Novalis (1772-1801)

Novalis (1772-1801)

“Un día que yo derramaba largo llanto, que se desvanecía mi esperanza resuelta en dolor, cuando estaba solitario ante la yerma colina que en estrecho y oscuro recinto encerraba la forma misma de la vida – solo como nunca ningún solitario lo estuvo – acosado por indecible angustia– ya sin fuerzas, una imagen del desamparo y nada más. – Mientras dejaba vagar la mirada en busca de auxilio, sin poder avanzar, sin poder volver atrás, y me aferraba con ansias infinitas a la vida fugaz, evanescente; – entonces, de las azules lejanías – de las alturas de mi antigua dicha me vino un estremecimiento vesperal – que rompió de golpe el lazo del nacimiento, las cadenas de la luz. Desvanecióse la pompa de la tierra, se disipó con ella mi dolor – mi melancolía se fundió en un mundo insondable y nuevo – y tú, entusiasmo nocturno, sueño del cielo, caíste sobre mí – todo el paraje se elevó lentamente; y sobre él flotaba, librado y renacido, mi espíritu. La colina se convirtió en una nube de polvo –  a través de la nube distinguí el rostro transfigurado de mi amada. La eternidad reposaba en sus ojos – cogí sus manos y las lágrimas se transformaron en una cadena inquebrantable y luminosa. Volaban ahuyentados los milenios hacia horizontes lejanos, como tempestades. Abrazado a su cuello lloré lágrimas arrebatadoras en el umbral de la vida nueva. – Fue el primero, el único ensueño – y desde entonces tengo una fe eterna, inalterable en el cielo de la noche y en su luz que es mi amada”.

Fragmento de la obra “Himnos A La Noche” (1800)

Marcel Duchamp (1887-1968)

Marcel Duchamp (1887-1968)

“¿En qué momento un meadero puede convertirse en una obra de arte? No cuando vosotros lo decidáis, sino cuando Marcel Duchamp, un pintor originario de la Alta Normandía, lo decidió. En 1917 Duchamp envió de manera anónima un urinario (‘fountain’ en inglés) a un jurado artístico norteamericano -del que, por otra parte, era miembro-. Escogió el objeto entre centenares de ellos, todos parecidos, en una fábrica de productos sanitarios que los manufacturaba en serie. Solo una cosa distingue a ese urinario, que ha llegado a ser célebre en todo el mundo, de otro producto de la misma fábrica pero utilizado para sus fines más habituales: la firma. Duchamp no firmó con su nombre si no con un seudónimo: R. Mutt, en referencia a un héroe de cómic (un pequeño gordo divertido, conocido entonces por la mayoría de los norteamericanos).

Los miembros del jurado ignoraban la identidad del autor de ese gesto a medio camino entre la broma sin más trascendencia y la revolución estética que desencadena. Duchamp llamó a ese objeto ‘ready-made’ (un objeto ya confeccionado si quisiéramos traducirlo palabra por palabra). Este objeto se distingue de sus semejantes por la intención del artista que impone su presencia en una sala de exposiciones. Y sigue siendo materialmente el mismo, lo fije un fontanero especializado en productos sanitarios en vuestro instituto o lo sitúe un artista en una sala de arte. Pero en el museo se carga simbólicamente de una significación distinta que en los escusados. Su función cambia, su destino también, su finalidad primera y utilitaria desaparece en beneficio de una finalidad secundaria y estética. El ‘ready-made’ entra entonces en la historia del arte y la hace bascular del lado de la modernidad.

Desde luego, se registran resistencias oficiales a este golpe de Estado estético. Se protesta contra la impostura, la broma, el camelo. Se rechaza transformar el objeto banal en objeto artístico. El urinario es un bruto, no labrado, simplemente está firmado; en cambio, las producciones artísticas habituales están elaboradas, fabricadas, y reconocidas como clásicas por la autoridades del medio. Pero las vanguardias, que quieren acabar con la vieja forma de pintar, esculpir y exponer, consiguen imponer el objeto como una pieza superior en la historia del Arte. Entonces, los antiguos y modernos se enfrentan, los conservadores y los revolucionarios, los trasnochados y los progresistas libran una batalla sin cuartel. La historia del siglo XX da la razón a Marcel Duchamp: su golpe de Estado ha triunfado, su revolución metamorfosea la mirada, la creación, la producción, la exposición artística. No obstante, algunos -todavía hoy- rechazan a Duchamp y su herencia, apelan al retorno a una época en la que bastaba con representar lo real, figurarlo, transmitirlo de la manera más fiel posible.

¿Cuál es el sentido de la revolución operada por el meadero? Duchamp da muerte a la Belleza, como otros han dado muerte a la idea de Dios (por ejemplo, la Revolución Francesa en la historia o Nietzche en filosofía). Tras este artista, no abordamos el arte teniendo en la cabeza la idea de la Belleza, sino la del Sentido, la del significado. Una obra de arte no tiene por qué ser bella, se le pide generar sentido. Durante siglos, se creaba no para representar una cosa bella, si no para lograr una bella representación de una cosa: no una puesta de sol, frutos en un frutero, un paisaje marino, un cuerpo de mujer, si no un bello tratamiento de todos esos objetos posibles. Duchamp retuerce el pescuezo de la Belleza e inventa un arte radicalmente cerebral, conceptual e intelectual.

Marcel Duchamp

«La Fuente» (Marcel Duchamp, 1917)

Desde Platón (428-347 a. de C.), un filósofo griego idealista (para quien la idea prima sobre lo real que se deriva de ella), la tradición ha enseñado la existencia de un mundo inteligible enteramente poblado de ideas puras: lo Bello en sí, la Verdad en sí, el Bien en sí. Fuera del mundo, inalcanzables por los efectos del tiempo, fuera de representaciones y encarnaciones, esas ideas no tenían necesidad, así se pensaba, del mundo real y sensible para existir. En cambio, según
Platón -y el pensamiento platónico, el de los individuos que lo reivindican-, una Bella cosa define un objeto que participa de la idea de Belleza, que se deriva de ella, que proviene de ella. Cuanto más próxima, íntima, es la relación que tiene con la idea de Bello, más bella es la cosa; cuanto más lejana, menos lo es. Esta concepción idealista del arte atraviesa veinticinco siglos hasta Duchamp. El meadero da muerte a esta visión platónica del mundo estético.

Duchamp asesta otro golpe mortal: el de los soportes. Antes de él, el artista trabaja materiales nobles -el oro, la plata, el mármol, el bronce, la piedra, el lienzo, el muro de una iglesia, etc.-. Tras él, todos los soportes se hacen posibles. Y vemos, en la historia del arte del siglo XX, surgir materiales en modo alguno nobles, incluso innobles en el sentido etimológico: así, excrementos (Manzoni), cuerpos (los artistas del Body-Art francés o del Accionismo vienés), sonido (John Cage, La Monte Young), el meadero (Duchamp), la grasa, fieltro hecho con pelo de conejo (Beuys), luz (Viola, Turrell), plástico, tiempo, televisión (Nam Jun Paik), concepto (On Kawara) y lenguaje (Kosuth), basura (Arman), carteles desgarrados (Hains), etc. De donde viene otra revolución integral, la de los objetos posibles y las combinaciones pensables.

Esta revolución es tan radical que siempre tiene opositores -vosotros, quizá-; casi siempre, los que no poseen el descodificador de ese cambio de época lo rechazan -como se rechazaría la electricidad para preferir la lámpara de petróleo o el avión para preferir la diligencia-. Algunos lamentan esta ruptura en la forma de ver el mundo artístico para preferir las técnicas clásicas anteriores a la abstracción: las escenas de Poussin, en el siglo XVIII, que dan la impresión de una fotografía y una inmensa habilidad técnica; las mujeres de Rubens, en el siglo XVIII, que retozan en el campo y se parecen a la vecina desnuda que podemos ver por nuestra ventana; las manzanas de Cezanne, en el siglo XIX, incluso si se parecen poco a los frutos reales con los que se hace la compota. Nos gusta o no nos gusta Duchamp, sin duda, pero no podemos dejar de admitir lo que hace la historia del siglo XX: el arte de hoy no puede ser semejante al arte de ayer o antes de ayer. Hay que rendirse a la evidencia. ¿Qué sentido tendría para vosotros vivir lo cotidiano vestidos con los trajes que se llevaban en tiempos de la Revolución Francesa? Sois muy libres de no aceptar el arte contemporáneo. Pero al menos, antes de juzgar y condenar, comprendedlo, intentad descodificar el mensaje oculto por el artista, y solo después tiradlo a la basura si aún lo deseáis…

tumblr_m161vqGwNl1qe0r71o1_500Duchamp da plenos poderes al artista, que decide lo que es del arte y los que no lo es. Pero también da poderes a otros actores que hacen arte igualmente: los galeristas que aceptan exponer tal o cual obra, los periodistas y críticos que escriben artículos para dar cuenta de una exposición, los escritores que redactan el prefacio de los catálogos y apoyan a uno u otro artista, los directores de museos que instalan en sus salas objetos que acceden así al rango de objetos de arte. Pero vosotros también, los observadores, formáis parte de los mediadores, sin los cuales el arte es imposible. Duchamp pensaba que es el observador el que hace el cuadro. Una verdad que vale para todas las obras y todas las épocas: aquel que se detiene y medita delante de la obra (clásica o contemporánea) la crea tanto como su diseñador.

De ahí la función esencial confiada al espectador -vosotros-. Y una confianza importante, un optimismo radical por parte del creador. En efecto, la hipótesis modernista sostiene que la gente sin información que comienza por rechazar el arte contemporáneo y lo considera carente de valor no va a quedarse allí y se decidirá por una iniciación capaz de revelarle las intenciones del artista y el código de la obra. El arte contemporáneo, más que otros, exige una participación activa del observador. Pues podemos contentarnos, en el arte clásico, con extasiarnos ante la habilidad técnica del artesano que pinta su motivo con parecido y fidelidad, podemos asombrarnos con la ilusión más o menos grande producida por una pintura que da la impresión de ser verdadera o de una escultura a la que no parece faltar más que la palabra. Pero desde el urinario, la Belleza está muerta, el Sentido la ha reemplazado. Os toca a vosotros hacer venir, buscar y encontrar las significaciones de cada obra, pues todas funcionan a la manera de un puzle o de un jeroglífico”.

Texto extraído del libro “Antimanual De Filosofía” (Michel Onfray, 2001)

Francis Carco (1886-1958)

Francis Carco (1886-1958)

«Fernande, casi más que el amor, adoraba el cansancio que venía después, mientras, tumbada en la cama deshecha, sentía por el Palomo una ternura renovada. Él encendía un cigarrillo y, voluptuosamente estirado bajo la sábana, se quedaba en silencio. Ella miraba cómo ascendía hasta el techo el humo que soltaba él despacio, y su felicidad era todo ligereza, dulzura y agotamiento. Era una felicidad frágil, nueva, una maravilla delicada, y nunca se abandonaba por completo tanto como en el momento mismo en que sentía que era así. El tiempo dejaba de existir.  Por fin, todo iba alejándose… todo… hasta el rumor de la inmensa ciudad sorprendida trágicamente por la noche, obstruida por el alocado bullicio de la calle, las aceras y los bares relucientes.
¡Y qué paz! En el cielo incandescente por las luces el fuego purísimo de una estrella se encendía y temblaba. No había ni una nube… Alguien arrastraba una silla. En el corredor, una misteriosa conversación iba alejándose, una puerta se abría primero para cerrarse después…-¡Ah! ¿Qué hora es? –preguntó Fernande.

El Palomo se deslizó fuera de la  cama y encendió la lámpara. Eran las ocho. Su vida, desde hacía cuatro meses, se dividía entre la ociosidad de días todos iguales, y el trabajo de las noches. La muchacha trabajaba sola. Celosa hasta el punto de pegarse con quien hubiera querido arrebatarle al Palomo, se esforzaba para que no le faltara de nada. Aquella belleza frágil escondía una pasión con una violencia que nadie hubiera podido sospechar. Y ya casi no reconocía la figura pálida de aquella obstinada que veía acercarse al espejo y que se desvestía después de sacar de la media el dinero que, moneda a moneda, había ido guardando.

Y sin embargo era ella, la Fernande… Se la podía ver por los bares de la plaza y de la calle Pigalle.  Hasta el amanecer, acompañaba a los bebedores grises que estaban dispuestos a pagar y a llevarla al hotel… Volvía horriblemente cansada. El Palomo dormía. Se acostaba pero muy a menudo se echaba a llorar, con el corazón henchido de un sufrimiento misérrimo, con los ojos quemados por la luz del día que inundaba la habitación, y desesperada por no creer bastante en aquel pobre amor que llenaba y desgarraba su vida.

Porque –y era a pesar de toda su energía- Fernande se sentía incapaz en ocasiones de luchar contra la indiferencia apenas disimulada de Jesús el Palomo. No la amaba. Si la había hecho suya era por cálculo y notaba perfectamente los bajos manejos, las sonrisas, las caras ambiguas y la cobardía con que la rodeaba. ¡Si se había dado cuenta desde la primera noche! ¿Cómo podía, después de tanto tiempo, seguir aguantando que la tuviera tan vulgarmente engañada? Pero la muchacha se preguntaba inmediatamente después si al perderlo no lo perdería todo. Él era más fuerte. La tenía cogida. ¿Podía ni siquiera imaginar que un día dejaría de satisfacer el menor de sus caprichos, y él de hacerla sufrir? ¡Ay, bien sabía que las mujeres adoran a quien sabe dominarlas!… En el Moulin-Rouge tenía amigas que vivían juntas. No eran felices. Había parejas extrañas que se reían por tonterías. No eran felices… Se les notaba en la cara de preocupación que ponían de vez en cuando. Sus miradas lo decían a gritos a los que pasaban envidiando su dicha ficticia.

¿Y los que se acodan en la barra, los que fuman y bajan la vista, los que beben para atontarse, los que siguen a una mujer por la pasarela, los que deambulan por la calle toda la noche? Tampoco eran felices… Fernande había conocido a muchos que, en la habitación donde se juntaban, le pagaban, la miraban… Bajo todas aquellas apariencias, la misma angustia. Nadie se libraba. Las putitas del bulevar ahogan su tristeza en el éter. No tenían fuerzas para empezar, cada día, una existencia inútil, y las morfinómanas, las opiómanas, cada una con su vicio y sus pesares, afirmaban su desprecio, cada noche más amargo, del día siguiente.

En aquel infierno abigarrado de Montmartre, donde los negros vividores y desdeñosos, los macarras, los ojeadores, los embaucadores, los bohemios, los gigolós y las chicas se cruzan, se espolean, se denigran, se mezclan, Fernande se encontraba sola y, no sabiendo a quién confiarse, sentía cómo le invadía un cruel desencanto”.

Extracto de la novela “Juan El Palomo” (1912)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

“¿No habéis oído hablar de ese hombre loco que, en pleno día, encendió un farol y echó a correr por la plaza pública, gritando sin cesar, ‘¡Busco a Dios, busco a Dios!’? Como allí había muchos que no creían en Dios, su grito provocó la hilaridad. ‘Qué, ¿se ha perdido Dios?’, decía uno. ‘¿Se ha perdido como un niño pequeño?’, preguntaba otro. ‘¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?’- Así gritaban y reían con gran confusión.

El loco se precipitó en medio de ellos y los traspasó con la mirada: ‘¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir’, les gritó. ‘¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos podido hacer eso? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Y quién nos ha dado la esponja para secar el horizonte? ¿Qué hemos hecho al separar esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde se dirigen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos incesantemente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer, cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender faros en pleno mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿Nada olfateamos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa sangre? ¿Qué agua podrá purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué juegos nos veremos forzados a inventar? ¿No es excesiva para nosotros la grandeza de este acto? ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso y las futuras generaciones serán, por este acto, parte de una historia más alta de lo que hasta el presente fue la historia’.

Aquí calló el loco y miró de nuevo a sus oyentes; ellos también callaban, y le miraban perplejos. Por último, arrojó al suelo el farol, que se apagó y rompió en mil pedazos: ‘He llegado demasiado pronto, dijo. No es aún mi hora. Este gran acontecimiento aún está en camino, todavía no ha llegado a oídos de los hombres. Es necesario dar tiempo al relámpago y al trueno, es necesario dar tiempo a la luz de los astros, tiempo a las acciones, cuando ya han sido realizadas, para ser vistas y oídas. Este acto está más lejos de los hombres que el acto más distante; y, sin embargo, ellos lo han realizado’

«El Hombre Loco». Aforismo 125 de «La Gaya Ciencia” (1882)

Francis Picabia (1878-1953)

Francis Picabia (1878-1953)

“Todos ustedes están acusados; levántense. El orador no puede hablarles si no están ustedes de pie.

¿Qué hacen ustedes aquí, hacinados como ostras serias? Porque ustedes son serios, ¿no es así?

Serios, serios, serios hasta la muerte.

La muerte es cosa seria, ¿eh?

Uno muere como un héroe o como un idiota, que es lo mismo. La única palabra que no es efímera es la palabra muerte. Quieren ustedes la muerte para los otros.

A muerte, a muerte, a muerte.

El dinero es lo único que nunca muere, se va sencillamente de viaje. Es Dios, aquel al que se respeta, el personaje serio – dinero respeto de las familias. Honor, honor al dinero: el hombre que tiene dinero es un hombre honorable.

El honor se compra y se vende como el culo. El culo, el culo representa la vida como las patatas fritas, y todos ustedes que son serios, todos ustedes huelen peor que la mierda de vaca.

DADÁ, por su parte, no huele a nada, no es nada, nada, nada.

Es como sus esperanzas: nada.
Como sus paraísos: nada.
Como sus ídolos: nada.
Comos sus políticos: nada.
Como sus héroes: nada.
Como sus artistas: nada.
Como sus religiones: nada.

Silben, griten, rómpanme la cara, ¿y luego?, ¿luego qué? Una vez más diré que son ustedes unos imbéciles. En tres meses, mis amigos y yo les venderemos nuestros cuadros por algunos francos”.

“Manifesto Caníbal Dadá”. Leído en público por André Breton durante la velada Dadá del Teatro de la Maison de l’Oeuvre (París) el 27 de marzo de 1920.