“De la historia universal no puedo decir que el hombre sea bueno, noble, pacífico y altruista, pero creo, y además sé con certeza, que entre las posibilidades que tiene a su alcance se encuentra también esta noble y hermosa posibilidad, la tendencia hacia el bien, la paz y la belleza, que puede florecer en circunstancias favorables, y si esta fe tuviera necesidad de una confirmación, la encontraría en la historia universal, junto a los conquistadores, dictadores, guerreros y lanzadores de bombas, en las apariciones de Buda, Sócrates, Jesús, los escritos sagrados de los hindúes, judíos, chinos, y todas las maravillosas obras del espíritu humano en el mundo del arte. Una cabeza de profeta en el pórtico de una catedral, un par de acordes de la música de Monteverdi, Bach, Beethoven, un trozo de lienzo de Guardi o de Renoir, son suficientes para contradecir todo el teatro bélico de la brutal historia universal y presentar otro mundo, espiritual y dichoso. Y por añadidura, las obras artísticas tienen una duración mucho más segura y prolongadas que las obras de violencia, a las que sobreviven durante milenios”.
“Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:
-Estoy algo volado, mejor conduces tú…
Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a Las Vegas. Y una voz aulló:
-¡Dios mío! ¿Qué son esos condenados bichos?
Luego, se tranquilizó todo otra vez. Mi abogado se había quitado la camisa y se echaba cerveza por el pecho para facilitar el proceso de bronceado.
-¿Qué diablos andas gritando? -murmuró, mirando fijamente hacia arriba, hacia el sol, los ojos cerrados y protegidos con unas de esas gafas españolas que van enganchadas atrás.
-No es nada –dije-. Te toca conducir a ti.
-Pisé el freno y enfilé el Gran Tiburón Rojo hacia el borde de la carretera. Pensé que no tenía objeto mencionar aquellos vampiros. Muy pronto los vería el pobre cabrón.
Era casi mediodía, y aún teníamos que recorrer más de ciento sesenta kilómetros. Sería duro. Pero no había marcha atrás ni tiempo para descansar. Tendríamos que seguir”.
Primera página de la novela “Miedo y Asco En Las Vegas” (1971)
«No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí. No adulé sus jerarquías, ni incliné paciente rodilla a sus idolatrías.
No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritado adorando un eco; entre la multitud no me contaron como uno más. Estaba con ellos, pero no era de ellos.
“Y bien, buen hombre –dijo Sócrates al portador del veneno-, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
-Solo beber el tósigo y pasear –le respondió- hasta que las piernas te pesen. Luego tumbarte. Así hará su efecto.
-Y diciendo esto, tendió la copa a Sócrates. Tomóla éste con tranquilidad, sin temblar ni alterarse, miró al verdugo de frente, según tenía por costumbre, y le dijo:
-¿Habrá que hacer una libación a alguna divinidad?
-Nosotros no sabemos nada de eso, Sócrates, tan solo trituramos la cantidad de cicuta que juzgamos precisa para beber.
-Me doy cuenta –contestó-. Pero al menos se puede y debe suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración. ¡Que así sea!
-Y dichas estas palabras, bebió el veneno, conteniendo la respiración, sin repugnancia ni dificultad. Hasta ese momento nosotros habíamos podido contener el llanto; pero cuando le vimos beber ya no lo hicimos. Yo mismo, contra mi voluntad, lloré por mí mismo… por mi propia desventura, al verme privado de tal amigo. Critón, que había empezado a llorar antes que yo, se había levantado. Y Apolodoro, que no había cesado un momento de hacerlo, rompió en demostraciones de indignación. No hubo nadie de los presentes, salvo el propio Sócrates, que no se conmoviera. Entonces nos dijo:
-¿Qué hacéis? Si mandé afuera a las mujeres fue para que no llorasen, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.
-Y, al oírle, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. Él, después de haberse paseado, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el suministrador del veneno. Éste le observaba las piernas. Luego le apretó el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. El hombre fue subiendo y nos mostró que iba enfriándose y quedándose rígido. Y nos dijo que cuando le llegara al corazón moriría. Tenía ya casi frío el vientre cuando, descubriendo su rostro –pues se lo había cubierto- dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:
-Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio. No olvidéis esa deuda.
-Descuida, que así se hará –le respondió Critón. Mira si tienes que decir algo más.
-A esta pregunta ya no contestó. Al cabo de un rato tuvo un estremecimiento y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Critón le cerró la boca y los ojos. Así fue el fin de un varón que fue el mejor, el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos”.
“Una vieja palabra, usada, desgastada y manoseada, palabra alcahueta, con la que hacen gorgoritos retóricos los oradores, por la que se mata y la que se muere, por la que se encarcela y se fusila, palabra antifaz, máscara, venda, mil veces profanada y que parece no significar ya nada concreto y ser solo mero sonido, humo, mentira. Pero esta palabra resiste y sobrevive a los usos perversos de la retórica, de la política y del poder. En ella muchos nos reconocemos. (…) La libertad provoca y mantiene amores tan sin doblez y fidelidades tan enteras porque es algo más que una idea o una noción, algo más que una cosa o un bien que se da y se recibe y que está fatalmente condenado a la afrenta de la vejez y la degradación de la muerte. Las ideas nacen y mueren pero la libertad permanece. Y esta perenne vitalidad le viene de ser algo más antiguo que todas la ideas y los valores. La libertad es la condición misma de nuestro ser y la fuente de todas nuestras obras. Inseparable del hombre, su ser se confunde con el nuestro. Es nuestra creadora, nuestra creación y el horizonte en donde se despliegan nuestras creaciones. (…) La libertad es una creación y una conquista. Creación y conquista: no de esto o aquello, y menos que nada de nuestros semejantes, sino de nosotros mismos. El ejercicio de la libertad es siempre una conquista de los territorios incógnitos del ser. Mientras aquel que ejerce el poder sobre sus semejantes quiere apropiarse del ser de los otros y así ser más, el hombre realmente libre quiere más ser.”