara) y lenguaje (Kosuth), basura (Arman), carteles desgarrados (Hains), etc. De donde viene otra revolución integral, la de los objetos posibles y las combinaciones pensables.
Esta revolución es tan radical que siempre tiene opositores -vosotros, quizá-; casi siempre, los que no poseen el descodificador de ese cambio de época lo rechazan -como se rechazaría la electricidad para preferir la lámpara de petróleo o el avión para preferir la diligencia-. Algunos lamentan esta ruptura en la forma de ver el mundo artístico para preferir las técnicas clásicas anteriores a la abstracción: las escenas de Poussin, en el siglo XVIII, que dan la impresión de una fotografía y una inmensa habilidad técnica; las mujeres de Rubens, en el siglo XVIII, que retozan en el campo y se parecen a la vecina desnuda que podemos ver por nuestra ventana; las manzanas de Cezanne, en el siglo XIX, incluso si se parecen poco a los frutos reales con los que se hace la compota. Nos gusta o no nos gusta Duchamp, sin duda, pero no podemos dejar de admitir lo que hace la historia del siglo XX: el arte de hoy no puede ser semejante al arte de ayer o antes de ayer. Hay que rendirse a la evidencia. ¿Qué sentido tendría para vosotros vivir lo cotidiano vestidos con los trajes que se llevaban en tiempos de la Revolución Francesa? Sois muy libres de no aceptar el arte contemporáneo. Pero al menos, antes de juzgar y condenar, comprendedlo, intentad descodificar el mensaje oculto por el artista, y solo después tiradlo a la basura si aún lo deseáis…
Duchamp da plenos poderes al artista, que decide lo que es del arte y los que no lo es. Pero también da poderes a otros actores que hacen arte igualmente: los galeristas que aceptan exponer tal o cual obra, los periodistas y críticos que escriben artículos para dar cuenta de una exposición, los escritores que redactan el prefacio de los catálogos y apoyan a uno u otro artista, los directores de museos que instalan en sus salas objetos que acceden así al rango de objetos de arte. Pero vosotros también, los observadores, formáis parte de los mediadores, sin los cuales el arte es imposible. Duchamp pensaba que es el observador el que hace el cuadro. Una verdad que vale para todas las obras y todas las épocas: aquel que se detiene y medita delante de la obra (clásica o contemporánea) la crea tanto como su diseñador.
De ahí la función esencial confiada al espectador -vosotros-. Y una confianza importante, un optimismo radical por parte del creador. En efecto, la hipótesis modernista sostiene que la gente sin información que comienza por rechazar el arte contemporáneo y lo considera carente de valor no va a quedarse allí y se decidirá por una iniciación capaz de revelarle las intenciones del artista y el código de la obra. El arte contemporáneo, más que otros, exige una participación activa del observador. Pues podemos contentarnos, en el arte clásico, con extasiarnos ante la habilidad técnica del artesano que pinta su motivo con parecido y fidelidad, podemos asombrarnos con la ilusión más o menos grande producida por una pintura que da la impresión de ser verdadera o de una escultura a la que no parece faltar más que la palabra. Pero desde el urinario, la Belleza está muerta, el Sentido la ha reemplazado. Os toca a vosotros hacer venir, buscar y encontrar las significaciones de cada obra, pues todas funcionan a la manera de un puzle o de un jeroglífico”.
Texto extraído del libro “Antimanual De Filosofía” (Michel Onfray, 2001)
“¿No habéis oído hablar de ese hombre loco que, en pleno día, encendió un farol y echó a correr por la plaza pública, gritando sin cesar, ‘¡Busco a Dios, busco a Dios!’? Como allí había muchos que no creían en Dios, su grito provocó la hilaridad. ‘Qué, ¿se ha perdido Dios?’, decía uno. ‘¿Se ha perdido como un niño pequeño?’, preguntaba otro. ‘¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?’- Así gritaban y reían con gran confusión.
El loco se precipitó en medio de ellos y los traspasó con la mirada: ‘¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir’, les gritó. ‘¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos podido hacer eso? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Y quién nos ha dado la esponja para secar el horizonte? ¿Qué hemos hecho al separar esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde se dirigen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos incesantemente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer, cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender faros en pleno mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿Nada olfateamos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa sangre? ¿Qué agua podrá purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué juegos nos veremos forzados a inventar? ¿No es excesiva para nosotros la grandeza de este acto? ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso y las futuras generaciones serán, por este acto, parte de una historia más alta de lo que hasta el presente fue la historia’.
Aquí calló el loco y miró de nuevo a sus oyentes; ellos también callaban, y le miraban perplejos. Por último, arrojó al suelo el farol, que se apagó y rompió en mil pedazos: ‘He llegado demasiado pronto, dijo. No es aún mi hora. Este gran acontecimiento aún está en camino, todavía no ha llegado a oídos de los hombres. Es necesario dar tiempo al relámpago y al trueno, es necesario dar tiempo a la luz de los astros, tiempo a las acciones, cuando ya han sido realizadas, para ser vistas y oídas. Este acto está más lejos de los hombres que el acto más distante; y, sin embargo, ellos lo han realizado’
«El Hombre Loco». Aforismo 125 de «La Gaya Ciencia” (1882)