Jean Echenoz (1947)

Jean Echenoz (1947)

“Fue entonces cuando, tras caer los tres primeros proyectiles demasiado lejos y explotar inútilmente más allá de las líneas, un cuarto proyectil de contacto de 105  más ajustado fue más efectivo en la trinchera: tras seccionar al ordenanza del capitán en seis pedazos, algunos de sus cascos decapitaron a un agente de enlace, clavaron a Bossis por el plexo en el puntal de una zapa, destrozaron a diferentes soldados bajo diferentes ángulos y cercenaron longitudinalmente el cuerpo de un cazador ojeador. Apostado no lejos de allí Anthime vislumbró durante un instante, desde la masa encefálica hasta la pelvis, todos los órganos del cazador ojeador abiertos en dos como una plancha anatómica, antes de acuclillarse espontáneamente en falso equilibrio para intentar protegerse, ensordecido por el enorme estrépito, cegado por los torrentes de piedras y tierra, las nubes de polvo y de humo, mientras vomitaba de miedo y de repulsión sobre sus pantorrillas y en torno a ellas, con las botas hundidas en el lodo hasta los tobillos.

Luego todo pareció a punto de terminar: la opacidad iba disipándose poco a poco en la trinchera, retornaba una suerte de calma, aun cuando otras detonaciones enormes, solemnes, seguían sonando en derredor pero a distancia, como un eco. Los ilesos se incorporaron más o menos salpicados de fragmentes de carne militar, colgajos terrosos que ya les arrancaban disputándoselos las ratas, entre los restos de cuerpos diseminados, una cabeza sin mandíbula inferior, una mano con su alianza, un pie solo en su bota, un ojo.

Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un casco de proyectil rezagado surgió, sin que se supiera cómo no de dónde, breve como una posdata. Era un casco de hierro colado en forma  de hacha pulida neolítica, ardiente, humeante, del tamaño de una mano, afilado como un grueso casco de vidrio. Como si se tratara de solventar un asunto personal y sin molestarse en mirar a los demás, surcó el aire directamente hacia Anthime, que estaba incorporándose y, sin mediar palabra, le seccionó limpiamente el brazo derecho, debajo mismo del hombro.

Jean Echenoz

Edición española de «14» (Anagrama, 2013)

Cinco horas después, en la enfermería de campaña, todo el mundo felicitó a Anthime. Sus compañeros manifestaron lo mucho que envidiaban tan excelente herida, una de las mejores que cupiera imaginar, grave, eso sí, e invalidante, pero bien mirado no más que tantas otras, anhelada por todos ellos, pues era de las que garantizan a uno alejarlo para siempre del frente. Era tal el entusiasmo entre los hombres acodados en sus parihuelas y agitando los quepis -al menos aquellos, no demasiado averiados, que podían hacerlo-, que Anthime no se atrevió casi a quejarse ni a gritare de dolor, ni a echar en falta su brazo, de cuya desaparición, por lo demás, no acababa de tener conciencia. Como tampoco la tenía, a decir verdad, de aquel dolor ni de la situación del mundo en general, ni se planteó, pues veía a los demás sin verlos, que en lo sucesivo, él ya solo podría acodarse por un lado. Cuando salió del coma y de lo que hacía las veces de bloque operatorio, con los ojos abiertos pero mirando al vacío, tan solo le pareció, sin saber muy bien porqué, habida cuenta de aquellas risas, que debía de haber algún motivo para alegrarse. Algún motivo como para casi avergonzarse de su estado, sin tampoco saber muy bien porqué: como si reaccionase mecánicamente a las ovaciones de la enfermería, para sintonizar con ella, dejó escapar una risa en forma de largo espasmo, que sonó como un relincho, haciendo enmudecer de inmediato a todo el mundo, hasta que una potente inyección de morfina lo devolvió a la ausencia de las cosas”.

Fragmento de la novela “14” (2012).

Michel Houellebecq (1956)

Michel Houellebecq (1956)

“Bruno está apoyado en el lavabo. Se ha quitado la chaqueta del pijama. Los pliegues de su barriguita blanca caen sobre la porcelana del lavabo. Tiene once años. Quiere lavarse los dientes, como todas las noches; espera acabar de asearse sin incidentes. Pero Wilmart se acerca, al principio solo, y empuja a Bruno en el hombro. Bruno empieza a retroceder, temblando de miedo; sabe más o menos lo que viene después. ‘Dejadme…’, dice con voz débil. Ahora se acerca Pelé. Es bajito, recio y tremendamente fuerte. Abofetea con violencia a Bruno, que se echa a llorar. Luego le empujan al suelo, lo cogen de los pies y empiezan a arrastrarlo. Cerca de los servicios, le arrancan el pantalón del pijama. Tiene un sexo menudo, todavía infantil, sin vello. Lo cogen de los pelos entre dos, le obligan a abrir la boca. Pelé le frota una escobilla de váter por la cara. Bruno siente el sabor a mierda. Grita. Brasseur se une a los otros; tiene catorce años, es el mayor de sexto. Saca la polla, que a Bruno le parece enorme y gruesa. Se coloca de pie sobre él y mea en su cara. El día antes ha obligado a Bruno a chupársela, y luego a lamerle el culo; pero esta noche no tiene ganas. ‘Clément, no tienes pelos en el rabo; hay que ayudarlos a crecer…’ A una señal, los tres le untan crema de afeitar en el sexo. Brasseur abre una navaja de afeitar y acerca la hoja. Bruno se caga de miedo.

Una noche de marzo de 1968, un vigilante lo encontró desnudo y cubierto de mierda, acurrucado en los servicios del fondo del patio. Le hizo ponerse el pijama y lo llevó a ver a Cohen, el vigilante general. Bruno tenía miedo de que lo obligase a hablar; temía pronunciar el nombre de Brasseur. Pero Cohen, aunque lo habían sacado de la cama en mitad de la noche, lo recibió con dulzura. Al contrario que los vigilantes que estaban a sus órdenes, él trataba de usted a los alumnos. Era su tercer internado, y no el más duro; sabía que las víctimas casi siempre se niegan a denunciar a sus verdugos. Lo único que podía hacer era sancionar al vigilante responsable del dormitorio de sexto. La mayoría de los padres tenían a aquellos niños abandonados; él representaba para ellos la única autoridad. Tendría que haberlos vigilado más de cerca, intervenir antes de las faltas; pero no era posible, solo había cinco vigilantes por doscientos alumnos. Cuando Bruno se fue, preparó un café y hojeó las fichas de sexto. Sospechaba de Pelé y de Brasseur, pero no tenía ninguna prueba. Si conseguía arrinconarlos, estaba decidido a llegar a la expulsión; basta con unos cuantos elementos violentos y crueles para arrastrar a los demás a la ferocidad. A la mayoría de los chicos, sobre todo cuando forman pandillas, les gusta infligir humillaciones y torturas a los seres más débiles. Al principio de la adolescencia, sobre todo, el salvajismo alcanza proporciones inauditas. No se hacía la menor ilusión sobre el comportamiento del ser humano cuando no está sometido al control de la ley. Desde su llegada al internado de Meaux, había logrado hacerse temer. Sabía que, sin el último escudo de legalidad que él representaba, los malos tratos a chicos como Bruno no habrían tenido límite.

Bruno repitió sexto con alivio. Pelé, Brasseur y Wilmart pasaban a quinto, y estarían en un dormitorio diferente. Desgraciadamente, siguiendo las directivas del Ministerio tras los acontecimientos del 68, se decidió reducir los puestos de maestro internado y sustituirlos por un sistema de autodisciplina; la medida estaba en el aire desde hacía tiempo, y además tenía la ventaja de reducir los gastos salariales. Desde entonces resultaba más fácil pasar de un dormitorio a otro; los de quinto tomaron por costumbre organizar razzias entre los más pequeños al menos una vez por semana.; volvían del otro dormitorio con una o dos víctimas y empezaba la sesión. A finales de diciembre, Jean-Michel Kempf, un chico delgado y tímido que había llegado a principios del año, se tiró por la ventana para escapar de sus verdugos. La caída pudo haber sido mortal; tuvo suerte de salvarse con fracturas múltiples. El tobillo estaba muy mal, costó trabajo recuperar las astillas de hueso; quedó claro que el chico se iba a quedar cojo. Cohen organizó un interrogatorio general que reforzó sus sospechas; a pesar de las negativas, expulsó a Pelé durante tres días.

Prácticamente todas las sociedades animales funcionan gracias a un sistema de dominación vinculado a la fuerza relativa de sus miembros. Este sistema se caracteriza por una estricta jerarquía; el macho más fuerte del grupo se llama ‘animal alfa’; le sigue el segundo en fuerza, el ‘animal beta’, y así hasta el animal más bajo en la jerarquía, el ‘animal omega’. Por lo general, las posiciones jerárquicas se determinan en los rituales de combate; los animales de bajo rango intentan mejorar su posición provocando a los animales de rango superior, porque saben que en caso de victoria su situación mejorará. Un rango elevado va acompañado de ciertos privilegios: alimentarse primero, copular con las hembras del grupo. No obstante, el animal más débil puede evitar el combate adoptando una postura de ‘sumisión’ (agacharse, presentar el ano). Bruno se hallaba en una situación menos favorable. La brutalidad y la dominación, corrientes en las sociedades animales, se ven acompañadas ya en los chimpancés (‘Pan Troglodytes’) por los actos de crueldad gratuita hacia el animal más débil. Esta tendencia alcanza el máximo en las sociedades humanas primitivas, y entre los niños y adolescentes de las sociedades desarrolladas. Más tarde aparece la ‘piedad’, o identificación con el sufrimiento del prójimo; esta piedad se sistematiza rápidamente en forma de ‘ley moral’. En el internado del liceo de Meaux, Jean Cohen representaba la ley moral, y no tenía la menor intención de apartarse de ella. No le parecía abusivo en absoluto la utilización que los nazis habían hecho de Nietzsche; al negar la compasión, al situarse más allá de la ley moral, al establecer el deseo y el reino del deseo, el pensamiento de Nietzsche conducía naturalmente al nazismo, en su opinión. Teniendo en cuenta su antigüedad y su nivel de diplomas, podrían haberlo nombrado director de instituto; seguía en el puesto de vigilante general por su propia voluntad. Dirigió cartas a la inspección académica para quejarse de la reducción de puestos de maestro de internado; las cartas no tuvieron el menor efecto.

En un zoo, un canguro macho (‘macropodidés’) se comportará a menudo como si la posición vertical de su guardián fuera un desafío al combate. La agresión del canguro puede evitarse si el guardián adopta una postura inclinada, característica de los canguros apacibles. Jean Cohen no tenía ninguna gana de convertirse en un canguro apacible. La maldad de Michel Brasseur, estadio evolutivo normal de un egoísmo normal ya presente en animales menos evolucionados, había dejado cojo para siempre a uno de sus compañeros; en chicos como Bruno, era probable que causase daños psicológicos irreversibles. Cuando llamó a Brasseur a su despacho para interrogarle los hizo sin la menor intención de ocultarle su desprecio, ni su propósito de conseguir que lo expulsaran.

Todos los domingos por la tarde, cuando su padre lo llevaba de vuelta en el Mercedes, Bruno empezaba a temblar según se acercaban a Nanteuil-lex-Meaux. La sala de visitas del liceo estaba decorada de bajorrelieves que representaban a los antiguos alumnos más célebres: Courteline y Moissan. Georges Courteline, escritor francés, es autor de relatos que presentan con ironía el absurdo de la vida burguesa y administrativa. Henri Moissan, químico francés (premio Nobel en 1906) desarrolló el uso del horno eléctrico y aisló el silicio y el flúor. Su padre siempre llegaba a tiempo para la cena de las siete. Por lo general, Bruno solo conseguía comer a mediodía, en la comida con los semipensionistas; por la noche, solo estaban los internos. Eran mesas de ocho; los mayores ocupaban los primeros sitios. Se servían en abundancia y luego escupían en el plato para que los pequeños no pudieran tocar el resto.

Todos los domingos Bruno se preguntaba si debía hablar con su padre, y al final concluía que era imposible. Su padre pensaba que era bueno que un chico aprendiera a defenderse; y era verdad que algunos de su misma edad contestaban, se enfrentaban a los mayores, al final lograban hacerse respetar. A los cuarenta y dos años, Serge Clément era un hombre ‘de éxito’. Mientras que sus padres eran dueños de una tienda de ultramarinos en Petit-Clamart, él ya tenía tres clínicas especializadas en cirugía estética: una en Neully, otra en Véniset y la tercera en Suiza, cerca de Lausana. Además, cuando su mujer se fue a vivir a California, él recuperó la administración de la clínica de Cannes, enviándole la mitad de los beneficios. Hacía tiempo que había dejado de operar; pero era, como suele decirse, un buen ‘gestor’. No sabía muy bien cómo tratar a su hijo. Le tenía cierto cariño, a condición de que no le robara demasiado tiempo; se sentía culpable. Los fines de semana que tenía a Bruno en casa, solía abstenerse de recibir a sus amantes. Compraba platos preparados, cenaban los dos juntos; luego miraban la televisión. No sabía jugar a ningún juego. A veces Bruno se levantaba durante la noche e iba al frigorífico. Echaba cereales en un tazón, añadía leche y nata fresca; lo cubría todo con una gruesa capa de azúcar. Después se lo tomaba. Se tomaba varios tazones, hasta sentirse asqueado. Le pesaba el vientre. Eso le gustaba”.

Extracto del libro «Las Partículas Elementales» (1998)

Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.)

Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.)

«Así se celebraron los funerales en este invierno, transcurrido el cual terminó el primer año de esta guerra. Ya tan pronto como comenzó el verano, los peloponesios y sus aliados, con dos tercios de sus fuerzas, invadieron, como la primera vez, el Ática; los mandaba Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios. Y después de tomar posiciones procedieron a devastar el territorio. No hacía aún muchos días que estaban en el Ática cuando comenzó a declararse por primera vez entre los atenienses la epidemia, que, según se dice, ya había hecho su aparición anteriormente en muchos sitios, concretamente en la parte de Lemnos y en otros lugares, aunque no se recordaba que se hubiese producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas. Los médicos nada podían hacer, pues desconocían la naturaleza de la enfermedad y además fueron los primeros en tener contacto con los enfermos y, por tanto, en morir. La ciencia humana se mostró incapaz; en vano se elevaban oraciones en los templos y se dirigía ruegos a los oráculos. Finalmente, todo fue olvidado ante la fuerza de la epidemia.

Apareció por primera vez, según se dice, en Etiopía, la región situada más allá de Egipto, y luego descendió hacia Egipto y Libia y a la mayor parte del territorio del rey. En la ciudad de Atenas se presentó de repente y atacó primeramente a la población del Pireo, por lo que circuló el rumor entre sus habitantes de que los peloponesios habían echado veneno en los pozos, dado que todavía no había fuentes en la localidad. Luego llegó a la ciudad alta, y entonces la mortandad ya fue mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada persona, tanto si es médico como si es profano, podrá exponer, sin duda, cuál fue, en su opinión, su origen probable así como las causas de tan gran cambio que a su entender, tuvieron fuerza suficiente para provocar todo el proceso. Yo, por mi parte, describiré cómo se presentaba; y los síntomas con cuya observación, en el caso de que un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico, al saber algo de antemano, también voy a mostrarlos, porque yo mismo padecí la enfermedad y vi personalmente a otros que la sufrían.

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«Plague in Athens» (Stanley Meltzoff)

Aquel año, como todo el mundo reconocía, se había visto particularmente libre de de enfermedades en lo que a otras dolencias se refiere; pero si alguien había contraído ya alguna, en todos los casos fue a parar a ésta. En los demás casos, sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente, se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban en seguida inyectadas, y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos les vinieron también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el tacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos, muchos de los enfermos que estaban sin vigilancia, presos de una sed insaciable; pero beber más o menos daba lo mismo. Por otra parte, la imposibilidad de descansar y el insomnio los agobiaban continuamente. El cuerpo, durante todo el tiempo en que la enfermedad estaba en plena actividad, no quedaba agotado, sino que resistía inesperadamente el sufrimiento; así, o perecían, como era el caso de la mayoría, a los nueve o a los siete días, consumidos por el calor interior, quedándoles todavía algo de fuerzas, o, si conseguían superar esta crisis, la enfermedad seguía su descenso hasta el vientre, donde se producía una fuerte ulceración, a la vez que sobrevenía una diarrea si mezclar, y, por lo común, se perecía a continuación a causa de la debilidad que aquélla provocaba. El mal, después de haberse instalado primero en la cabeza, comenzando por arriba recorría todo el cuerpo, y si uno sobrevivía a sus acometidas más duras, el ataque a las extremidades era la señal que dejaba: afectaba, en efecto, a los órganos genitales y a los extremos de las manos y los pies; y muchos se salvaban con la pérdida de estas partes,y algunos incluso perdiendo los ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados.

peste_greciaLa naturaleza de esta enfermedad fue tal que escapa sin duda a cualquier descripción; atacó a cada persona con más virulencia de la que puede soportar la naturaleza humana, pero sobre todo demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y los cuadrúpedos que comen carne humana, a pesar de haber muchos cadáveres insepultos, o no se acercaban, o si los probaban perecían. Y he aquí la prueba: la desaparición de este tipo de ave fue notoria, y nos se las veía ni junto a ningún cadáver ni en ningún otro sitio; los perros, en cambio, por el hecho de vivir con el hombre, hacían más fácil la observación de los efectos.

Tal era, pues, en general el carácter de la enfermedad, dejando a un lado otros muchos aspectos extraordinarios, dado que cada caso presentaba alguna particularidad, que lo diferenciaba de otros. Y durante aquel tiempo ninguna de las enfermedades corrientes hacía sentir sus efectos, y si sobrevenía alguna, acababa en aquélla. Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente atendidos. No se halló ni un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera aplicar con seguridad de eficacia; pues lo que iba bien a uno a otro le resultaba perjudicial. Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró con bastante fuerza frente al mal; éste se llevaba a todos, incluso a los que eran tratados con todo tipo de dietas. Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal (porque entregando al punto su espíritu a la desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir), y también el hecho de que morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados de los unos hacia los otros: esto era sin duda lo que provocaba mayor mortandad. Porque si, por miedo, no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero si se visitaban, perecían, sobre todo quienes de algún modo hacían gala de generosidad, pues, movidos por su sentido del honor, no tenían ningún cuidado de sí mismos entrando en casa de sus amigos cuando, al final, a los mismos familiares, vencidos por la magnitud del mal, ya no les quedaban fuerzas ni para llorar a lo que se iban. No obstante, eran los que ya habían salidos de la enfermedad quienes más se compadecían de los moribundos y de los que luchaban con el mal por conocerlo por propia experiencia y hallarse ya ellos en seguridad; la enfermedad, en efecto, no atacaba por segunda vez a la misma persona, al menos hasta el punto de resultar mortal. Así, recibían el parabién de los demás, y ellos mismos, debido a la extraordinaria alegría del momento abrigaban para el futuro la vana esperanza de que ya ninguna enfermedad podría acabar con ellos.

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«The Plague At Ashdod» (Nicolas Poussin, 1631)

En medio de sus penalidades les supuso un mayor agobio la aglomeración ocasionada por el traslado a la ciudad de las gentes del campo, y quienes más lo padecieron fueron los refugiados. En efecto, como no había casas disponibles y habitaban en barracas sofocantes debido a la época del año, la mortandad se producía en una situación de completo desorden; cuerpos de moribundos yacían unos sobre otros, y personas medio muertas se arrastraban por las calles y alrededor de todas las fuentes movidos por el deseo de agua. Los santuarios en los que se habían instalado estaban llenos de cadáveres, pues morían allí mismo; y es que ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería de ellos, se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano. Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban. También en otros aspectos la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacían ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada y de repente se hacían con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que lo que pasó a ser noble y útil. Ningún temor de los dioses ni de la ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima era natural que disfrutaran un poco de la vida.

Tal era el agobio de la desgracia en que se veían sumidos los atenienses; la población moría dentro de las murallas y el país era devastado fuera. Y en medio de su infortunio, como era natural, se acordaron particularmente de este verso, que los más viejos afirmaban haber oído recitar hacía tiempo:

‘Vendrá una guerra doria y con ella una peste’

Por cierto que surgió una discusión entre la gente respecto a que la palabra usada por los antiguos en el verso no era ‘peste’, si no ‘hambre’, pero en aquellas circunstancias venció, naturalmente, la opinión de que se había dicho ‘peste’; la gente, en efecto, acomodaba su memoria al azote que padecía. Y sospecho que si después de esta un día estalla otra guerra doria y sobreviene el hambre, recitarán el verso con toda probabilidad en este sentido. También acudió a la memoria de quienes lo conocían el oráculo dado a los lacedemonios cuando habían preguntado al dios si debían emprender la guerra y éste les había respondido que, si hacían la guerra con todas sus fuerzas, la victoria sería suya, y les había prometido que él mismo les prestaría su ayuda. Suponían, pues, que los hechos se desarrollaban conforme al oráculo: la epidemia, en efecto, se había declarado así que los peloponesios habían efectuado la invasión; y no se extendió al Peloponeso, al menos de forma que valga la pena mencionar, sino que se fue cebando sobre todos en Atenas y luego en las localidades más pobladas de otras regiones. Éstos son los hechos relativos a la epidemia».

Extracto de la obra «Historia De La Guerra Del Peloponeso» (Tucídides)

La peste negra en Europa (1347-1353)

La peste negra en Europa (1347-1353)

“(…) En cuanto al número de muertes causadas por la peste negra, los estudios recientes arrojan cifras espeluznantes. El índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de Europa, ya como consecuencia directa de la infección, ya por los efectos indirectos de la desorganización social provocada por la enfermedad, desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta de cuidados.

La península Ibérica, por ejemplo, puedo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Se ha calculado que ésta fue la mortalidad en Navarra, mientras que en Cataluña se situó entre el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos abundan en la idea de una catástrofe demográfica. En Perpiñán fallecieron del 58 al 68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas parecidas afectaron al clero de Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población; Siena y San Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos, sobre el 45 por ciento, y Florencia vio cómo de sus 92.000 habitantes quedaban poco más de 37.000. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan solo 30 entre 1347 y 1353.

Peste Negra Europa

Fragmento de «El Triunfo De La Muerte» (Pieter Brueghel el Viejo, 1562)

Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un notorio incremento de los salarios, a causas de la escasez de trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su dinamismo. En el campo, una parte de los campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de la ‘modernización’ de Europa”.

Texto extraído del artículo “La Peste Negra. La Epidemia Más Mortífera” de Antonio Virgili. Originalmente publicado en la revista Historia National Geographic, número 103 (2012).