“Porque la Belleza, Fedro, tenlo muy presente, solo la Belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fedro, el camino del artista hacia el espíritu. Pero ¿crees acaso, querido mío, que algún día pueda obtener la sabiduría y verdadera dignidad humana aquel que se dirija hacia lo espiritual a través de los sentidos? ¿O crees más bien (te dejo la libertad de decidirlo) que es éste un camino peligroso y agradable al mismo tiempo, una autentica vía de pecado y perdición que necesariamente lleva al descarrío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía; sí, por más que a nuestro modo seamos héroes y guerreros virtuosos, en el fondo somos como las mujeres, pues lo que nos enaltece es la pasión, y nuestro deseo será siempre, forzosamente, amor: tal es nuestra satisfacción y nuestro oprobio. ¿Comprendes ahora por qué nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes por qué tenemos que extraviarnos necesariamente, y ser siempre disolutos, aventureros del sentimiento? La maestría de nuestro estilo es mentira e insensatez; nuestra gloria y honorabilidad, una farsa; la confianza de la multitud en nosotros, el colmo del ridículo, y el deseo de educar al pueblo y a la juventud a través del arte, una empresa temeraria que habría que prohibir. Pues ¿cómo podría ser educador alguien que posee una tendencia innata, natural e irreversible hacia el abismo? Quisiéramos negarlo y conquistar la dignidad, pero dondequiera que volvamos la mirada, nos sigue atrayendo. De ahí que renunciemos al conocimiento; pues el conocimiento, Fedro, carece de dignidad y de rigor: sabe, comprende, perdona, no tiene forma ni postura algunas, simpatiza con el abismo, es el abismo. Por eso lo rechazamos, pues, con decisión, y nuestros esfuerzos tendrán en adelante como único objetivo la Belleza, es decir la sencillez, la grandeza, un nuevo rigor, una segunda ingenuidad, y la forma. Pero la forma y la ingenuidad, Fedro, conducen a la embriaguez y al deseo, pueden inducir a un hombre noble a cometer las peores atrocidades en el ámbito sentimental -atrocidades que su propia seriedad, siempre hermosa, condena por infames-; llevan, también ellas, al abismo. A nosotros los poetas, digo, nos arrastran hacia él, dado que no podemos enaltecernos, sino solamente entregarnos al vicio. Y ahora, Fedro, he de marcharme. Tú, quédate aquí, y solo cuando ya no me veas, márchate también”.
Diálogo entre Sócrates y Fedro según Platón. Extraído de la novela “La Muerte En Venecia” (Thomas Mann, 1911)
“Las campanas de todo Londres acababan de dar las doce cuando resonó despacio la aldaba de la puerta. Acudí personalmente a la llamada y encontré a un hombre de corta estatura acurrucado contra los pilares del pórtico.
-¿Viene usted de parte del Dr. Jekyll? –le pregunté.
Me respondió que sí con un gesto cohibido y cuando le invité a entrar no hizo caso sin lanzar antes una penetrante mirada hacia atrás, hacia las tinieblas de la plaza. No muy lejos, un guardia paseaba con la linterna encendida: al vislumbrarle, creo que mi visitante se sobresaltó y se apresuró a entrar.
Confieso que todos estos pormenores me impresionaron desagradablemente y que tuve a mano el arma preparada mientras le seguía hacia la luz que brillaba en el consultorio. Allí tuve por fin la oportunidad de verle con claridad. Era la primera vez que le ponía los ojos encima, de eso estaba seguro. Como ya he dicho, era de corta estatura pero lo que me sorprendió fue la espantosa expresión de su rostro, la singular combinación de actividad muscular y aparente debilidad física, y, por último, aunque no en menor grado, la inquietante turbación que provocaba su sola presencia; algo semejante a una rigidez cadavérica, acompañada de una acusada sensación de debilidad en el pulso. En aquel momento lo achaqué a una repugnancia puramente natural, de temperamento, y simplemente me asombré ante lo agudo de los síntomas. Pero desde entonces he hallado motivos suficientes para creer que la causa era mucho más profunda, que se enraizaba en la naturaleza misma del hombre y que respondía a algo mucho más noble que el simple sentimiento del odio.
Desde el primer momento en que había traspasado el umbral de la puerta aquel hombre había despertado en mí una curiosidad malsana. Iba vestido de tal modo que resultaba ridículo; su traje, es un decir, aunque de un tejido sobrio y elegante, le venía enormemente grande allá por donde se mirase. Llevaba los bajos de los pantalones enrollados para evitar arrastrarlos, el talle de la chaqueta le quedaba por debajo de las caderas y el cuello le resbalaba por los hombros. Por raro que parezca, esta extraña indumentaria estuvo lejos de moverme a risa. Muy al contrario, había algo de anormal, de engendro, en la esencia misma de la criatura que tenía ante mis ojos, algo que atraía, asombraba y repelía a la vez: una nueva disparidad que parecía encajar con su personalidad y la reforzaba. De este modo, al interés que provocaba en mí su naturaleza y su carácter, vino a añadirse la curiosidad con respecto a su origen, su vida, su fortuna y la posición que ocupaba en este mundo. Todas estas reflexiones que tanto espacio y tiempo me ha llevado describir desfilaron por mi mente en el espacio de pocos segundos. Animaba sin duda a mi visitante el fuego de una excitación sombría.
-¿Lo tiene? -exclamó-. ¿Lo tiene?
Y tan fuerte era su impaciencia que hasta posó una mano sobre mi brazo tratando de zarandearme. Yo le rechacé al notar en mis venas algo así como un latido helado.
-Caballero -le dije-, olvida usted que no tengo el placer de conocerle. Siéntese, haga el favor.
Para darle ejemplo, me instalé yo mismo en mi sillón acostumbrado y traté de adoptar la actitud que habría mostrado con cualquiera de mis pacientes hasta el grado que me lo permitía lo avanzado de la hora, la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que me inspiraba aquel siniestro ser.
-Le ruego me disculpe, doctor Lanyon -replicó, ya de mejor talante-. Tiene usted mucha razón en lo que dice. Pero mi impaciencia se ha impuesto a mis modales. He venido a instancia de su colega, el doctor Henry Jekyll, con un encargo de considerable importancia, y según tengo entendido… -hizo una pausa, se llevó una mano a la garganta y constaté que, a pesar de su aparente calma, luchaba contra los primeros síntomas de un ataque e histeria-, según tengo entendido -continuó-, hay cierto cajón…
Al llegar a este punto me compadecí de la angustia de mi visitante y quizá también de mi curiosidad creciente.
-Ahí lo tiene, caballero -dije señalando el cajón que se hallaba en el suelo, detrás de una mesa, aún cubierto por la sábana. Se acercó a él de un salto. Luego se detuvo y se llevó una mano al corazón. Oí rechinar sus dientes por la acción convulsiva de su mandíbula y su rostro adquirió una expresión tan abyecta que temí tanto por su vida como por su razón.
-Cálmese usted -le dije alarmado.
Él me lanzó una sonrisa siniestra y, con la decisión que es fruto de la desesperación, apartó la sábana. A la vista del contenido del cajón, articuló un sollozo de tan inmenso alivio que quedé petrificado en el asiento. Un segundo después, con la voz ya serenada, me preguntó:
-¿Tiene usted un vaso graduado?
Me levanté de mi asiento haciendo un ligero esfuerzo y le entregué lo que me pedía. Él me dio las gracias con una horrible sonrisa y midió unas gotas de la tintura rojiza y añadió una pizca de los polvos. La mixtura, que en un comienzo tenía un tinte rojizo, comenzó a oscurecerse conforme los cristales se deshacían, a burbujear audiblemente y a arrojar pequeñas nubes de vapor. De pronto, en un instante, la ebullición cesó y la mezcla adquirió un color púrpura oscuro que poco a poco fue convirtiéndose en verde acuoso. El visitante, que había contemplado todas estas metamorfosis con gesto complacido, sonrió, dejó el vaso sobre la mesa, se volvió hacia mí y me miró con aire de curiosidad.
-Y ahora -dijo-, acabemos con este asunto. ¿Quiere usted ser razonable? ¿Está dispuesto a aprender de los demás? ¿Será capaz de aguantar que yo coja este vaso en mi mano y me vaya de su casa sin más explicaciones? ¿O es la curiosidad que siente demasiado para usted? Piénselo bien antes de contestarme, porque haré exactamente lo que usted me diga. Si decide que me vaya, quedará usted como estaba, ni más rico ni más sabio, a menos que hacer un favor a un amigo en peligro de muerte aumente las riquezas del espíritu. Pero si se decide por lo contrario, ante usted se abrirán nuevos horizontes de conocimiento y nuevos caminos hacia la fama y el poder. Aquí, en esta misma habitación, en este mismo instante, ante sus ojos, verá un prodigio que haría tambalearse al mismísimo Satán.
-Caballero -le dije, aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir-, no entiendo esos enigmas y quizá no le sorprenda si afirmo que lo que dice no despierta en mí gran credulidad. Pero ya he llegado demasiado lejos en el camino de esta aventura inexplicable para detenerme antes de ver el final.
-Muy bien -replicó el visitante-. Lanyon, recuerda tu juramento. Lo que vas a ver debe quedar bajo el secreto de nuestra profesión. Y ahora, tú que durante tanto tiempo has mantenido las opiniones más estrechas de miras, tú que has negado a la medicina la virtud de lo trascendental, tú que te has reído de los que te superaban en saber, ¡fíjate bien!
Y diciendo esto puso el brebaje en sus labios y lo apuró de un trago. Lanzó un grito desgarrador, giró sobre sí mismo, dio un traspié, se aferró a la mesa y allí quedó mirando fijamente al vacío, con los ojos inyectados en sangre y respirando entrecortadamente. Y mientras le miraba, me pareció que empezaba a operarse en él una transformación. Ante mi mirada atónita tuvo lugar entonces una brusca mutación: su rostro comenzó a hincharse, ennegreció, y sus rasgos parecieron derretirse y alterarse. Un momento después yo me levantaba de un salto y me apoyaba en la pared con un brazo alzado a modo de escudo, aterrorizado ante semejante prodigio y con la mente hundida en el terror.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repetí una y mil veces, porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso, al borde del desmayo y tanteando el aire con las manos como un hombre resucitado de la tumba, estaba Henry Jekyll.
Lo que me dijo durante la hora siguiente es imposible consignarlo por escrito. Vi lo que vi, oí lo que oí, y mi espíritu se estremeció ante ello; sin embargo, ahora que tal visión ha desaparecido, me pregunto a mí mismo si creo en ello y no sé qué contestar.
Mi vida se ha conmovido hasta los cimientos, el sueño me ha abandonado y el terror me acompaña a todas las horas del día y de la noche. Creo que mi fin se acerca y, sin embargo, moriré incrédulo. En cuanto a la ruindad moral, al envilecimiento que ese hombre me reveló aun con lágrimas de penitente en los ojos, no puedo pensar en ello sin estremecerme de horror”.
Extracto de la novela “El Extraño Caso Del Doctor Jekyll y El Señor Hyde” (1886)
“Estaba solo en el andén. Fuera llovía a cantaros. Me fui llorando. Caminaba penosamente. Aún levaba en la boca el sabor de sus labios, algo ininteligible. Miré a un hombre de la compañía ferroviaria. Pasó: ante él sentí como una desazón. ¿Por qué no tenía nada en común con una mujer a la que hubiera podido besar? Él también tenía unos ojos, una boca, un trasero. Aquella boca me producía ansias de vómito. Habría querido golpearla: tenía el aspecto de un burgués obeso. Le pregunté por los lavabos (tendría que haber corrido hacia allí lo más deprisa posible). Ni siquiera me había secado las lágrimas. Me indicó algo en alemán: era difícil de entender. Llegué a un extremo del hall: oí un ruido de música violenta, un ruido de una estridencia intolerable.
Seguía llorando. Desde la puerta de la estación, distinguí, a lo lejos, al otro extremo de una plaza inmensa, un teatro bien iluminado y, sobre las escaleras del teatro, una parada de músicos uniformados: el ruido era espléndido, desgarraba los oídos, exultaba. Me quedé tan atónito que, al punto, dejé de llorar. Ya no tenía ganas de ir al lavabo. Bajo la lluvia que arreciaba, atravesé la plaza vacía a la carrera. Me refugié bajo la marquesina del teatro.
Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines: a la izquierda, los tambores.
Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor), iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno, erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ordenado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortado cada ir y venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podía haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos… un ejército de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles, pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.
A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas. Acaso todas las cosas no quedaban avocadas a la incandescencia, llama y trueno mezclados, tan pálida como la del azufre ardiente que se agarra a la garganta. Una especie de hilaridad me mareaba: sentía, al descubrirme ante aquella catástrofe, como una negra ironía, la que acompaña a los espasmos en los momentos en que nadie se puede contener de gritar. La música paró: había dejado de llover. Volví lentamente en dirección a la estación: el tren ya estaba formado. Anduve algún tiempo por el andén, antes de entrar en un compartimento; el tren no tardó en salir.
Hallé su carta hace apenas unos días. Quiero darle las gracias por su gran afecto y confianza. Siento no poder hacer más; no puedo juzgar la forma de sus versos, porque la intención crítica está demasiado alejada de mí. No hay cosa más deficiente que tocar una obra de arte con palabras críticas: siempre van a surgir interpretaciones equívocas más o menos felices. Las cosas nunca son tan evidentes y claras como generalmente se pretende hacernos creer. La mayoría de los hechos no tienen explicación lógica; se cumplen en espacios en los que jamás entró una palabra; y lo más inexplicable de todo es una obra de arte, existencia misteriosa, cuya vida es eterna y opuesta a la nuestra, que se desvanece.
Después de esta advertencia, puedo añadir que sus poemas no Tienen una forma propia, pero si tienen un callado y escondido principio de personalidad. Con mucha claridad lo percibo en la última poesía: ‘Mi alma’. En ella, algo particular en usted quiere llegar a fundir palabra y música. Y en el hermoso poema ‘A Leopardi’ toma cuerpo una especie de cercanía con aquel grandioso solitario. Sin embargo, estos poemas, aún no se mantienen por si mismos; no tienen independencia; ni siquiera el último y el dedicado ‘A Leopardi’. La amable carta que acompañó sus poemas, me explica algunas deficiencias que encontré al leerlos, pero no puedo señalarlas.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Anteriormente le preguntó a otros. Los lleva a las revistas. Los coteja con otros, y se preocupa porque algunas reacciones los rechazan. Entonces (como usted me ha permitido aconsejarlo), le suplico que abandone eso. Usted mira hacia fuera y, es precisamente lo que no debe hacer ahora. Nadie puede aconsejarlo ni ayudarlo, nadie. Solamente existe una manera: entre en sí mismo. Descubra el fundamento que lo lleva a escribir; investigue si tiene raíces en el lugar más profundo de su corazón; reconozca si para usted sería necesaria la muerte en caso de ser privado de escribir. Esto ante todo: pregúntese en la hora más callada de la noche: ¿debo escribir? Busque en lo más profundo de sí mismo la respuesta. Y si esta es afirmativa, si enfrenta esta grave pregunta con un seguro y sencillo ‘debo’, siendo así, edifique su vida conforme a tal necesidad: su vida, aún en la hora más insignificante y pequeña, debe ser signo y testimonio de ese acto.
Entonces, trate de expresar como el hombre primigenio lo que ve y siente, lo que ama y pierde. No escriba poesías de amor; sobre todo apártese de las formas demasiado comunes y que se encuentran con facilidad: son las más difíciles, porque se necesita mucha madurez para aportar algo propio donde existen en cantidades buenas y, en parte, sobresalientes tradiciones. Por tal motivo, líbrese de los motivos generales y tome los que le ofrece su diario devenir. Muestre sus tristezas y deseos, los pensamientos que acuden a su muerte y su fe en algo bello; muestre todo eso con profunda sinceridad interior, serena, sumisa, y para expresarse, use los objetos de su entorno, imágenes de sus sueños y las cosas esenciales de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese a usted mismo, reconozca que no es lo suficiente poeta para encontrar en ella sus riquezas. En los creadores no cabe la pobreza, ni los lugares pobres e indiferentes. Y aunque usted estuviera en una cárcel sin poder percibir los rumores del mundo exterior, ¿no tendría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, grandiosa, fuente inagotable de recuerdos? Regrese a ella su mirada. Intente aflorar las brumosas sensaciones de tan inmenso pasado; se fortalecerá su personalidad, se acrecentará su soledad y se hará un lugar a la sombra, en el cual, el estrépito de los otros pasa de largo y lejano. Y si de ese regreso a lo interior, de ese adentrarse a su propio mundo brotan versos, no acuda a nadie para saber si sus versos son ‘buenos’. Tampoco intentará que las revistas literarias se interesen en sus trabajos, pues los verá como una preciosa propiedad natural, un pedazo y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad de crearla. En esa naturaleza de origen está implícito el juicio: no hay otro. Por eso, mi querido señor, no podría darle otro consejo que este: penetrar en sí mismo y encontrar las cosas más profundas de su vida. Esa es la fuente en la cual usted encontrará la respuesta a su pregunta si debe crear; tómela como suene, sin explicaciones. Tal vez suceda que usted está llamado a ser artista. Si es así, acepte su destino y llévelo con su sufrimiento y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa que hallará afuera. Pues el creador debe ser un mundo en sí mismo, encontrar todo en sí y en su propia naturaleza.
Tal vez después de esta comunión con su mundo interior y sus soledades, debe renunciar a ser poeta (sería suficiente, como he dicho, sentir que se puede vivir sin escribir, para definitivamente no hacerlo). De cualquier forma, tampoco habría sido en vano el recogimiento interior en que le insisto. En todo caso, partiendo de ahí, su vida encontrará sus propios caminos, y le deseo que sean dichosos, ricos y amplios, se los deseo mucho más de lo que soy capaz de expresar. ¿Qué más le diría? Creo haber realzado todo en su debida forma: para terminar, solo deseo aconsejarle que progrese en su evolución en forma sosegada y sincera: no podría sufrir un deterioro más desastroso, si mira hacia el mundo exterior y espera de él una respuesta, a preguntas que solamente podrá contestar desde su interior, acaso, en la hora más callada.
Fue para mí una alegría encontrar en su carta el nombre del profesor Horacek; conservo hacia ese bondadoso sabio, una profunda admiración y respeto que perdura en el tiempo. Si usted es tan amable, le encomiendo que le haga conocer mis sentimientos; es mucha bondad de su parte que aún me recuerde, y lo sé apreciar.
Ahora, le devuelvo los versos que me confió tan amistosamente. Agradezco de nuevo su cordialidad y confianza, de la cual, con esta sincera respuesta, dada en la mejor forma que sé, trato de hacerme un poco más digno de lo que en realidad soy, por mi condición de desconocido para usted.
Con fervor e interés.
Rainer Maria Rilke”
Fragmento del libro “Cartas A Un Joven Poeta” (1929)
“Se repantingaron por la barra y en las sillas. Otra noche. Otro coñazo de noche en El Griego, un miserable restaurante abierto toda la noche cerca del cuartel de Brooklyn. De vez en cuando entraba un sorchi o un marinero a por una hamburguesa y ponía el jukebox. Pero normalmente ponían jodidos discos de country de lo más rústico. Trataban de convencer al Griego de que quitara esos discos, pero él siempre decía que no. Ellos son los que se gastan la pasta. Vosotros os pasáis toda la noche aquí y no tomáis nada. ¿Estás quedándote con nosotros, Alex? Con el dinero que nos dejamos aquí te podrías jubilar. Eso lo dices tú. No me llega ni para el autobús…
Veinticuatro discos en el jukebox. Habría unos doce que les gustaban, pero los otros eran para los clientes del cuartel. Si alguien ponía un disco de Lefty Fritzel o de cualquier otro mierdoso por el estilo, protestaban, hacían gestos con las manos(tío, ¡hay que joderse con el cateto de mierda!) y salían a la calle. Había dos tipos metiendo monedas, así que se quedaron apoyados en las farolas y el parachoques. Una noche cálida y clara, y andaban haciendo círculos. Arrastraban los pies y movían la cadera en un plan de lo más moderno, con el pitillo colgando de la boca, el cuello de la camisa levantado por detrás y caído por delante. Mirando de reojo. Escupiendo por el colmillo. Viendo pasar los coches. Identificándolos. Marca. Modelo. Año. Caballos. V-8. Seis, ocho, cien cilindros. Un montón de caballos. Un montón de cromados. Luces traseras rojas y ámbar. ¿Has visto las luces del nuevo Pontiac? Tío, algo cojonudo. Sí, pero una mierda de aceleración. Tiene menos aceleración que el Plymouth. Mierda. No se agarra a la carretera como el Buick. Con el Roadmaster, en ciudad, despistas a cualquier coche de la pasma. Si sales disparado. Pisas a fondo. Tomas bien las curvas. Despistas a la pasma. Doble carburador. Cambio automático. No los podrías despistar. Se te echarían encima antes de llegar a la manzana siguiente. Con el nuevo 88, no lo creo. Pisas el acelerador y te quedas clavado al respaldo. Un coche cojonudo. No robaría ninguno que no fuese ése. El mejor acabado. Silencioso como el Pontiac. Si compraseun coche, le pondría protectores de goma en el parachoques, faros antiniebla, tapacubos de Cadillac, y una antena grandísima detrás… Mierda, en carretera es lo mejor. No tienes ni puta idea. No hay quien le tosa al Continental del 47 descapotable. Es lo último. Vimos uno el otro día. Vaya tarde. ¡¡¡Joder, tío!!!
Los cantantes de mierda seguían lloriqueando dentro y ellos hablaban y paseaban, arreglándose la camisa y el pantalón, tirando colillas al suelo… Tenías que haberlo visto. Verde con las puertas blancas. Andas por ahí en un coche así con la capota bajada y gafas de sol y una chaqueta chula y tienes que espantar a las titis con un palo –escupiendo después de cada palabra, apuntando a las grietas de la acera; alisándose el pelo suavemente con la mano, y ahuecando el tupé con cuidado para que se manutuviese en su sitio…- Tendrías que ver qué camisas tan fardonas tienen en Obies. Y unas gabardinas auténticas , de puta madre. Oye, ¿te has fijado en aquella chupa de cuero azul del escaparate? Sí, claro. ¿Y en la chaqueta con un solo botón y solapas muy grandes?, ¿Qué se puede hacer en una noche como esta? El depósito casi vacío y sin pasta para llenarlo. Y en cualquier caso ¿adónde ir?… Pero hay que tener una chaqueta de un solo botón. Tu guardarropa no estará completo si no tienes una. Sí, pero fíjate en ese chaleco. Queda fardón de verdad hasta como chaqueta deportiva –la conversación seguía y nadie se daba cuenta de que los mismos tipos repetían las mismas cosas y que uno había encontrado un sastre que hacía pantalones increíbles por catorce pavos-; ¿y qué me dices de los amortiguadores del Lincoln?… Y miraban los coches que pasaban y se ponían en plan duro y escupían al suelo; y quién se tiró a ésta y quién a aquella otra; y uno sacó un cepillo del bolsillo y limpió sus zapatos de gamuza. Luego se frotó las manos y se arregló la ropa y otro lanzó una moneda al aire, y cuando la moneda cayó, un pie se posó encima antes de que quien la había lanzado tuviera tiempo de cogerla. Y el chaval tuvo que levantar el pie porque le despeinaron y dijo joder y se volvió a peinar y cuando volvió a tener el pelo otras vez en su sitio, volvieron a despeinarle y se puso hecho una fiera y los otros chicos se rieron y se despeinaron unos a otros y empezaron a empujarse…”
Primeras páginas de la novela “Última Salida Para Brooklyn” (1964)
«Los sueños terminaron siendo su vida, y, desde ese momento, toda su existencia tomó un giro extraño: se hubiera dicho que dormía despierto y vivía en sueños. Quien le viere callado ante la mesa vacía, o caminando por la calle, le habría tomado por un sonámbulo o por un hombre vencido por el alcohol. Su mirada perdió la expresividad, su distracción natural llegó a tal grado, que, imperiosa, borró de su cara todos los sentimientos, todos los movimientos que le animaban. Solo volvía a vivir cuando llegaba la noche.
Ese estado alteró todas sus fuerzas, hasta que al final llegó a padecer el más horrible de los tormentos cuando el sueño comenzó a abandonarle. Intentando salvar esa su única riqueza, recurrió a todos los medios para reconquistarla. Tenía oído que, para recuperar el sueño, bastaba con tomar opio. Pero ¿dónde conseguirlo? Se acordó de un persa, propietario de un taller de chales, que, casi siempre, al verle, le pedía que le dibujara una mujer hermosa. Confiando en que aquél tendría ese opio, decidió visitarle. El persa le recibió sentado en un diván y con las piernas cruzadas.
-¿Para qué quieres el opio? –le preguntó.
Piskariov le habló de su insomnio.
-Bien. Te daré el opio si tú me dibujas una mujer guapa de verdad. Las cejas negras y los ojos grandes como aceitunas; y a mí me pones al lado, fumando en pipa. ¿Me oyes? ¡Que sea guapa! ¡Que sea bellísima!
Piskariov le prometió todo eso. El persa se ausentó un instante y regresó con un tarro lleno de un líquido oscuro, vertió con cuidado una parte en otro tarro y, entregándoselo a Piskariov, le recomendó echar tan solo siete gotas en un vaso de agua. Piskariov se apoderó con ansia del valioso tarro, que no habría cambiado por un montón de oro, y regresó corriendo a casa. Una vez allí, echó las gotas en un vaso de agua, lo bebió y se acostó.
¡Dios, qué alegría! ¡Ella! ¡Era otra vez ella! Pero con otro aspecto distinto. ¡Qué bien se la veía, sentada a la ventana de una soleada casa campesina! Su vestido transpiraba la sencillez de la que solo se viste la idea del poeta… Su peinado… Señor, qué peinado tan sencillo y qué bien le iba. Llevaba una ligera toquilla echada descuidadamente sobre sus esbeltos hombros; todo en ella era sencillo, todo revelaba un secreto e inexpresable sentido del gusto. ¡Qué encantador era su gracioso caminar! ¡Qué musical el susurro de sus pisadas y de su sencillo vestido! ¡Qué hermoso aparecía su brazo ceñido por una pulsera de amatista!
(…) Se despertó conmovido, conmocionado, con lágrimas en los ojos. ‘Más valdría que no existieras!, que no vivieras en el mundo, que fueras solo obra de un pintor inspirado! No me apartaría del lienzo, no cesaría de contemplarte, de besarte. Viviría y respiraría añorándote, como a la más hermosa de las ilusiones, y sería feliz. No tendría otros deseos. Te invocaría, como al ángel de la guarda, al dormirme y al despertar, y esperaría a que aparecieses cuando tuviera que pintar lo divino y lo sagrado. Pero ahora… ¡Qué vida más horrible! ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Acaso la vida del demente agrada a sus familiares y amigos, que antes le quisieron? ¡Señor, qué vida la nuestra! ¡Una eterna pugna entre el sueño y la realidad!’
Éstas y otras ideas semejantes le asaltaban constantemente. No pensaba en nada, apenas comía, y esperaba con impaciencia, con la pasión del amante, la llegada de la noche y de la visión anhelada. Esa fijación adquirió por fin tal poder sobre su vida y su mente, que la imagen deseada se le aparecía casi a diario y siempre bajo un aspecto opuesto a la realidad, porque los pensamientos de Piskariov eran tan puros como los de un niño. A través de aquellos sueños, el propio objeto que los motivaba se iba purificando y transformándose por completo.
El opio excitó aún más su mente, y si alguna vez hubo un enamorado que llegó al último extremo de la demencia, con una pasión arrebatadora, terrible, destructora, turbulenta, ese desdichado era él”.