“PETER PAN.– No estoy triste. Pero no consigo pegarme a mi sombra. WENDY.- Yo te la coseré para que no se vuelva a escapar. PETER PAN.- ¿Qué es coser? WENDY.- ¿No lo sabes? A ver, siéntate aquí. A lo mejor te duele un poquito. PETER PAN.- Yo nunca lloro. WENDY.- ¿Cuántos años tienes? PETER PAN.- No lo sé, pero soy muy joven. Me escapé casi el día en que nací. WENDY.- ¿Que te escapaste? ¿Por qué? PETER PAN.- Porque oí lo que papá y mamá decían que sería cuando fuera mayor. Cuando me hiciese un hombre. Y yo quiero ser siempre un niño y pasármelo bien. Así que me escapé un día del jardín de infancia y hasta ahora he vivido entre las hadas. WENDY.- ¿Conoces a las hadas? PETER PAN.- Sí, pero ya están casi todas muertas. (Ante la sorpresa de Wendy). Verás, Wendy, cuando el primer niño se puso a
reír por primera vez, la risa se partió en mil pedazos que se desperdigaron por todas partes, y ése fue el principio de las hadas. Y ahora, cuando nace un nuevo niño, su primera risa se convierte en un hada. Así que tendría que haber un hada por cada chico y por cada chica. WENDY.- ¿Tendría que haber? ¿Es que no las hay? PETER PAN.- ¡Ay, no! Ahora los niños saben demasiado. No tardan nada en dejar de creer en las hadas, y cada vez que un niño dice “No creo en las hadas”, en algún lugar un hada cae muerta”.
Extracto de la obra teatral “Peter Pan” (James Matthew Barrie, 1904)
“Sucedió que en medio de las diversiones propias del invierno londinense, en varias fiestas de las personas más significadas de la buena sociedad, apareció un noble que destacaba más por sus peculiaridades que por su rango. Contemplaba el regocijo de su alrededor como si no pudiera participar en él. Aparentemente, solo la suave risa de los demás llamaba su atención, y con una sola mirada podía acallarla, y meter el miedo en aquellos pechos en los que reinaba la despreocupación. Los que percibían esta sensación de reverente temor que provocaba no podían explicar cuál era su causa: algunos la atribuían a unos ojos grises e inertes, que al fijarse sobre los rostros parecía no verlos, pero cuya mirada penetraba hasta lo más recóndito de los corazones; caía a plomo sobre una mejilla y se quedaba sobre la piel que no podía atravesar.
Sus peculiaridades hicieron que se le invitase a todas las casas; todo el mundo quería verlo, y quienes estaban acostumbrados a la excitación violenta, y ahora experimentaban el peso del aburrimiento, se alegraron de tener algo capaz de atraer su atención. A pesar de la palidez de su rostro, cuyos rasgos eran sin embargo hermosos y agradables, y de que nunca adquiría color, ni por el rubor de la modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, muchas de las féminas que iban detrás de la notoriedad intentaron ganarse sus atenciones y atisbar al menos alguna señal de algo que pudiera llamarse afecto. Lady Mercer, que había sido objeto de burla por todos los monstruos a los que había arrastrado a su dormitorio desde su boda, se interpuso en su camino, y, salvo ponerse un traje de saltimbanqui hizo de todo por llamar su atención, pero en vano; cuando se plantaba delante de él, si bien en apariencia sus ojos se fijaban en los de ella, no parecía darse cuenta de su presencia. Pese a su conocido descaro, la mujer finalmente se sintió frustrada y abandonó su intento. Pero aunque consumadas adúlteras no consiguieran de él ni siquiera una mirada, a este extraño personaje el sexo femenino no le era indiferente; sin embargo, era tal la discreción con que hablaba con la esposa virtuosa y con la hija inocente, que pocos se daban cuenta de que se dirigiera a las mujeres. Poseía, sin embargo, reputación de ser muy buen conversador, y ya fuese porque gracias a eso lograba que se sobrepusieran al espanto de su carácter singular, o bien porque las conmoviera su aparente rechazo del vicio, tanto se lo podía encontrar entre las mujeres que constituyen el orgullo de su sexo por sus virtudes domésticas, como las que lo avergüenzan con sus vicios”.
“Quiso enterarse de si tenía una amante, una atadura cualquiera que le impidiese acercarse a ella, que explicara su extraña conducta. Si se enteraba sufriría mucho, pero al menos sabría la verdad, y tal vez podía esperar que con algo de tiempo su belleza acabara imponiéndose. Salió de casa decidida a preguntar enseguida, pero luego, dominada por el miedo, no se atrevía. En el último momento, lo que la impulsó a hacerlo no fue tanto el deseo de saber la verdad como la urgencia de hablar de Lepré a los demás y el encanto triste de evocarlo en vano por todas partes cuando él no estaba. Tras la cena, dijo a dos hombres que estaban cerca de ella y que hablaban de todo con bastante libertad:
-Díganme, ¿conocen bien a Lepré?
-Le vemos todos los días desde siempre, pero no somos muy amigos.
-¿Es un tipo encantador?
-Sí, es un tipo encantador.
-Bueno, tal vez puedan decirme… no se crean obligados a hablar bien de él, pues se trata de algo realmente importante para mí. Hay una joven a la que quiero con todo mi corazón y que tiene cierta inclinación hacia él. ¿Es alguien con quien una podría casarse sin temor?
Por un instante sus dos interlocutores parecieron incómodos.
-No, es algo imposible.
Muy valiente, Madeleine continuó para terminar cuanto antes:
-¿Acaso tiene una relación desde hace mucho?
-No, pero de todos modos es imposible.
-Díganme de qué se trata, díganmelo, se lo ruego.
-No.
-Pero bueno, al fin y al cabo es mejor que lo sepa, o podría imaginar algo peor o algo ridículo.
-Bueno, es lo siguiente, y creo que diciéndolo no le hacemos ningún daño a Lepré; para empezar, usted no se lo dirá a nadie; además, todo París lo sabe y en cuanto al matrimonio Lepré es demasiado honesto y respetuoso para planteárselo. Es un tipo encantador, pero tiene un vicio. Le gustan las mujeres inmundas que se recogen del fango, y le gustan con locura; a veces pasa la noche en las afueras o en los bulevares de la periferia, arriesgándose a que le maten un día, y no solo le gustan con locura, sino que además solo le gustan ellas. La mujer más encantadora de alta sociedad o la joven más ideal le resultan completamente indiferentes. Ni siquiera es capaz de fijarse en ellas. Sus placeres, sus preocupaciones y su vida están en otra parte. Los que no le conocían bien decían en otros tiempos que, dado su carácter exquisito, un gran amor podría apartarle de su vicio. Pero para ello haría falta que fuera capaz de sentirlo, y es incapaz. Su padre ya era así, y la única razón por la que no sucederá lo mismo con sus hijos es que no los tendrá”.
“En Times Square subimos a un taxi y empezamos a recorrer calles. Mary daba las direcciones y, de vez en cuando, chillaba: ‘¡Pare!’, y saltaba fuera, con la cabellera pelirroja al viento, para ir a ver a alguien. Enseguida volvía diciendo: `El camello estaba aquí hace diez minutos, pero se acaba de marchar. Ese tío tiene, pero no hay forma de que suelte nada’. Otras veces decía: `El contacto no volverá en toda la noche. Vive en el Bronx. Paremos aquí un momento. Quizá pueda encontrar a alguien en Kellog’s’. Finalmente: `Parece que nadie está en su sitio. Ya es un poco tarde para conseguir nada. Vamos a comprar unos tubos de bencedrina y después a Ronnie’s. Tienen discos antiguos en el jukebox. Podemos tomar café y colocarnos con bencedrina’. Ronnie’s era un bar cerca de la calle 52 y la Sexta Avenida, donde solía haber músicos tomando pollo frito y café a partir de la una de la madrugada. Nos sentamos y pedimos café. Mary abrió con manos expertas un tubo, sacó el papel doblado, lo rompió en tiras y me pasó tres.
-Tómalas con el café.
El papel despedía un mareante olor a mentol. Algunos de los que estaban alrededor olfatearon y sonrieron. Tuve nauseas al tragar, pero logré engullirlo. Mary puso unos cuantos discos viejos en el jukebox y llevaba el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa; tenía una expresión extática, como la de un mongólico masturbándose.
Empecé a hablar muy deprisa. Tenía la boca seca y la saliva espesa y pegajosa, y la soltaba en forma de bolas blancas -`escupir algodón’ se llama a eso-. Íbamos caminando por Times Square…”.
“Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:
-Estoy algo volado, mejor conduces tú…
Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a Las Vegas. Y una voz aulló:
-¡Dios mío! ¿Qué son esos condenados bichos?
Luego, se tranquilizó todo otra vez. Mi abogado se había quitado la camisa y se echaba cerveza por el pecho para facilitar el proceso de bronceado.
-¿Qué diablos andas gritando? -murmuró, mirando fijamente hacia arriba, hacia el sol, los ojos cerrados y protegidos con unas de esas gafas españolas que van enganchadas atrás.
-No es nada –dije-. Te toca conducir a ti.
-Pisé el freno y enfilé el Gran Tiburón Rojo hacia el borde de la carretera. Pensé que no tenía objeto mencionar aquellos vampiros. Muy pronto los vería el pobre cabrón.
Era casi mediodía, y aún teníamos que recorrer más de ciento sesenta kilómetros. Sería duro. Pero no había marcha atrás ni tiempo para descansar. Tendríamos que seguir”.
Primera página de la novela “Miedo y Asco En Las Vegas” (1971)