«La realidad, sin imaginación, es la mitad de realidad».
-«La libertad es un fantasma. Esto lo he pensado seriamente y lo creo desde siempre. Es un fantasma de niebla. El hombre lo persigue, cree atraparlo, y solo le queda un poco de niebla entre las manos».
-«De mis obsesiones no me preocupo. ¿Por qué crece la hierba en el jardín? Porque está abonado para eso».
-«Me parecen muy atractivos unos muslos por los que chorrea algo viscoso, porque la piel se hace más cercana, parece que no solo estamos viéndola, sino además tocándola».
-«Dadme dos horas de actividad al día y me pasaré las veintidós restantes soñando».
-«El sueño es indirigible. No se ha descubierto su secreto. Ojalá pudiera yo orientar mis sueños según mis deseos. Entonces… no me despertaría nunca».
-«El surrealismo no era para mí una estética, un movimiento de vanguardia más, sino algo que comprometía mi vida en una dirección espiritual y moral. No pueden ustedes imaginarse la lealtad que exigía el surrealismo en todos los aspectos».
-«No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaban el humor y la poesía que encontrábamos en él».
-«Dejé de ser religioso en la adolescencia. pero, ¿creen ustedes que no tengo todavía en mi forma de pensar muchos elementos de mi formación cristiana? Entre otras muchas cosas, una ceremonia en honor de la Virgen, con las novicias con sus hábitos blancos y su aspecto de pureza, puede conmoverme profundamente».
-«De todos los seres humanos que he conocido, Federico (García Lorca) fue el mejor. No me refiero a sus obras de teatro ni a su poesía, sino a él como persona. Él era su obra maestra».
-«Los niños y los enanos han sido los mejores actores de mis películas».
-«Dalí me dijo: ‘Yo anoche soñé con hormigas que pululaban en mi mano’. Y yo: ‘Hombre, pues yo he soñado que le cortaba el ojo a alguien’. En seis días escribimos el guión. Estábamos tan identificados que no había discusión».
-«Yo no creo en el progreso social. Solo puedo creer en unos pocos individuos excepcionales de buena fe aunque fracasen, como Nazarín».
-«El misterio es el elemento clave en toda obra de arte».
-«Se proyectaba ‘Un Perro Andaluz’ y yo manejaba el gramófono. Arbitrariamente ponía aquí un tango argentino, allá ‘Tristán e Isolda’. Al terminar me proponía hacer una demostración surrealista, tirándole piedras al al público. Me desarmaron los aplausos».
-«El amor sin pecado es como el huevo sin sal.»
-«He conocido burgueses encantadores y discretos.¿Ustedes creen que todo lo que ha aportado la burguesía es malo? No. Algo habrá que conservar de ella».
-«Filmo para el público habitual y para los amigos, para los que van a entender tal o cual referencia, más o menos oscura para los demás. Pero procuro que estos últimos elementos no entorpezcan el discurso de lo que estoy contando».
-«Dalí sedujo a muchas mujeres, en especial a mujeres norteamericanas; pero estas seducciones acostumbraban habitualmente a consistir en hacerlas acudir a su apartamento, desnudarlas, freír un par de huevos, colocarlos en los hombros de la mujer y ponerla de patitas en la calle sin haber articulado ni una sola palabra.»
-«La moda es la manada; lo interesante es hacer lo que a uno le da la gana».
-«En Sade descubrí un mundo de subversión extraordinaria, en el que entra todo: desde los insectos hasta la sociedad humana, el sexo, la teología. En fin, me deslumbró realmente».
-«Todos somos un poco fetichistas. Aunque algunos exageran, ¿no?».
-«Estoy en contra de la caridad del tipo cristiano. Pero luego, si veo a un pobre hombre que me conmueve, le doy cinco pesos. Si no me conmueve, si me parece antipático, no le doy anda. Entonces, no se trata de caridad».
-«Me gusta acostarme y levantarme temprano, en eso soy antiespañol».
-«Los gallos o las gallinas forman parte de muchas ‘visiones’ que tengo, a veces compulsivas. Es inexplicable, pero el gallo y la gallina son para mi seres de pesadilla».
-«Soy ateo, gracias a Dios».
-«Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba».
El grueso de estas citas proceden de la edición española del libro «Luis Buñuel» (Bill Krohn. Taschen, 2005)
“¿En qué momento un meadero puede convertirse en una obra de arte? No cuando vosotros lo decidáis, sino cuando Marcel Duchamp, un pintor originario de la Alta Normandía, lo decidió. En 1917 Duchamp envió de manera anónima un urinario (‘fountain’ en inglés) a un jurado artístico norteamericano -del que, por otra parte, era miembro-. Escogió el objeto entre centenares de ellos, todos parecidos, en una fábrica de productos sanitarios que los manufacturaba en serie. Solo una cosa distingue a ese urinario, que ha llegado a ser célebre en todo el mundo, de otro producto de la misma fábrica pero utilizado para sus fines más habituales: la firma. Duchamp no firmó con su nombre si no con un seudónimo: R. Mutt, en referencia a un héroe de cómic (un pequeño gordo divertido, conocido entonces por la mayoría de los norteamericanos).
Los miembros del jurado ignoraban la identidad del autor de ese gesto a medio camino entre la broma sin más trascendencia y la revolución estética que desencadena. Duchamp llamó a ese objeto ‘ready-made’ (un objeto ya confeccionado si quisiéramos traducirlo palabra por palabra). Este objeto se distingue de sus semejantes por la intención del artista que impone su presencia en una sala de exposiciones. Y sigue siendo materialmente el mismo, lo fije un fontanero especializado en productos sanitarios en vuestro instituto o lo sitúe un artista en una sala de arte. Pero en el museo se carga simbólicamente de una significación distinta que en los escusados. Su función cambia, su destino también, su finalidad primera y utilitaria desaparece en beneficio de una finalidad secundaria y estética. El ‘ready-made’ entra entonces en la historia del arte y la hace bascular del lado de la modernidad.
Desde luego, se registran resistencias oficiales a este golpe de Estado estético. Se protesta contra la impostura, la broma, el camelo. Se rechaza transformar el objeto banal en objeto artístico. El urinario es un bruto, no labrado, simplemente está firmado; en cambio, las producciones artísticas habituales están elaboradas, fabricadas, y reconocidas como clásicas por la autoridades del medio. Pero las vanguardias, que quieren acabar con la vieja forma de pintar, esculpir y exponer, consiguen imponer el objeto como una pieza superior en la historia del Arte. Entonces, los antiguos y modernos se enfrentan, los conservadores y los revolucionarios, los trasnochados y los progresistas libran una batalla sin cuartel. La historia del siglo XX da la razón a Marcel Duchamp: su golpe de Estado ha triunfado, su revolución metamorfosea la mirada, la creación, la producción, la exposición artística. No obstante, algunos -todavía hoy- rechazan a Duchamp y su herencia, apelan al retorno a una época en la que bastaba con representar lo real, figurarlo, transmitirlo de la manera más fiel posible.
¿Cuál es el sentido de la revolución operada por el meadero? Duchamp da muerte a la Belleza, como otros han dado muerte a la idea de Dios (por ejemplo, la Revolución Francesa en la historia o Nietzche en filosofía). Tras este artista, no abordamos el arte teniendo en la cabeza la idea de la Belleza, sino la del Sentido, la del significado. Una obra de arte no tiene por qué ser bella, se le pide generar sentido. Durante siglos, se creaba no para representar una cosa bella, si no para lograr una bella representación de una cosa: no una puesta de sol, frutos en un frutero, un paisaje marino, un cuerpo de mujer, si no un bello tratamiento de todos esos objetos posibles. Duchamp retuerce el pescuezo de la Belleza e inventa un arte radicalmente cerebral, conceptual e intelectual.
«La Fuente» (Marcel Duchamp, 1917)
Desde Platón (428-347 a. de C.), un filósofo griego idealista (para quien la idea prima sobre lo real que se deriva de ella), la tradición ha enseñado la existencia de un mundo inteligible enteramente poblado de ideas puras: lo Bello en sí, la Verdad en sí, el Bien en sí. Fuera del mundo, inalcanzables por los efectos del tiempo, fuera de representaciones y encarnaciones, esas ideas no tenían necesidad, así se pensaba, del mundo real y sensible para existir. En cambio, según
Platón -y el pensamiento platónico, el de los individuos que lo reivindican-, una Bella cosa define un objeto que participa de la idea de Belleza, que se deriva de ella, que proviene de ella. Cuanto más próxima, íntima, es la relación que tiene con la idea de Bello, más bella es la cosa; cuanto más lejana, menos lo es. Esta concepción idealista del arte atraviesa veinticinco siglos hasta Duchamp. El meadero da muerte a esta visión platónica del mundo estético.
Duchamp asesta otro golpe mortal: el de los soportes. Antes de él, el artista trabaja materiales nobles -el oro, la plata, el mármol, el bronce, la piedra, el lienzo, el muro de una iglesia, etc.-. Tras él, todos los soportes se hacen posibles. Y vemos, en la historia del arte del siglo XX, surgir materiales en modo alguno nobles, incluso innobles en el sentido etimológico: así, excrementos (Manzoni), cuerpos (los artistas del Body-Art francés o del Accionismo vienés), sonido (John Cage, La Monte Young), el meadero (Duchamp), la grasa, fieltro hecho con pelo de conejo (Beuys), luz (Viola, Turrell), plástico, tiempo, televisión (Nam Jun Paik), concepto (On Kawara) y lenguaje (Kosuth), basura (Arman), carteles desgarrados (Hains), etc. De donde viene otra revolución integral, la de los objetos posibles y las combinaciones pensables.
Esta revolución es tan radical que siempre tiene opositores -vosotros, quizá-; casi siempre, los que no poseen el descodificador de ese cambio de época lo rechazan -como se rechazaría la electricidad para preferir la lámpara de petróleo o el avión para preferir la diligencia-. Algunos lamentan esta ruptura en la forma de ver el mundo artístico para preferir las técnicas clásicas anteriores a la abstracción: las escenas de Poussin, en el siglo XVIII, que dan la impresión de una fotografía y una inmensa habilidad técnica; las mujeres de Rubens, en el siglo XVIII, que retozan en el campo y se parecen a la vecina desnuda que podemos ver por nuestra ventana; las manzanas de Cezanne, en el siglo XIX, incluso si se parecen poco a los frutos reales con los que se hace la compota. Nos gusta o no nos gusta Duchamp, sin duda, pero no podemos dejar de admitir lo que hace la historia del siglo XX: el arte de hoy no puede ser semejante al arte de ayer o antes de ayer. Hay que rendirse a la evidencia. ¿Qué sentido tendría para vosotros vivir lo cotidiano vestidos con los trajes que se llevaban en tiempos de la Revolución Francesa? Sois muy libres de no aceptar el arte contemporáneo. Pero al menos, antes de juzgar y condenar, comprendedlo, intentad descodificar el mensaje oculto por el artista, y solo después tiradlo a la basura si aún lo deseáis…
Duchamp da plenos poderes al artista, que decide lo que es del arte y los que no lo es. Pero también da poderes a otros actores que hacen arte igualmente: los galeristas que aceptan exponer tal o cual obra, los periodistas y críticos que escriben artículos para dar cuenta de una exposición, los escritores que redactan el prefacio de los catálogos y apoyan a uno u otro artista, los directores de museos que instalan en sus salas objetos que acceden así al rango de objetos de arte. Pero vosotros también, los observadores, formáis parte de los mediadores, sin los cuales el arte es imposible. Duchamp pensaba que es el observador el que hace el cuadro. Una verdad que vale para todas las obras y todas las épocas: aquel que se detiene y medita delante de la obra (clásica o contemporánea) la crea tanto como su diseñador.
De ahí la función esencial confiada al espectador -vosotros-. Y una confianza importante, un optimismo radical por parte del creador. En efecto, la hipótesis modernista sostiene que la gente sin información que comienza por rechazar el arte contemporáneo y lo considera carente de valor no va a quedarse allí y se decidirá por una iniciación capaz de revelarle las intenciones del artista y el código de la obra. El arte contemporáneo, más que otros, exige una participación activa del observador. Pues podemos contentarnos, en el arte clásico, con extasiarnos ante la habilidad técnica del artesano que pinta su motivo con parecido y fidelidad, podemos asombrarnos con la ilusión más o menos grande producida por una pintura que da la impresión de ser verdadera o de una escultura a la que no parece faltar más que la palabra. Pero desde el urinario, la Belleza está muerta, el Sentido la ha reemplazado. Os toca a vosotros hacer venir, buscar y encontrar las significaciones de cada obra, pues todas funcionan a la manera de un puzle o de un jeroglífico”.
Texto extraído del libro “Antimanual De Filosofía” (Michel Onfray, 2001)
“Todos ustedes están acusados; levántense. El orador no puede hablarles si no están ustedes de pie.
¿Qué hacen ustedes aquí, hacinados como ostras serias? Porque ustedes son serios, ¿no es así?
Serios, serios, serios hasta la muerte.
La muerte es cosa seria, ¿eh?
Uno muere como un héroe o como un idiota, que es lo mismo. La única palabra que no es efímera es la palabra muerte. Quieren ustedes la muerte para los otros.
A muerte, a muerte, a muerte.
El dinero es lo único que nunca muere, se va sencillamente de viaje. Es Dios, aquel al que se respeta, el personaje serio – dinero respeto de las familias. Honor, honor al dinero: el hombre que tiene dinero es un hombre honorable.
El honor se compra y se vende como el culo. El culo, el culo representa la vida como las patatas fritas, y todos ustedes que son serios, todos ustedes huelen peor que la mierda de vaca.
DADÁ, por su parte, no huele a nada, no es nada, nada, nada.
Es como sus esperanzas: nada.
Como sus paraísos: nada.
Como sus ídolos: nada.
Comos sus políticos: nada.
Como sus héroes: nada.
Como sus artistas: nada.
Como sus religiones: nada.
Silben, griten, rómpanme la cara, ¿y luego?, ¿luego qué? Una vez más diré que son ustedes unos imbéciles. En tres meses, mis amigos y yo les venderemos nuestros cuadros por algunos francos”.
“Manifesto Caníbal Dadá”. Leído en público por André Breton durante la velada Dadá del Teatro de la Maison de l’Oeuvre (París) el 27 de marzo de 1920.
Hallé su carta hace apenas unos días. Quiero darle las gracias por su gran afecto y confianza. Siento no poder hacer más; no puedo juzgar la forma de sus versos, porque la intención crítica está demasiado alejada de mí. No hay cosa más deficiente que tocar una obra de arte con palabras críticas: siempre van a surgir interpretaciones equívocas más o menos felices. Las cosas nunca son tan evidentes y claras como generalmente se pretende hacernos creer. La mayoría de los hechos no tienen explicación lógica; se cumplen en espacios en los que jamás entró una palabra; y lo más inexplicable de todo es una obra de arte, existencia misteriosa, cuya vida es eterna y opuesta a la nuestra, que se desvanece.
Después de esta advertencia, puedo añadir que sus poemas no Tienen una forma propia, pero si tienen un callado y escondido principio de personalidad. Con mucha claridad lo percibo en la última poesía: ‘Mi alma’. En ella, algo particular en usted quiere llegar a fundir palabra y música. Y en el hermoso poema ‘A Leopardi’ toma cuerpo una especie de cercanía con aquel grandioso solitario. Sin embargo, estos poemas, aún no se mantienen por si mismos; no tienen independencia; ni siquiera el último y el dedicado ‘A Leopardi’. La amable carta que acompañó sus poemas, me explica algunas deficiencias que encontré al leerlos, pero no puedo señalarlas.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Anteriormente le preguntó a otros. Los lleva a las revistas. Los coteja con otros, y se preocupa porque algunas reacciones los rechazan. Entonces (como usted me ha permitido aconsejarlo), le suplico que abandone eso. Usted mira hacia fuera y, es precisamente lo que no debe hacer ahora. Nadie puede aconsejarlo ni ayudarlo, nadie. Solamente existe una manera: entre en sí mismo. Descubra el fundamento que lo lleva a escribir; investigue si tiene raíces en el lugar más profundo de su corazón; reconozca si para usted sería necesaria la muerte en caso de ser privado de escribir. Esto ante todo: pregúntese en la hora más callada de la noche: ¿debo escribir? Busque en lo más profundo de sí mismo la respuesta. Y si esta es afirmativa, si enfrenta esta grave pregunta con un seguro y sencillo ‘debo’, siendo así, edifique su vida conforme a tal necesidad: su vida, aún en la hora más insignificante y pequeña, debe ser signo y testimonio de ese acto.
Entonces, trate de expresar como el hombre primigenio lo que ve y siente, lo que ama y pierde. No escriba poesías de amor; sobre todo apártese de las formas demasiado comunes y que se encuentran con facilidad: son las más difíciles, porque se necesita mucha madurez para aportar algo propio donde existen en cantidades buenas y, en parte, sobresalientes tradiciones. Por tal motivo, líbrese de los motivos generales y tome los que le ofrece su diario devenir. Muestre sus tristezas y deseos, los pensamientos que acuden a su muerte y su fe en algo bello; muestre todo eso con profunda sinceridad interior, serena, sumisa, y para expresarse, use los objetos de su entorno, imágenes de sus sueños y las cosas esenciales de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese a usted mismo, reconozca que no es lo suficiente poeta para encontrar en ella sus riquezas. En los creadores no cabe la pobreza, ni los lugares pobres e indiferentes. Y aunque usted estuviera en una cárcel sin poder percibir los rumores del mundo exterior, ¿no tendría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, grandiosa, fuente inagotable de recuerdos? Regrese a ella su mirada. Intente aflorar las brumosas sensaciones de tan inmenso pasado; se fortalecerá su personalidad, se acrecentará su soledad y se hará un lugar a la sombra, en el cual, el estrépito de los otros pasa de largo y lejano. Y si de ese regreso a lo interior, de ese adentrarse a su propio mundo brotan versos, no acuda a nadie para saber si sus versos son ‘buenos’. Tampoco intentará que las revistas literarias se interesen en sus trabajos, pues los verá como una preciosa propiedad natural, un pedazo y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad de crearla. En esa naturaleza de origen está implícito el juicio: no hay otro. Por eso, mi querido señor, no podría darle otro consejo que este: penetrar en sí mismo y encontrar las cosas más profundas de su vida. Esa es la fuente en la cual usted encontrará la respuesta a su pregunta si debe crear; tómela como suene, sin explicaciones. Tal vez suceda que usted está llamado a ser artista. Si es así, acepte su destino y llévelo con su sufrimiento y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa que hallará afuera. Pues el creador debe ser un mundo en sí mismo, encontrar todo en sí y en su propia naturaleza.
Tal vez después de esta comunión con su mundo interior y sus soledades, debe renunciar a ser poeta (sería suficiente, como he dicho, sentir que se puede vivir sin escribir, para definitivamente no hacerlo). De cualquier forma, tampoco habría sido en vano el recogimiento interior en que le insisto. En todo caso, partiendo de ahí, su vida encontrará sus propios caminos, y le deseo que sean dichosos, ricos y amplios, se los deseo mucho más de lo que soy capaz de expresar. ¿Qué más le diría? Creo haber realzado todo en su debida forma: para terminar, solo deseo aconsejarle que progrese en su evolución en forma sosegada y sincera: no podría sufrir un deterioro más desastroso, si mira hacia el mundo exterior y espera de él una respuesta, a preguntas que solamente podrá contestar desde su interior, acaso, en la hora más callada.
Fue para mí una alegría encontrar en su carta el nombre del profesor Horacek; conservo hacia ese bondadoso sabio, una profunda admiración y respeto que perdura en el tiempo. Si usted es tan amable, le encomiendo que le haga conocer mis sentimientos; es mucha bondad de su parte que aún me recuerde, y lo sé apreciar.
Ahora, le devuelvo los versos que me confió tan amistosamente. Agradezco de nuevo su cordialidad y confianza, de la cual, con esta sincera respuesta, dada en la mejor forma que sé, trato de hacerme un poco más digno de lo que en realidad soy, por mi condición de desconocido para usted.
Con fervor e interés.
Rainer Maria Rilke”
Fragmento del libro “Cartas A Un Joven Poeta” (1929)
“¿Hace falta siempre un descodificador para entender una obra de arte? Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de arte, sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente despreocupados, ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la palabra si no dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de la misma. Pero así procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su sintaxis, sus convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignore la lengua en la que está escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender su significado y, por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se hace imposible, impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y aparición de una obra de arte.
Al igual que las lenguas habladas, el lenguaje artístico cambia en función de las épocas y los lugares: existen las lenguas muertas (el griego antiguo, el latín), lenguas practicadas por muy pocas personas (el kirguís), lenguas vivas, pero en decadencia (el francés), lenguas dominantes (el inglés en versión americana). También en materia de arte, las obras provienen de civilizaciones desaparecidas (Sumeria, Asiria, Babilonia, el Egipto de los faraones, los etruscos, los incas, etc.), de pequeñas civilizaciones (los escitas), de civilizaciones no hace mucho poderosas pero hoy declinantes (Europa), de civilizaciones dominantes (el modo de vida americano). Cuando nos encontramos ante una obra de arte, el lenguaje artístico exige que en primer lugar sepamos situarla en su contexto geográfico e histórico. Y de este modo, responder a la doble cuestión: dónde y cuándo.
Tenemos que conocer las condiciones de producción de una obra y resolver el problema de su razón de ser: ¿quién la encarga?, ¿quién paga?, ¿quién trabaja para quién?, ¿sacerdotes, comerciantes, burgueses, ricos propietarios, coleccionistas, directores de museo, galeristas, colectividades públicas? Y esta obra: ¿para qué?, ¿qué podemos decir?, ¿qué motiva a un artista a crear aquí (las cuevas de Lascaux, el desierto egipcio), allí (una iglesia italiana, una ciudad flamenca), o en otra parte (una megalópolis occidental, Viena o Nueva York, París o Berlín)?, ¿por qué el artista utiliza un material o un soporte en lugar de otro (el mármol, el oro, la piedra, el lapislázuli, el bronce, el papel de fotografía, la película, el libro, el lienzo, el sonido, la tierra)? Así respondemos a las cuestiones fundamentales: ¿de dónde viene esta obra?, ¿dónde va?, ¿qué pretende provocar?
A continuación debemos preguntarnos: ¿por quién?, con el fin de ubicar la obra en el contexto biográfico del autor. En los periodos en que los artistas no firmaban su producción (esta costumbre es reciente, al menos en Europa, donde data de cinco siglos aproximadamente), obtenemos información sobre las escuelas, los talleres, los grupos de arquitectos, de pintores, decoradores, obreros activos en el mercado. Seguidamente, planteamos la cuestión del origen de la producción estética del individuo. ¿Dónde nace, en qué ambiente?, ¿cuándo y cómo descubre su arte, con qué maestros, en qué circunstancias?, ¿qué es de su familia, su medio, sus estudios, su formación?, ¿cuándo supera a quienes lo iniciaron? Todo el saber disponible sobre la vida del artista permite, un día u otro, comprender la naturaleza y los misterios de la obra ante la cual nos encontramos.
Porque la obra de arte es críptica, siempre. Más o menos netamente, con más o menos claridad, pero siempre. Corremos el riesgo de quedarnos mucho tiempo delante de los frescos de las cuevas de Lascaux sin entenderlos porque hemos perdido el descodificador. No sabemos nada del contexto: ¿quién pintaba?, ¿qué significan esas manadas de pequeños caballos?, ¿y ese bisonte que embiste a un hombre con una cabeza de pájaro?, ¿a quién o a qué destinaban esas pinturas: a jóvenes iniciados en ceremonias chamánicas?, ¿por qué se utilizaba el rojo ocre aquí, como carbonilla pulverizada, soplada, proyectada, la barra de carbón negro allí, el pincel de pelo animal allá?, ¿cómo explicar que algunos dibujos oculten otros bajo los dedos de terceros pintores o varios siglos de distancia?, ¿a los hombres a quienes debemos estas decoraciones se les tenía por artesanos, artistas o sacerdotes?
Como la mayoría de estas cuestiones no llegan a ser resueltas, muchas veces los espectadores o los críticos se conforman con proyectar sus observaciones sobre las obras que examinan. Al no ver lo que los artistas quieren manifestar, los comentadores les atribuyen intenciones que aquellos no tenían. La historia de las interpretaciones de Lascaux deja indemne el sentido mismo de la obra, realmente destinado a quedar ignorado, porque sus condiciones de producción seguirán siendo desconocidas y nunca se dispondrá de una clave de lectura digna de tal nombre. El desconocimiento del contexto de una obra conduce a la ignorancia de su sentido. Cuanto más sabemos de su entorno, mejor comprendemos su interior; cuanto menos sabemos de él, más nos condenamos a permanecer en la periferia.
De algún modo, conocer la época, la identidad del autor, sus intenciones, transforma al observador en artista. No hay comprensión de una obra si falta la inteligencia de quien la mira. La cultura es, pues, esencial para la aprehensión del mundo del arte, sea cual sea el objeto concernido y considerado. Al proponer un trabajo, el artista efectúa la mitad del camino. La otra es cuestión del aficionado que se propone apreciar la obra. La época y el temperamento del creador se concentran el objeto de arte (que puede ser tanto una construcción, una pirámide por ejemplo o un edificio firmado por Jean Nouvel, como una pintura de Picasso, una sinfonía de Mozart, un libro de Víctor Hugo, un poema de Rimbaud, una fotografía de Cartier-Bresson, etc.). En cuanto al objeto, este solo adquiere su sentido con la cultura, el temperamento y el carácter de la persona que parecía el trabajo. De ahí la necesidad de un aficionado artista.
¿Cómo nos convertimos en ese aficionado, es decir, en ese apasionado del arte? Dándonos los medios de adquirir ese descodificador. ¿Es decir? Construyendo nuestro juicio. La construcción de un juicio supone tiempo, empeño y paciencia. ¿Quién afirma que conoce bien una lengua extranjera si le dedica un tiempo y un empeño ridículos? ¿Quién puede creer dominar un instrumento musical sin haber sacrificado horas y horas de práctica con el fin de cubrir la distancia que separa el balbuceo de la maestría? Lo mismo ocurre con la fabricación de un gusto. Poco importa cuál sea el objeto de ese gusto (un vino, un guiso, una pintura, una pieza musical, una obra de arquitectura, un libro de filosofía, un poema), solo logramos apreciarlo una vez que hemos aceptado que hay que aprender a juzgar.
Para ello hay que educar los sentidos y provocar al cuerpo. La percepción de una obra de arte se realiza exclusivamente por las sensaciones: vemos, oímos, gustamos, olemos, etc. Aceptad, al comienzo de vuestra iniciación, estar perdidos, no comprender todo, confundir, equivocaros, dar rodeos, no obtener de inmediato excelentes resultados. No se conversa, en las altas esferas intelectuales, con un interlocutor tras solo unas semanas de inmersión en su lengua. Lo mismo en lo que concierne al mundo del arte. Tiempo, paciencia y humildad, además de valor, tenacidad y determinación. Los resultados se obtienen al final de un túnel más o menos largo según vuestro empeño y vuestras capacidades.
La construcción del juicio supone igualmente orden y método, además de un maestro. La escuela debería desempeñar ese papel, lo cual no hace; la familia también, pero no todas pueden hacerlo. La tarea también os incumbe a vosotros, personalmente. Frecuentad museos, salas de conciertos, mirad las construcciones públicas y privadas, en la calle, con otros ojos, id a exposiciones, deteneos en galerías, escuchad emisoras especializadas en la música en la que os gustaría iniciaros, bebed y comed solamente, si es posible, vinos y platos de calidad, ejerciendo en cada ocasión vuestro gusto, vuestras impresiones, comparando vuestras opiniones, describiéndolas, contándoselas a vuestros amigos, vuestros novios y novias, incluso escribiéndolas para vosotros mismos: todo ello contribuye a la formación de vuestra sensibilidad, de vuestra sensualidad, además de vuestra inteligencia, y finalmente de vuestro juicio. Después, un día, sin avisar, su ejercicio se producirá fácilmente, simplemente. Entonces descubriréis un placer ignorado por la mayoría, en todo caso, por los que se conforman, delante de una obra de arte, con reproducir los tópicos de su época, de sus conocidos, o de su entorno”.
Texto extraído del libro “Antimanual de Filosofía” (2001)