“Tenía entonces veintidós años y todo le divertía. El teatro le parecía una cámara de las delicias; el café un encantamiento , y Bullier con sus chicas corcoveando al son del los címbalos, echando el torso hacia atrás y lanzando gritos con el pie en alto, lo inflamaba, pues, en su arrebato, se las imaginaba sin ropa y veía humedecerse y tensarse las carnes bajo los pantalones y bajo las faldas. Con los remolinos de polvo, le llegaba todo un aroma de mujer y se quedaba allí, quieto, encantado, envidiando a los demás, que, con sus sombreros flexibles, galopaban golpeándose los muslos. Él era cojo, tímido, y no tenía dinero. No importaba, aquel suplicio era dulce; como tantos pobres diablos se contentaba con nada. Una palabra dejada caer al pasar, una sonrisa lanzada por encima del hombro lo hacían feliz y, de vuelta a casa, soñaba con aquellas mujeres y se imaginaba que las que lo habían mirado y le habían sonreído eran mejores que las otras.
¡Ay! ¡Si hubiera tenido un sueldo mejor! Sin dinero para intentar galantear a una chica en un baile, se acercaba a los puntos de acecho de los callejones, a las desgraciadas de vientres enormes, abombados hasta el suelo; se sumergía en los bulevares haciendo esfuerzos por ver el rostro perdido en la sombra; y ni la ordinariez del abigarrado maquillaje, ni el espanto de la edad, ni la ignominia de la ropa, ni lo abyecto de la habitación lo detenían. Del mismo modo que su hambre lo llevaba a devorar bazofia en las tabernas, su apetito carnal le permitía aceptar las escorias del amor. Noches había, incluso, en que, sin un céntimo, sin esperanza alguna, por tanto, de satisfacer sus apetencias, se arrastraba hasta la rue de Buci, o la rue de l’Egout, o la rue du Dragon, o la rue Neuve Guillemin, o la rue Beurrrière, para tener algún roce con mujeres; le hacía feliz cualquier invitación, y, cuando conocía alguna de aquellas busconas, hablaba con ella, intercambiaba algún saludo, luego se iba discretamente, no fuera a espantarle la clientela, y se quedaba suspirando porque llegara fin de mes, prometiéndose, para cuando tuviera su paga, alegrías extraordinarias”.
“Sherlock Holmes tomó el frasco que estaba al borde de la mesa, y la jeringa hipodérmica de la limpia cajita marroquí. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos ajustó la delicada aguja y se arremangó el brazo izquierdo. Durante unos momentos sus ojos descansaron pensativamente en el vigoroso antebrazo. Todo él, hasta la muñeca, estaba lleno de puntitos y cicatrices. Por fin clavó la afilada punta en la vena, presionó el diminuto pistón y volvió a sentarse en el sillón de terciopelo con un profundo suspiro de satisfacción.
Durante muchos meses había sido yo testigo, tres veces al día, de esta misma ceremonia, aunque la costumbre no había bastado para reconciliarme con ella (…) Una y otra vez me había jurado decir todo lo que pensaba de aquello, pero había en el talante frío y negligente de mi amigo algo que le convertía en la última persona del mundo con la que me hubiese atrevido a tomarme nada parecido a una libertad. Sus grandes facultades, su actitud señorial y mi propia experiencia de las cualidades que le distinguían, me convertían en un ser tímido y apocado a la hora de contrariarle. Pero aquella tarde, no sé si debido al Beaune que había tomado a la hora de comer, o por la exasperación adicional que añadió a la forma meditada de sus actos, sentí repentinamente que no podía aguantar más.
–¿Qué es hoy, morfina o cocaína? –pregunté.
Levantó una mirada lánguida y apartó el volumen encuadernado en piel negra que acababa de abrir.
-Es cocaína –dijo–, una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probar?
-Naturalmente que no– repuse bruscamente– . Mi constitución no ha podido recobrarse desde la campaña de Afganistán. No puedo correr el riesgo de añadir más tensiones y cargas a las que ya soporta mi cuerpo.
Sonrió ante mi vehemencia.
-Quizá tenga razón, querido Watson –dijo–. Supongo que su influencia es mala considerada desde el punto de vista físico. Sin embargo, la encuentro tan transcendentalmente estimulante y aclaradora para la mente que sus efectos secundarios no tienen importancia.
–Pero ¡piense! –dije poniéndome muy serio–. ¡Piense en el coste! Es posible que, como dice, su cerebro se estimule y excite, pero se trata de un proceso patológico, enfermizo, que supone unos cambios muy fuertes para los tejidos, y que al final podría desembocar en una debilitación permanente. Sabe muy bien qué negras reacciones le causa. No vale la pena arriesgarse tanto ¿no cree? ¿Por qué ha de arriesgarse, por un simple placer pasajero, a perder ese gran talento con el que ha sido dotado? Recuerde que le hablo no solamente como un camarada que habla a otro, sino como habla el médico a la persona de cuya salud es hasta cierto punto responsable.
No pareció ofenderse. Por el contrario, unió sus manos por la punta de los dedos y apoyó los codos en los brazos del sillón, como una persona que se dispone a disfrutar de una conversación.
–Mi mente –dijo– se rebela contra la paralización. Deme problemas, deme trabajo, deme el criptograma más abstracto, o el análisis más intrincado, y me sentiré en la atmósfera adecuada. Entonces no me harán falta los estimulantes artificiales. Pero aborrezco la gris rutina de la existencia. Ansío obtener algún tipo de exaltación mental. Por eso he elegido esta profesión especial, o la he creado, podría decir.
–¿Podría preguntarle si actualmente tiene alguna investigación profesional que realizar?
–Ninguna, por eso tomo cocaína. No puedo vivir sin tener el cerebro activo. ¿Hay alguna otra cosa por la que valga la pena vivir? ¿Merece la pena vivir para estar ahí, al lado de la ventana?, ¿Hubo alguna vez un mundo tan horrible, deprimente y estéril? Mire cómo la niebla amarilla se arremolina por la calle y se desliza entre casas de color pardo. ¿Podría haber algo más desesperadamente prosaico y material? ¿Para qué sirve tener grandes facultades, doctor, cuando no tenemos campo donde aplicarlas? El crimen es vulgar, la existencia es vulgar y no hay ninguna cualidad apreciada en la tierra que no sea vulgar”.
Fragmento de la novela “El Signo De Los Cuatro” (Arthur Conan Doyle, 1888).
“Cuando hubo acabado su relato, levantó de golpe la cabeza y miró orgullosamente a los generales prusianos. El coronel, que se retorcía el bigote, le preguntó:
‘¿No tiene usted nada más que decir?
-No, nada más; la cuenta es redonda, maté a dieciséis, ni uno más ni uno menos.
-¿Sabe usted que va a morir?
-No les he pedido gracia.
-¿Ha sido usted soldado?
-Sí. Hice una campaña, hace tiempo. Y además, ustedes mataron a mi padre, que era soldado del primer Emperador. Sin contar con que han matado a mi hijo el pequeño, François, el mes pasado, cerca de Evreux. Les debía algo, ya lo he pagado, estamos en paz’.
Los oficiales se miraban. El viejo prosiguió:
‘Ocho por mi padre, ocho por mi hijo, estamos en paz. Lo que es yo, no he querido buscarles pelea. ¡No los conozco de nada! Sé solamente de dónde vienen. Y aquí están en mi casa, mandando como si estuvieran en la suya. Me he vengado por los otros y no me arrepiento de nada’. E, irguiendo su torso anquilosado, el viejo cruzó los brazos en una actitud de humilde héroe.
Los prusianos hablaron mucho tiempo en voz baja. Un capitán, que también había perdido a su hijo el mes anterior, defendía a aquél magnánimo pordiosero. Entonces el coronel se levantó y, acercándose al viejo Milón dijo:
‘Escuche, abuelo, quizás haya un medio de salvarle la vida, y es…’
Pero el hombrecillo no lo escuchaba y con los ojos clavados en el oficial vencedor, mientras el viento agitaba el vello de su cráneo, hizo una mueca espantosa que crispó su flaco rostro surcado por la cuchillada, e, hinchando el pecho, le escupió en la cara al prusiano, con todas sus fuerzas.
El coronel, enloquecido, alzó la mano, y el hombre, por segunda vez, le escupió a la cara. Todos los oficiales se habían levantado y gritaban órdenes al mismo tiempo. En menos de un minuto, el hombrecillo, siempre impasible, fue adosado al muro y fusilado, mientras lanzaba sonrisas a Jean, su hijo mayor, a su nuera y a los dos chiquillos, que miraban, trastornados”.
“Eran las diez y cuarto. Entré en el casino con una firme esperanza y con una agitación como nunca había sentido hasta entonces. En las salas de juego había todavía bastante público, aunque solo la mitad del que había habido por la mañana. Entre las diez y las once se encuentran junto a las mesas de juego los jugadores auténticos, los desesperados, los individuos para quienes el balneario existe solo por la ruleta, que han venido solo por ella, los que apenas se dan cuenta de lo que sucede en torno suyo ni por nada se interesan durante toda la temporada sino por jugar de la mañana a la noche y quizá jugarían de buena gana toda la noche, hasta el amanecer si fuera posible. Siempre se dispersan con enojo cuando se cierra la sala de ruleta a medianoche. Y cuando el crupier más antiguo, antes del cierre de la sala a las doce, anuncia: Les trois derniers coups, messieurs!, están a veces dispuestos a arriesgar en esas tres últimas posturas todo lo que tienen en los bolsillos -y, en realidad, lo pierden en la mayoría de los casos-. Yo me acerqué a la misma mesa en la que la abuela había estado sentada poco antes. No había muchas apreturas, de modo que muy pronto encontré lugar, de pie, junto a ella. Directamente frente a mí, sobre el paño verde, estaba trazada la palabra Passe. Este passe es una serie de números desde el 19 hasta el 36 inclusive. La primera serie, del 1 al 18 inclusive, se llama Manque. ¿Pero a mí qué me importaba nada de eso? No hice cálculos, ni siquiera oí en qué número había caído la última suerte, y no lo pregunté cuando empecé a jugar, como lo hubiera hecho cualquier jugador prudente. Saqué mis veinte federicos de oro y los apunté al passe que estaba frente a mí.
–Vingt-deux!-gritó el crupier.
Gané y volví a apostarlo todo: lo anterior y lo ganado.
–Trente et un! -anunció el crupier-. ¡Había ganado otra vez!
Tenía, pues, en total, ochenta federicos de oro. Puse los ochenta a los doce números medios (triple ganancia pero dos probabilidades en contra), giró la rueda y salió el veinticuatro. Me entregaron tres paquetes de cincuenta federicos cada uno y diez monedas de oro. Junto con lo anterior ascendía a doscientos federicos de oro. Estaba como febril y empujé todo el montón de dinero al rojo y de repente volví en mi acuerdo. Y solo una vez en toda esa velada, durante toda esa partida, me sentí poseído de terror, helado de frío, sacudido por un temblor de brazos y piernas. Presentí con espanto y comprendí al momento lo que para mí significaría perder ahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.
–Rouge! -gritó el crupier-, y volví a respirar. Ardientes estremecimientos me recorrían el cuerpo. Me pagaron en billetes de banco: en total cuatro mil florines y ochenta federicos de oro (aun en ese estado podía hacer bien mis cuentas). Recuerdo que luego volví a apostar dos mil florines a los doce números medios y perdí; aposté el oro que tenía además de los ochenta federicos de oro y perdí. Me puse furioso: cogí los últimos dos mil florines que me quedaban y los aposté a los doce primeros números al buen tuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, sin embargo, un momento de expectación parecido quizá a la impresión que me produjo madame Blanchard en París cuando desde un globo bajó volando a la tierra.
–Quatre! -gritó el banquero. Con la apuesta anterior resultaba de nuevo un total de seis mil florines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahora nada, lo que se dice nada, me infundía temor, y coloqué cuatro mil florines al negro. Tras de mí, otros nueve individuos apostaron también al negro. Los crupieres se miraban y cuchicheaban entre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.
Salió el negro. Ya no recuerdo ni el número ni el orden de mis posturas. Solo recuerdo, como en sueños, que por lo visto gané dieciséis mil florines; seguidamente perdí doce mil de ellos en tres apuestas desafortunadas. Luego puse los últimos cuatro mil a passe (pero ya para entonces no sentía casi nada; estaba solo a la expectativa, se diría que mecánicamente, vacío de pensamientos) y volví a ganar, y después de ello gané cuatro veces seguidas. Me acuerdo solo de que recogía el dinero a montones, y también que los doce números medios a que apunté salían más a menudo que los demás. Aparecían con bastante regularidad, tres o cuatro veces seguidas, luego desaparecían un par de veces para volver de nuevo tres o cuatro veces consecutivas. Esta insólita regularidad se presenta a veces en rachas, y he aquí por qué desbarran los jugadores experimentados que hacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué crueles son a veces en este terreno las burlas de la suerte! Pienso que no había transcurrido más de media hora desde mi llegada. De pronto el crupier me hizo saber que había ganado treinta mil florines, y que como la banca no respondía de mayor cantidad en una sola sesión se suspendería la ruleta hasta el día siguiente. Eché mano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillo, recogí los billetes y pasé seguidamente a otra sala, donde había otra mesa de ruleta; tras mí, agolpada, se vino toda la gente. Al instante me despejaron un lugar y empecé de nuevo a apostar sin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que me salvó! Pero de vez en cuando empezaba a hurgarme un conato de cautela en el cerebro. Me aferraba a ciertos números y combinaciones, pero pronto los dejaba y volvía a apuntar inconscientemente. Estaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdo que los crupieres corrigieron mi juego más de una vez. Cometí errores groseros. Tenía las sienes bañadas en sudor y me temblaban las manos. También vinieron trotando los polacos con su oferta de servicios, pero yo no escuchaba a nadie. La suerte no me volvió la espalda. De pronto se oyó a mi alrededor un rumor sordo y risas. ‘¡Bravo, bravo!’, gritaban todos, y algunos incluso aplaudieron. Recogí allí también treinta mil florines y la banca fue clausurada hasta el día siguiente.
-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz de alguien a mi derecha. Era la de un judío de Francfort que había estado a mi lado todo ese tiempo y que, al parecer, me había ayudado de vez en cuando en mi juego.
-¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a mi izquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada que era una señora al filo de la treintena, vestida muy modesta y decorosamente, de rostro fatigado, de palidez enfermiza, pero que aun ahora mostraba rastros de su peregrina belleza anterior. En ese momento estaba yo atiborrándome el bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, y recogía el oro que quedaba en la mesa. Al levantar el último paquete de cincuenta federicos de oro logré ponerlo en la mano de la pálida señora sin que nadie lo notara. Sentí entonces grandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedos finos y delicados me apretaron fuertemente la mano en señal de viva gratitud. Todo ello sucedió en un instante. Una vez embolsado todo el dinero me dirigí apresuradamente a la mesa de trente et quarente. En torno a ella estaba sentado un público aristocrático. Esto no es ruleta; son cartas. La banca responde de hasta 100.000 táleros de una vez. La postura máxima es también aquí de cuatro mil florines. Yo no sabía nada de este juego y casi no conocía las posturas, salvo el rojo y el negro, que también existen en él. A ellos me adherí. Todo el casino se agolpó en torno. No recuerdo si pensé una sola vez en Polina durante ese tiempo. Lo que sentía era un deleite irresistible de atrapar billetes de banco, de ver crecer el montón de ellos que ante mí tenía.
En realidad, era como si la suerte me empujase. En esta ocasión se produjo, como de propósito, una circunstancia que, sin embargo, se repite con alguna frecuencia en el juego. Cae, por ejemplo, la suerte en el rojo y sigue cayendo en él diez, hasta quince veces seguidas. Anteayer oí decir que el rojo había salido veintidós veces consecutivas la semana pasada, lo que no se recuerda que haya sucedido en la ruleta y de lo cual todo el mundo hablaba con asombro. Como era de esperar, todos abandonaron al momento el rojo y al cabo de diez veces, por ejemplo, casi nadie se atrevía a apostar a él. Pero ninguno de los jugadores experimentados tampoco apuesta entonces al negro. El jugador avezado sabe lo que significa esta «suerte veleidosa», a saber, que después de salir el rojo dieciséis veces, la decimoséptima saldría necesariamente el negro. A tal conclusión se lanzan casi todos los novatos, quienes doblan o triplican las posturas y pierden sumas enormes. Ahora bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté que el rojo había salido siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy convencido de que en ello terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los mirones con mi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!- recuerdo con toda claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino solo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes, hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo había salido por decimocuarta vez. –Monsieur a gagné déjà cent mille florins -dijo una voz junto a mí. De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más necesitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí a puñados en los bolsillos, sin contarlos, recogí todo el oro, todos los fajos de billetes, y salí corriendo del casino. En torno mío la gente reía al verme atravesar las salas con los bolsillos abultados y al ver los trompicones que me hacía dar el peso del oro. Creo que pesaba bastante más de veinte libras. Varias manos se alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.
-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo… No les hice caso. La avenida estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir mis propias manos. Había media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a los atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco pensaba ahora en ellos. A decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante el camino; tenía la cabeza vacía de pensamientos. Solo sentía un enorme deleite: éxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo…”
“No sé de dónde saqué la idea, pero me había empeñado en que aquel cumpleaños tenía que ser diferente. No es que no tuviese amigos que quisieran celebrarlo conmigo. Ni que viviese lejos de mi familia. Tampoco era que hubiese roto con aquel hombre. Lo único que sabía era que quería coger el coche y hacer carretera. Quería celebrarlo a solas conmigo misma. Así que, en mi vigésimo quinto cumpleaños, cogí un montón de dinero del bote donde solía guardarlo, me subí al coche y partí. Antes le había dicho a todo el mundo que no tenía nada contra nadie, pero que me iba de viaje por mi cumpleaños. Y no di más explicaciones.
Llegó el día y me invadió una extraña sensación de júbilo. De hecho, me desperté sintiéndome muy bien. Después de coger el dinero y de subir al coche, la euforia fue en aumento. Sonreía con solo recorrer las calles y fijarme en edificios en los que nunca me había fijado. Todo me parecía divertido y lleno de buenos augurios. Después de conducir durante largo rato, vi un cartel que decía: ‘El restaurante de Nena’. A mi madre le dicen Nena, así que giré a la derecha y fui a dar a la playa. No tenía ni idea de en qué parte de la costa me encontraba o cuánto rato iba a quedarme allí. Miré las gaviotas durante un lapso y la espuma que coronaba las olas. Me parecía ver el mundo con una sorprendente claridad, aunque no me había dado cuenta de que estaba desenfocado.
Acabé aparcando en una callecita de adoquines muy peculiar, llena de pequeñas tiendas junto al mar. Era el único indicio de civilización que había visto en kilómetros y kilómetros. Mi coche se detuvo solo frente a un hotelito y me bajé. No recuerdo la razón, pero entré y pregunté cuánto costaba la habitación. Me daba igual el precio, pensaba quedarme de todos modos. Una mujer con un traje de cachemira me condujo al segundo piso por unas inmaculadas escaleras color melocotón y paredes blancas y me enseñó la habitación. Vi una cama de madera con dosel, con colcha y almohadas de encaje. Había una acogedora chimenea y una terraza con la misma vista del mar que había estado observando durante kilómetros. Tenía una bañera con patas, coronada por una antigua cortina colgada de un círculo. La nevera estaba llena de bebidas y la cafetera lista para ser conectada por la mañana. Le di las gracias a la mujer y esperé a que se marchase.
Cogí la bolsa, saqué mis compacts, mi incienso y mis cigarrillos y me quedé allí sentada durante un momento dejando que la habitación me entrara por los poros. Tenía una energía tan extraña y perfecta que lo único que deseaba era sentir todas y cada una de sus vibraciones. Pesé los dedos por los jabones de la bañera y me tiré sobre la cama. Me sentía libre. Me sentía absoluta e increíblemente libre y sabía, sin lugar a dudas, que era allí donde tenía que estar.
Bajé las escaleras y me fui a explorar la cala sobre un mar que, aquel día, era solo para mí. Me compré un sándwich y un traje de baño y sentí el sol en el rostro. Hablé con desconocidos y leí los carteles pegados en las tapias. Olí el aroma de las panaderías y saboreé la sal en mis labios. En algún momento del día entre el almuerzo y la caída del sol, saqué un libro del bolso y leí un rato en la playa. Luego me quedé para ver atardecer mientras, poco a poco, los habitantes de la zona iban llegando elegantemente vestidos a los restaurantes. Observé cómo el sol iba ocultándose y el cielo empezaba su danza de colores. Tenía las manos enlazadas alrededor de las rodillas y los dedos de los pies hundidos en la blanca arena, tibia y suave. Me levanté y fui hacia el agua, deseando hundirme en la espuma del mar. Mientras me acercaba sentí como si mi cuerpo se volviese parte del planeta. Como si una parte de mí recordase que no era más que una persona sobre este mundo y que pertenecía a él. Y, de repente, ya formaba parte del océano y del crepúsculo y de la salida de la luna, y mi cuerpo quería bailar. Y bailé. Me puse a correr y a girar y a dar vueltas y a zambullirme, sin importarme quién mirase o si había alguien haciéndolo. Paseé y brinqué y correteé. Me tumbé en la orilla y dejé que el agua me cubriese. Sentí cómo las olas me arrastraban de vuelta al mar. Me sentía tan libre… y tan segura…
Cuando quedé agotada y ya era casi de noche, regresé a mi habitación. El cuarto me estaba esperando y yo se lo agradecí correspondiéndole. No salí a cenar. Hice lo que tenía ganas de hacer: quedarme allí. Comerme lo que había quedado de mi sándwich de salami y leer mi libro. Me di un baño y prendí un poco de incienso. Entre capítulo y capítulo me fumaba un cigarrillo en la tumbona de la terraza. Durante esos descansos, me asaltaron pensamientos muy intensos. Pensé en que no había habido ningún hombre que me hubiera hecho feliz ni infeliz. Pensé en las estrellas y en todo lo que representaban. Pensé en lo mucho que siempre había deseado ser amiga de mi madre. Sentí que no había nada ni nadie que pudiese deprimirme. Todo parecía perfecto, en sintonía y al alcance de la mano. No quería dormirme. No quería sentir que aquello se acababa. Me pasé toda la noche leyendo, fumando, observando la perfección de aquel cielo nocturno y sintiéndome bien. Aquella fue la mejor sensación que he experimentado en toda mi vida. No dependía de ninguna otra persona ni de ninguna cosa, así que nada ni nadie podía arrebatármela. Era mía y procedía de una fuente que jamás se agotaría. Nunca me había sentido así; ni nunca volví a experimentar nada parecido.
Finalmente me quedé dormida, pero solo durante dos horas. Cuando desperté, la sensación seguía allí, no se había esfumado mientras dormía. Recorrí el hotelito y encontré una escalera de madera que conducía a una terraza acristalada sobre el tejado, con sillas y mesas de jardín. Las sillas estaban colocadas en la orientación perfecta para observar la salida del sol sobre el mar. Me senté. Era como si las sillas hubiesen estado esperándome. Yo estaba en pijama y medio dormida. Los tonos rosas, azules y amarillos se deslizaban por encima de mi cabeza. Cerré los ojos. Simplemente sentí el amanecer.
Había estado fuera veinticuatro horas. Aquella tarde, cuando mi coche me condujo de vuelta a casa, supe que algo había cambiado dentro de mí. Algo que jamás me abandonaría. Solo fueron veinticuatro horas.
Tanya Collins
Oxnard, California».
«A Orillas del Mar». Relato incluido en el libro «Creía Que Mi Padre Era Dios» (2001)
«Al día siguiente, me volví a la cama durante un buen rato después de que mis padres se fueran. Luego me levanté y me fui a la habitación frontal a echar un vistazo entre los visillos. La joven ama de casa estaba otra vez sentada en los escalones de su portal al otro lado de la acera. Llevaba puesto un vestido diferente, más sexy. La contemplé durante largo rato. Luego me masturbé lenta y sosegadamente.
Me bañe y me vestí. Encontré algunos cascos vacíos en la cocina y los fui a descambiar a la tienda de ultramarinos. Encontré un bar en la Avenida, entré y pedí una cerveza. Había un montón de borrachos poniendo canciones en el juke-box, hablando a voces y riéndose. En un momento una nueva cerveza se posó en frente mío. Alguien estaba invitando. Bebí. Empecé a hablar con la gente. Entonces miré afuera. Era ya el final de la tarde, casi oscurecía. Las cervezas seguían circulando, la dueña del bar, una tía gorda, y su noviete estaban en plan simpático. Salí una vez a la calle para pegarme con alguien. Estábamos los dos demasiado borrachos y había muchos baches en la superficie del asfalto del parking, apenas podíamos andar.
Lo dejamos…
*****
Me desperté mucho más tarde en un sillón tapizado de rojo en la trastienda del bar. Me levanté y miré a mi alrededor. Todo el mundo se había ido. El reloj señalaba las 3:15. Traté de abrir la puerta, estaba cerrada. Me metí detrás de la barra y busqué una botella de cerveza, la abrí, salí y me senté. Entonces volví y me cogí un puro y una bolsa de patatas fritas. Acabé mi cerveza, me levanté y encontré una botella de vodka y otra de escocés, me volví a sentar. Las mezclé con agua, fumé puros y comí carne reseca, patatas fritas y huevos duros.
Bebí hasta las 5 de la mañana. Limpié luego el bar, quité todas las cosas, fui hasta la puerta, conseguí abrirla y salí a la calle. Mientras salía, vi acercarse un coche de policía. Fueron conduciendo lentamente detrás de mí mientras yo caminaba. Pasada una manzana, se pararon delante de mí. Un oficial sacó la cabeza por la ventanilla.
-¡Eh, capullo!
Sus luces me daban en la cara.
-¿Qué estás haciendo?
-Me voy a casa.
-¿Vives por aquí?
-Sí.
-¿Dónde?
-En el 2123 de la Avenida Longwood.
-¿Qué hacías saliendo a esas horas de ese bar?
-Soy el encargado de la limpieza.
-¿Quién es el dueño del bar?
-Una señora llamada Joya.
-Entra.
Entré en el coche.
-Dinos dónde vives.
Me llevaron a casa.
-Ahora sal y llama al timbre.
Salí del coche. Llegué hasta el porche y llamé al timbre. No hubo respuesta. Llamé de nuevo, varias veces. Finalmente se abrió la puerta. Mi madre y mi viejo se quedaron allí plantados en pijama y bata.
-¡Estás borracho! –gritó mi padre.
-Sí.
-¿De dónde sacaste el dinero para beber? ¡No tienes ni cinco!
-Encontraré un trabajo.
-¡Estás borracho! ¡Estás borracho! ¡Mi hijo es un borracho! ¡Mi hijo es un maldito y vergonzoso borracho!
El pelo de la cabeza de mi padre estaba alzado en mechones dementes. Sus cejas revueltas salvajemente, su cara hinchada y reblandecida por el sueño.
-Actúas como si hubiese matado a alguien.
-¡Es igual de malo!
-…Ohh, mierda…
De repente vomité en la alfombra persa con el dibujo del Árbol de la Vida. Mi madre soltó un grito. Mi padre saltó encima mío.
-¿Sabes lo que le hacemos a un perro cuando se caga en la alfombra?
-Sí.
Me agarró del cuello por detrás. Me presionó hacia abajo, forzándome a doblar la cintura. Estaba tratando de ponerme a la fuerza de rodillas.
-Te voy a enseñar.
-No lo hagas…
Mi cara estaba ya casi encima de ello.
-¡Te voy a enseñar lo que hacemos con los perros!
Me levanté del suelo apoyando un puñetazo. Fue un gancho perfecto. El viejo recorrió en volandas toda la habitación y se quedó sentado en el sofá. Fui a por él.
-Levántate.
Se quedó allí sentado. Oí a mi madre gritar.
-¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre!
Chillaba y me arañó parte de la cara.
-Levántate –le dije a mi padre.
-¡Le has pegado a tu padre!
Me arañó de nuevo la cara. Me di la vuelta para mirarla. Me rasgó el otro lado de la cara. La sangre corría bajándome por el cuello, calando mi camisa, pantalones y zapatos, la alfombra. Bajó sus manos y se quedó mirándome.
-¿Has acabado?
No me contestó. Subí hacia mi dormitorio, pensando, ‘mejor me busco un trabajo’”.