“No sé de dónde saqué la idea, pero me había empeñado en que aquel cumpleaños tenía que ser diferente. No es que no tuviese amigos que quisieran celebrarlo conmigo. Ni que viviese lejos de mi familia. Tampoco era que hubiese roto con aquel hombre. Lo único que sabía era que quería coger el coche y hacer carretera. Quería celebrarlo a solas conmigo misma. Así que, en mi vigésimo quinto cumpleaños, cogí un montón de dinero del bote donde solía guardarlo, me subí al coche y partí. Antes le había dicho a todo el mundo que no tenía nada contra nadie, pero que me iba de viaje por mi cumpleaños. Y no di más explicaciones.
Llegó el día y me invadió una extraña sensación de júbilo. De hecho, me desperté sintiéndome muy bien. Después de coger el dinero y de subir al coche, la euforia fue en aumento. Sonreía con solo recorrer las calles y fijarme en edificios en los que nunca me había fijado. Todo me parecía divertido y lleno de buenos augurios. Después de conducir durante largo rato, vi un cartel que decía: ‘El restaurante de Nena’. A mi madre le dicen Nena, así que giré a la derecha y fui a dar a la playa. No tenía ni idea de en qué parte de la costa me encontraba o cuánto rato iba a quedarme allí. Miré las gaviotas durante un lapso y la espuma que coronaba las olas. Me parecía ver el mundo con una sorprendente claridad, aunque no me había dado cuenta de que estaba desenfocado.
Acabé aparcando en una callecita de adoquines muy peculiar, llena de pequeñas tiendas junto al mar. Era el único indicio de civilización que había visto en kilómetros y kilómetros. Mi coche se detuvo solo frente a un hotelito y me bajé. No recuerdo la razón, pero entré y pregunté cuánto costaba la habitación. Me daba igual el precio, pensaba quedarme de todos modos. Una mujer con un traje de cachemira me condujo al segundo piso por unas inmaculadas escaleras color melocotón y paredes blancas y me enseñó la habitación. Vi una cama de madera con dosel, con colcha y almohadas de encaje. Había una acogedora chimenea y una terraza con la misma vista del mar que había estado observando durante kilómetros. Tenía una bañera con patas, coronada por una antigua cortina colgada de un círculo. La nevera estaba llena de bebidas y la cafetera lista para ser conectada por la mañana. Le di las gracias a la mujer y esperé a que se marchase.
Cogí la bolsa, saqué mis compacts, mi incienso y mis cigarrillos y me quedé allí sentada durante un momento dejando que la habitación me entrara por los poros. Tenía una energía tan extraña y perfecta que lo único que deseaba era sentir todas y cada una de sus vibraciones. Pesé los dedos por los jabones de la bañera y me tiré sobre la cama. Me sentía libre. Me sentía absoluta e increíblemente libre y sabía, sin lugar a dudas, que era allí donde tenía que estar.
Bajé las escaleras y me fui a explorar la cala sobre un mar que, aquel día, era solo para mí. Me compré un sándwich y un traje de baño y sentí el sol en el rostro. Hablé con desconocidos y leí los carteles pegados en las tapias. Olí el aroma de las panaderías y saboreé la sal en mis labios. En algún momento del día entre el almuerzo y la caída del sol, saqué un libro del bolso y leí un rato en la playa. Luego me quedé para ver atardecer mientras, poco a poco, los habitantes de la zona iban llegando elegantemente vestidos a los restaurantes. Observé cómo el sol iba ocultándose y el cielo empezaba su danza de colores. Tenía las manos enlazadas alrededor de las rodillas y los dedos de los pies hundidos en la blanca arena, tibia y suave. Me levanté y fui hacia el agua, deseando hundirme en la espuma del mar. Mientras me acercaba sentí como si mi cuerpo se volviese parte del planeta. Como si una parte de mí recordase que no era más que una persona sobre este mundo y que pertenecía a él. Y, de repente, ya formaba parte del océano y del crepúsculo y de la salida de la luna, y mi cuerpo quería bailar. Y bailé. Me puse a correr y a girar y a dar vueltas y a zambullirme, sin importarme quién mirase o si había alguien haciéndolo. Paseé y brinqué y correteé. Me tumbé en la orilla y dejé que el agua me cubriese. Sentí cómo las olas me arrastraban de vuelta al mar. Me sentía tan libre… y tan segura…
Cuando quedé agotada y ya era casi de noche, regresé a mi habitación. El cuarto me estaba esperando y yo se lo agradecí correspondiéndole. No salí a cenar. Hice lo que tenía ganas de hacer: quedarme allí. Comerme lo que había quedado de mi sándwich de salami y leer mi libro. Me di un baño y prendí un poco de incienso. Entre capítulo y capítulo me fumaba un cigarrillo en la tumbona de la terraza. Durante esos descansos, me asaltaron pensamientos muy intensos. Pensé en que no había habido ningún hombre que me hubiera hecho feliz ni infeliz. Pensé en las estrellas y en todo lo que representaban. Pensé en lo mucho que siempre había deseado ser amiga de mi madre. Sentí que no había nada ni nadie que pudiese deprimirme. Todo parecía perfecto, en sintonía y al alcance de la mano. No quería dormirme. No quería sentir que aquello se acababa. Me pasé toda la noche leyendo, fumando, observando la perfección de aquel cielo nocturno y sintiéndome bien. Aquella fue la mejor sensación que he experimentado en toda mi vida. No dependía de ninguna otra persona ni de ninguna cosa, así que nada ni nadie podía arrebatármela. Era mía y procedía de una fuente que jamás se agotaría. Nunca me había sentido así; ni nunca volví a experimentar nada parecido.
Finalmente me quedé dormida, pero solo durante dos horas. Cuando desperté, la sensación seguía allí, no se había esfumado mientras dormía. Recorrí el hotelito y encontré una escalera de madera que conducía a una terraza acristalada sobre el tejado, con sillas y mesas de jardín. Las sillas estaban colocadas en la orientación perfecta para observar la salida del sol sobre el mar. Me senté. Era como si las sillas hubiesen estado esperándome. Yo estaba en pijama y medio dormida. Los tonos rosas, azules y amarillos se deslizaban por encima de mi cabeza. Cerré los ojos. Simplemente sentí el amanecer.
Había estado fuera veinticuatro horas. Aquella tarde, cuando mi coche me condujo de vuelta a casa, supe que algo había cambiado dentro de mí. Algo que jamás me abandonaría. Solo fueron veinticuatro horas.
Tanya Collins
Oxnard, California».
«A Orillas del Mar». Relato incluido en el libro «Creía Que Mi Padre Era Dios» (2001)
«Al día siguiente, me volví a la cama durante un buen rato después de que mis padres se fueran. Luego me levanté y me fui a la habitación frontal a echar un vistazo entre los visillos. La joven ama de casa estaba otra vez sentada en los escalones de su portal al otro lado de la acera. Llevaba puesto un vestido diferente, más sexy. La contemplé durante largo rato. Luego me masturbé lenta y sosegadamente.
Me bañe y me vestí. Encontré algunos cascos vacíos en la cocina y los fui a descambiar a la tienda de ultramarinos. Encontré un bar en la Avenida, entré y pedí una cerveza. Había un montón de borrachos poniendo canciones en el juke-box, hablando a voces y riéndose. En un momento una nueva cerveza se posó en frente mío. Alguien estaba invitando. Bebí. Empecé a hablar con la gente. Entonces miré afuera. Era ya el final de la tarde, casi oscurecía. Las cervezas seguían circulando, la dueña del bar, una tía gorda, y su noviete estaban en plan simpático. Salí una vez a la calle para pegarme con alguien. Estábamos los dos demasiado borrachos y había muchos baches en la superficie del asfalto del parking, apenas podíamos andar.
Lo dejamos…
*****
Me desperté mucho más tarde en un sillón tapizado de rojo en la trastienda del bar. Me levanté y miré a mi alrededor. Todo el mundo se había ido. El reloj señalaba las 3:15. Traté de abrir la puerta, estaba cerrada. Me metí detrás de la barra y busqué una botella de cerveza, la abrí, salí y me senté. Entonces volví y me cogí un puro y una bolsa de patatas fritas. Acabé mi cerveza, me levanté y encontré una botella de vodka y otra de escocés, me volví a sentar. Las mezclé con agua, fumé puros y comí carne reseca, patatas fritas y huevos duros.
Bebí hasta las 5 de la mañana. Limpié luego el bar, quité todas las cosas, fui hasta la puerta, conseguí abrirla y salí a la calle. Mientras salía, vi acercarse un coche de policía. Fueron conduciendo lentamente detrás de mí mientras yo caminaba. Pasada una manzana, se pararon delante de mí. Un oficial sacó la cabeza por la ventanilla.
-¡Eh, capullo!
Sus luces me daban en la cara.
-¿Qué estás haciendo?
-Me voy a casa.
-¿Vives por aquí?
-Sí.
-¿Dónde?
-En el 2123 de la Avenida Longwood.
-¿Qué hacías saliendo a esas horas de ese bar?
-Soy el encargado de la limpieza.
-¿Quién es el dueño del bar?
-Una señora llamada Joya.
-Entra.
Entré en el coche.
-Dinos dónde vives.
Me llevaron a casa.
-Ahora sal y llama al timbre.
Salí del coche. Llegué hasta el porche y llamé al timbre. No hubo respuesta. Llamé de nuevo, varias veces. Finalmente se abrió la puerta. Mi madre y mi viejo se quedaron allí plantados en pijama y bata.
-¡Estás borracho! –gritó mi padre.
-Sí.
-¿De dónde sacaste el dinero para beber? ¡No tienes ni cinco!
-Encontraré un trabajo.
-¡Estás borracho! ¡Estás borracho! ¡Mi hijo es un borracho! ¡Mi hijo es un maldito y vergonzoso borracho!
El pelo de la cabeza de mi padre estaba alzado en mechones dementes. Sus cejas revueltas salvajemente, su cara hinchada y reblandecida por el sueño.
-Actúas como si hubiese matado a alguien.
-¡Es igual de malo!
-…Ohh, mierda…
De repente vomité en la alfombra persa con el dibujo del Árbol de la Vida. Mi madre soltó un grito. Mi padre saltó encima mío.
-¿Sabes lo que le hacemos a un perro cuando se caga en la alfombra?
-Sí.
Me agarró del cuello por detrás. Me presionó hacia abajo, forzándome a doblar la cintura. Estaba tratando de ponerme a la fuerza de rodillas.
-Te voy a enseñar.
-No lo hagas…
Mi cara estaba ya casi encima de ello.
-¡Te voy a enseñar lo que hacemos con los perros!
Me levanté del suelo apoyando un puñetazo. Fue un gancho perfecto. El viejo recorrió en volandas toda la habitación y se quedó sentado en el sofá. Fui a por él.
-Levántate.
Se quedó allí sentado. Oí a mi madre gritar.
-¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre! ¡Le has pegado a tu padre!
Chillaba y me arañó parte de la cara.
-Levántate –le dije a mi padre.
-¡Le has pegado a tu padre!
Me arañó de nuevo la cara. Me di la vuelta para mirarla. Me rasgó el otro lado de la cara. La sangre corría bajándome por el cuello, calando mi camisa, pantalones y zapatos, la alfombra. Bajó sus manos y se quedó mirándome.
-¿Has acabado?
No me contestó. Subí hacia mi dormitorio, pensando, ‘mejor me busco un trabajo’”.
“PETER PAN.– No estoy triste. Pero no consigo pegarme a mi sombra. WENDY.- Yo te la coseré para que no se vuelva a escapar. PETER PAN.- ¿Qué es coser? WENDY.- ¿No lo sabes? A ver, siéntate aquí. A lo mejor te duele un poquito. PETER PAN.- Yo nunca lloro. WENDY.- ¿Cuántos años tienes? PETER PAN.- No lo sé, pero soy muy joven. Me escapé casi el día en que nací. WENDY.- ¿Que te escapaste? ¿Por qué? PETER PAN.- Porque oí lo que papá y mamá decían que sería cuando fuera mayor. Cuando me hiciese un hombre. Y yo quiero ser siempre un niño y pasármelo bien. Así que me escapé un día del jardín de infancia y hasta ahora he vivido entre las hadas. WENDY.- ¿Conoces a las hadas? PETER PAN.- Sí, pero ya están casi todas muertas. (Ante la sorpresa de Wendy). Verás, Wendy, cuando el primer niño se puso a
reír por primera vez, la risa se partió en mil pedazos que se desperdigaron por todas partes, y ése fue el principio de las hadas. Y ahora, cuando nace un nuevo niño, su primera risa se convierte en un hada. Así que tendría que haber un hada por cada chico y por cada chica. WENDY.- ¿Tendría que haber? ¿Es que no las hay? PETER PAN.- ¡Ay, no! Ahora los niños saben demasiado. No tardan nada en dejar de creer en las hadas, y cada vez que un niño dice “No creo en las hadas”, en algún lugar un hada cae muerta”.
Extracto de la obra teatral “Peter Pan” (James Matthew Barrie, 1904)
“¿Hace falta siempre un descodificador para entender una obra de arte? Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de arte, sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente despreocupados, ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la palabra si no dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de la misma. Pero así procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su sintaxis, sus convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignore la lengua en la que está escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender su significado y, por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se hace imposible, impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y aparición de una obra de arte.
Al igual que las lenguas habladas, el lenguaje artístico cambia en función de las épocas y los lugares: existen las lenguas muertas (el griego antiguo, el latín), lenguas practicadas por muy pocas personas (el kirguís), lenguas vivas, pero en decadencia (el francés), lenguas dominantes (el inglés en versión americana). También en materia de arte, las obras provienen de civilizaciones desaparecidas (Sumeria, Asiria, Babilonia, el Egipto de los faraones, los etruscos, los incas, etc.), de pequeñas civilizaciones (los escitas), de civilizaciones no hace mucho poderosas pero hoy declinantes (Europa), de civilizaciones dominantes (el modo de vida americano). Cuando nos encontramos ante una obra de arte, el lenguaje artístico exige que en primer lugar sepamos situarla en su contexto geográfico e histórico. Y de este modo, responder a la doble cuestión: dónde y cuándo.
Tenemos que conocer las condiciones de producción de una obra y resolver el problema de su razón de ser: ¿quién la encarga?, ¿quién paga?, ¿quién trabaja para quién?, ¿sacerdotes, comerciantes, burgueses, ricos propietarios, coleccionistas, directores de museo, galeristas, colectividades públicas? Y esta obra: ¿para qué?, ¿qué podemos decir?, ¿qué motiva a un artista a crear aquí (las cuevas de Lascaux, el desierto egipcio), allí (una iglesia italiana, una ciudad flamenca), o en otra parte (una megalópolis occidental, Viena o Nueva York, París o Berlín)?, ¿por qué el artista utiliza un material o un soporte en lugar de otro (el mármol, el oro, la piedra, el lapislázuli, el bronce, el papel de fotografía, la película, el libro, el lienzo, el sonido, la tierra)? Así respondemos a las cuestiones fundamentales: ¿de dónde viene esta obra?, ¿dónde va?, ¿qué pretende provocar?
A continuación debemos preguntarnos: ¿por quién?, con el fin de ubicar la obra en el contexto biográfico del autor. En los periodos en que los artistas no firmaban su producción (esta costumbre es reciente, al menos en Europa, donde data de cinco siglos aproximadamente), obtenemos información sobre las escuelas, los talleres, los grupos de arquitectos, de pintores, decoradores, obreros activos en el mercado. Seguidamente, planteamos la cuestión del origen de la producción estética del individuo. ¿Dónde nace, en qué ambiente?, ¿cuándo y cómo descubre su arte, con qué maestros, en qué circunstancias?, ¿qué es de su familia, su medio, sus estudios, su formación?, ¿cuándo supera a quienes lo iniciaron? Todo el saber disponible sobre la vida del artista permite, un día u otro, comprender la naturaleza y los misterios de la obra ante la cual nos encontramos.
Porque la obra de arte es críptica, siempre. Más o menos netamente, con más o menos claridad, pero siempre. Corremos el riesgo de quedarnos mucho tiempo delante de los frescos de las cuevas de Lascaux sin entenderlos porque hemos perdido el descodificador. No sabemos nada del contexto: ¿quién pintaba?, ¿qué significan esas manadas de pequeños caballos?, ¿y ese bisonte que embiste a un hombre con una cabeza de pájaro?, ¿a quién o a qué destinaban esas pinturas: a jóvenes iniciados en ceremonias chamánicas?, ¿por qué se utilizaba el rojo ocre aquí, como carbonilla pulverizada, soplada, proyectada, la barra de carbón negro allí, el pincel de pelo animal allá?, ¿cómo explicar que algunos dibujos oculten otros bajo los dedos de terceros pintores o varios siglos de distancia?, ¿a los hombres a quienes debemos estas decoraciones se les tenía por artesanos, artistas o sacerdotes?
Como la mayoría de estas cuestiones no llegan a ser resueltas, muchas veces los espectadores o los críticos se conforman con proyectar sus observaciones sobre las obras que examinan. Al no ver lo que los artistas quieren manifestar, los comentadores les atribuyen intenciones que aquellos no tenían. La historia de las interpretaciones de Lascaux deja indemne el sentido mismo de la obra, realmente destinado a quedar ignorado, porque sus condiciones de producción seguirán siendo desconocidas y nunca se dispondrá de una clave de lectura digna de tal nombre. El desconocimiento del contexto de una obra conduce a la ignorancia de su sentido. Cuanto más sabemos de su entorno, mejor comprendemos su interior; cuanto menos sabemos de él, más nos condenamos a permanecer en la periferia.
De algún modo, conocer la época, la identidad del autor, sus intenciones, transforma al observador en artista. No hay comprensión de una obra si falta la inteligencia de quien la mira. La cultura es, pues, esencial para la aprehensión del mundo del arte, sea cual sea el objeto concernido y considerado. Al proponer un trabajo, el artista efectúa la mitad del camino. La otra es cuestión del aficionado que se propone apreciar la obra. La época y el temperamento del creador se concentran el objeto de arte (que puede ser tanto una construcción, una pirámide por ejemplo o un edificio firmado por Jean Nouvel, como una pintura de Picasso, una sinfonía de Mozart, un libro de Víctor Hugo, un poema de Rimbaud, una fotografía de Cartier-Bresson, etc.). En cuanto al objeto, este solo adquiere su sentido con la cultura, el temperamento y el carácter de la persona que parecía el trabajo. De ahí la necesidad de un aficionado artista.
¿Cómo nos convertimos en ese aficionado, es decir, en ese apasionado del arte? Dándonos los medios de adquirir ese descodificador. ¿Es decir? Construyendo nuestro juicio. La construcción de un juicio supone tiempo, empeño y paciencia. ¿Quién afirma que conoce bien una lengua extranjera si le dedica un tiempo y un empeño ridículos? ¿Quién puede creer dominar un instrumento musical sin haber sacrificado horas y horas de práctica con el fin de cubrir la distancia que separa el balbuceo de la maestría? Lo mismo ocurre con la fabricación de un gusto. Poco importa cuál sea el objeto de ese gusto (un vino, un guiso, una pintura, una pieza musical, una obra de arquitectura, un libro de filosofía, un poema), solo logramos apreciarlo una vez que hemos aceptado que hay que aprender a juzgar.
Para ello hay que educar los sentidos y provocar al cuerpo. La percepción de una obra de arte se realiza exclusivamente por las sensaciones: vemos, oímos, gustamos, olemos, etc. Aceptad, al comienzo de vuestra iniciación, estar perdidos, no comprender todo, confundir, equivocaros, dar rodeos, no obtener de inmediato excelentes resultados. No se conversa, en las altas esferas intelectuales, con un interlocutor tras solo unas semanas de inmersión en su lengua. Lo mismo en lo que concierne al mundo del arte. Tiempo, paciencia y humildad, además de valor, tenacidad y determinación. Los resultados se obtienen al final de un túnel más o menos largo según vuestro empeño y vuestras capacidades.
La construcción del juicio supone igualmente orden y método, además de un maestro. La escuela debería desempeñar ese papel, lo cual no hace; la familia también, pero no todas pueden hacerlo. La tarea también os incumbe a vosotros, personalmente. Frecuentad museos, salas de conciertos, mirad las construcciones públicas y privadas, en la calle, con otros ojos, id a exposiciones, deteneos en galerías, escuchad emisoras especializadas en la música en la que os gustaría iniciaros, bebed y comed solamente, si es posible, vinos y platos de calidad, ejerciendo en cada ocasión vuestro gusto, vuestras impresiones, comparando vuestras opiniones, describiéndolas, contándoselas a vuestros amigos, vuestros novios y novias, incluso escribiéndolas para vosotros mismos: todo ello contribuye a la formación de vuestra sensibilidad, de vuestra sensualidad, además de vuestra inteligencia, y finalmente de vuestro juicio. Después, un día, sin avisar, su ejercicio se producirá fácilmente, simplemente. Entonces descubriréis un placer ignorado por la mayoría, en todo caso, por los que se conforman, delante de una obra de arte, con reproducir los tópicos de su época, de sus conocidos, o de su entorno”.
Texto extraído del libro “Antimanual de Filosofía” (2001)
“Sucedió que en medio de las diversiones propias del invierno londinense, en varias fiestas de las personas más significadas de la buena sociedad, apareció un noble que destacaba más por sus peculiaridades que por su rango. Contemplaba el regocijo de su alrededor como si no pudiera participar en él. Aparentemente, solo la suave risa de los demás llamaba su atención, y con una sola mirada podía acallarla, y meter el miedo en aquellos pechos en los que reinaba la despreocupación. Los que percibían esta sensación de reverente temor que provocaba no podían explicar cuál era su causa: algunos la atribuían a unos ojos grises e inertes, que al fijarse sobre los rostros parecía no verlos, pero cuya mirada penetraba hasta lo más recóndito de los corazones; caía a plomo sobre una mejilla y se quedaba sobre la piel que no podía atravesar.
Sus peculiaridades hicieron que se le invitase a todas las casas; todo el mundo quería verlo, y quienes estaban acostumbrados a la excitación violenta, y ahora experimentaban el peso del aburrimiento, se alegraron de tener algo capaz de atraer su atención. A pesar de la palidez de su rostro, cuyos rasgos eran sin embargo hermosos y agradables, y de que nunca adquiría color, ni por el rubor de la modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, muchas de las féminas que iban detrás de la notoriedad intentaron ganarse sus atenciones y atisbar al menos alguna señal de algo que pudiera llamarse afecto. Lady Mercer, que había sido objeto de burla por todos los monstruos a los que había arrastrado a su dormitorio desde su boda, se interpuso en su camino, y, salvo ponerse un traje de saltimbanqui hizo de todo por llamar su atención, pero en vano; cuando se plantaba delante de él, si bien en apariencia sus ojos se fijaban en los de ella, no parecía darse cuenta de su presencia. Pese a su conocido descaro, la mujer finalmente se sintió frustrada y abandonó su intento. Pero aunque consumadas adúlteras no consiguieran de él ni siquiera una mirada, a este extraño personaje el sexo femenino no le era indiferente; sin embargo, era tal la discreción con que hablaba con la esposa virtuosa y con la hija inocente, que pocos se daban cuenta de que se dirigiera a las mujeres. Poseía, sin embargo, reputación de ser muy buen conversador, y ya fuese porque gracias a eso lograba que se sobrepusieran al espanto de su carácter singular, o bien porque las conmoviera su aparente rechazo del vicio, tanto se lo podía encontrar entre las mujeres que constituyen el orgullo de su sexo por sus virtudes domésticas, como las que lo avergüenzan con sus vicios”.