«Nuestras vidas empezaron a desbaratarse en el verano de 1930. Ése fue el momento en el que mi padre se negó a aceptar una reducción de salario y acabó perdiendo el empleo. Estuvo buscando trabajo durante mucho tiempo, pero no encontró nada, ni siquiera por sueldos más bajos de los que se había negado a aceptar. Al final acabó sentándose en un sillón con su revista Argosy y mi madre empezó a rezongar y a ponerse nerviosa. Poco después tuvimos que dejar la casa.
Recuerdo que una vez soñé que encontraba unas joyas para dárselas a mis padres, pero cuando metí la mano en el bolsillo allí solo había un agujero. Me desperté llorando. Tenía seis años.
Un tío mío nos escribió desde Tejas diciendo que se había enterado de que había un restaurante en Kansas que era una verdadera máquina de hacer dinero. Mis padres vendieron todo lo que tenían y compraron un coche viejo y unas bolsas de lona para llevar agua y poder enfriar el radiador durante el viaje. Dejamos California y partimos rumbo a a las desconocidas llanura de Kansas.
Kansas era igual de pobre que California, pero hacía más frío. Los granjeros no conseguían vender lo que cultivaban y, evidentemente, no se podían permitir salir a comer fuera. Mis viejos vieron que, al menos, los granjeros tenían comida para llevarse a la boca, por lo que decidieron convertirse ellos también en granjeros. La tierra era más barata en Arkansas, así que hacia allí nos dirigimos. Pero ¿Qué sabía mi padre del campo? Mi madre, mis dos hermanos pequeños y yo nos instalamos en una casita con una pequeña parcela de terreno y mi padre se fue a trabajar para una señora que vivía fuera de la ciudad. No le veíamos casi nunca. Más adelante, mi madre dijo que creía que mi padre trabajaba más la cama de la señora que sus campos.
Mi madre cambió sus vestidos comprados en California por un cubo de melaza de sorgo y un poco de harina. Durante todo aquel invierno comimos tortinas de harina y agua y melaza de sorgo. Mi madre se quedaba de pie, junto a la ventana, con los ojos llenos de lágrimas, mientras sus bonitos vestidos pasaban por delante de nuestra casa en el asiento del carro de nuestro vecino.
Cuando llegó la primavera, mi madre puso en una maleta una muda de ropa para cada uno de nosotros. Con una mano sujetó a mi hermanito contra la cadera y con la otra cogió la maleta. Después nos dijo a mi otro hermano de ocho años y a mí que no nos apartásemos de ella y echamos a andar rumbo a California. Necesitaría un libro entero para contar todo lo que nos sucedió durante aquel viaje. Recuerdo tantas cosas…
Una vez que me desmayé en Oklahoma mi madre se adentró entre las ortigas para llegar hasta un arroyo y poder mojar un trapo en el agua para refrescarme. Cuando llegamos a Tejas tenía las piernas tan hinchadas que tuvimos que quedarnos en Dallas hasta que puedo volver as caminar. En otra ocasión, un hombre malvado nos abandonó en el desierto porque mi madre rechazo su ofrecimiento de acostarse con él esa noche. El sol se puso y por allí no pasaba ningún coche. Estábamos a muchos kilómetros de cualquier ciudad o de cualquier casa. El hombre había elegido un buen lugar para llevar a cabo su venganza. Finalmente nos rescató un técnico de una compañía telefónica que nos llevó a un motel de carretera y nos pagó el alojamiento esa noche.
Una vez nos quedamos durante un tiempo en una casita cerca de un campamento de jornaleros mexicanos. Jamás he visto tanta amabilidad. Vivían en unas chabolas hechas con todo lo que habían encontrado en los alrededores. Siempre recibíamos de todos ellos una sonrisa, una palmadita en la cabeza, tortitas calientes recién hechas y, el día de la paga, un puñado de caramelos de menta.
Finalmente llegamos a Los Ángeles. La hermana de mi madre iba a ir a recogernos al parque Lincoln, junto al lago, para mostrarnos adónde se había trasladado a vivir nuestra abuela. Esperamos allí durante todo el día. Cada vez que alguno de nosotros decía que tenía hambre, mi madre señalaba a los patos que nadaban en el lago o nos llevaba de paseo para enseñarnos alguna flor rara.
Cuando comenzó a anochecer, el hombre que había estado tirándoles migas de pan a los patos le preguntó a mi madre cuándo pensaba llevarnos a casa. Ella le dijo que había venido con su familia desde muy lejos y que, con la ayuda de Dios y de la caridad de la gente, ‘ya surgiría algo’. El hombre dijo que suponía que le había llegado el turno de ayudar. Cogió la cartera y sacó dos de aquellos enormes billetes de un dólar y se los dio a mi madre. Aquello era suficiente. Con un dólar pagó la habitación en el motel Lincoln. Con el otro compró una lata de cerdo con alubias y una barra de pan y sobró el dinero justo para pagar los billetes de autobús, si es que la tía Grace daba señales de vida. En esa época aprendí todo lo que necesitaba saber para el resto de mi vida sobre caridad, fe, confianza y amor.
Era el año 1931 y tenía siete años.
Jane Adams.
Prescott, Arizona».
«Odisea Americana». Relato incluido en el libro «Creía Que Mi Padre Era Dios» (2001)
«¿Puedo en mi corazón guardar tan cálidos deseos? Contemplar las coronas de flores de la vida, y pasar frente a ellas sin llevar yo corona alguna, ¿y no debo, además, triste despertar?
¿Renunciaré, altanera, al deseo más querido? ¿Debo, valiente, entrar al reino de las sombras, implorar a otros dioses otros gozos, pedir nuevos placeres acaso a los muertos?
Descendí, pero incluso en el reino de Plutón, en el seno de las noches la pasión arde tal que, anhelantes, las sombras se inclinan a otras sombras.
Pues perdido está aquel sin fortuna en el amor, e incluso aunque bajara a la laguna Estigia, en el fulgor del cielo, seguiría sin éxtasis».
Del poema «Amor En Todas Partes» (dedicado, antes de suicidarse, a Friedrich Creuzer, su amor imposible)
“Un día que yo derramaba largo llanto, que se desvanecía mi esperanza resuelta en dolor, cuando estaba solitario ante la yerma colina que en estrecho y oscuro recinto encerraba la forma misma de la vida – solo como nunca ningún solitario lo estuvo – acosado por indecible angustia– ya sin fuerzas, una imagen del desamparo y nada más. – Mientras dejaba vagar la mirada en busca de auxilio, sin poder avanzar, sin poder volver atrás, y me aferraba con ansias infinitas a la vida fugaz, evanescente; – entonces, de las azules lejanías – de las alturas de mi antigua dicha me vino un estremecimiento vesperal – que rompió de golpe el lazo del nacimiento, las cadenas de la luz. Desvanecióse la pompa de la tierra, se disipó con ella mi dolor – mi melancolía se fundió en un mundo insondable y nuevo – y tú, entusiasmo nocturno, sueño del cielo, caíste sobre mí – todo el paraje se elevó lentamente; y sobre él flotaba, librado y renacido, mi espíritu. La colina se convirtió en una nube de polvo – a través de la nube distinguí el rostro transfigurado de mi amada. La eternidad reposaba en sus ojos – cogí sus manos y las lágrimas se transformaron en una cadena inquebrantable y luminosa. Volaban ahuyentados los milenios hacia horizontes lejanos, como tempestades. Abrazado a su cuello lloré lágrimas arrebatadoras en el umbral de la vida nueva. – Fue el primero, el único ensueño – y desde entonces tengo una fe eterna, inalterable en el cielo de la noche y en su luz que es mi amada”.
“¿En qué momento un meadero puede convertirse en una obra de arte? No cuando vosotros lo decidáis, sino cuando Marcel Duchamp, un pintor originario de la Alta Normandía, lo decidió. En 1917 Duchamp envió de manera anónima un urinario (‘fountain’ en inglés) a un jurado artístico norteamericano -del que, por otra parte, era miembro-. Escogió el objeto entre centenares de ellos, todos parecidos, en una fábrica de productos sanitarios que los manufacturaba en serie. Solo una cosa distingue a ese urinario, que ha llegado a ser célebre en todo el mundo, de otro producto de la misma fábrica pero utilizado para sus fines más habituales: la firma. Duchamp no firmó con su nombre si no con un seudónimo: R. Mutt, en referencia a un héroe de cómic (un pequeño gordo divertido, conocido entonces por la mayoría de los norteamericanos).
Los miembros del jurado ignoraban la identidad del autor de ese gesto a medio camino entre la broma sin más trascendencia y la revolución estética que desencadena. Duchamp llamó a ese objeto ‘ready-made’ (un objeto ya confeccionado si quisiéramos traducirlo palabra por palabra). Este objeto se distingue de sus semejantes por la intención del artista que impone su presencia en una sala de exposiciones. Y sigue siendo materialmente el mismo, lo fije un fontanero especializado en productos sanitarios en vuestro instituto o lo sitúe un artista en una sala de arte. Pero en el museo se carga simbólicamente de una significación distinta que en los escusados. Su función cambia, su destino también, su finalidad primera y utilitaria desaparece en beneficio de una finalidad secundaria y estética. El ‘ready-made’ entra entonces en la historia del arte y la hace bascular del lado de la modernidad.
Desde luego, se registran resistencias oficiales a este golpe de Estado estético. Se protesta contra la impostura, la broma, el camelo. Se rechaza transformar el objeto banal en objeto artístico. El urinario es un bruto, no labrado, simplemente está firmado; en cambio, las producciones artísticas habituales están elaboradas, fabricadas, y reconocidas como clásicas por la autoridades del medio. Pero las vanguardias, que quieren acabar con la vieja forma de pintar, esculpir y exponer, consiguen imponer el objeto como una pieza superior en la historia del Arte. Entonces, los antiguos y modernos se enfrentan, los conservadores y los revolucionarios, los trasnochados y los progresistas libran una batalla sin cuartel. La historia del siglo XX da la razón a Marcel Duchamp: su golpe de Estado ha triunfado, su revolución metamorfosea la mirada, la creación, la producción, la exposición artística. No obstante, algunos -todavía hoy- rechazan a Duchamp y su herencia, apelan al retorno a una época en la que bastaba con representar lo real, figurarlo, transmitirlo de la manera más fiel posible.
¿Cuál es el sentido de la revolución operada por el meadero? Duchamp da muerte a la Belleza, como otros han dado muerte a la idea de Dios (por ejemplo, la Revolución Francesa en la historia o Nietzche en filosofía). Tras este artista, no abordamos el arte teniendo en la cabeza la idea de la Belleza, sino la del Sentido, la del significado. Una obra de arte no tiene por qué ser bella, se le pide generar sentido. Durante siglos, se creaba no para representar una cosa bella, si no para lograr una bella representación de una cosa: no una puesta de sol, frutos en un frutero, un paisaje marino, un cuerpo de mujer, si no un bello tratamiento de todos esos objetos posibles. Duchamp retuerce el pescuezo de la Belleza e inventa un arte radicalmente cerebral, conceptual e intelectual.
«La Fuente» (Marcel Duchamp, 1917)
Desde Platón (428-347 a. de C.), un filósofo griego idealista (para quien la idea prima sobre lo real que se deriva de ella), la tradición ha enseñado la existencia de un mundo inteligible enteramente poblado de ideas puras: lo Bello en sí, la Verdad en sí, el Bien en sí. Fuera del mundo, inalcanzables por los efectos del tiempo, fuera de representaciones y encarnaciones, esas ideas no tenían necesidad, así se pensaba, del mundo real y sensible para existir. En cambio, según
Platón -y el pensamiento platónico, el de los individuos que lo reivindican-, una Bella cosa define un objeto que participa de la idea de Belleza, que se deriva de ella, que proviene de ella. Cuanto más próxima, íntima, es la relación que tiene con la idea de Bello, más bella es la cosa; cuanto más lejana, menos lo es. Esta concepción idealista del arte atraviesa veinticinco siglos hasta Duchamp. El meadero da muerte a esta visión platónica del mundo estético.
Duchamp asesta otro golpe mortal: el de los soportes. Antes de él, el artista trabaja materiales nobles -el oro, la plata, el mármol, el bronce, la piedra, el lienzo, el muro de una iglesia, etc.-. Tras él, todos los soportes se hacen posibles. Y vemos, en la historia del arte del siglo XX, surgir materiales en modo alguno nobles, incluso innobles en el sentido etimológico: así, excrementos (Manzoni), cuerpos (los artistas del Body-Art francés o del Accionismo vienés), sonido (John Cage, La Monte Young), el meadero (Duchamp), la grasa, fieltro hecho con pelo de conejo (Beuys), luz (Viola, Turrell), plástico, tiempo, televisión (Nam Jun Paik), concepto (On Kawara) y lenguaje (Kosuth), basura (Arman), carteles desgarrados (Hains), etc. De donde viene otra revolución integral, la de los objetos posibles y las combinaciones pensables.
Esta revolución es tan radical que siempre tiene opositores -vosotros, quizá-; casi siempre, los que no poseen el descodificador de ese cambio de época lo rechazan -como se rechazaría la electricidad para preferir la lámpara de petróleo o el avión para preferir la diligencia-. Algunos lamentan esta ruptura en la forma de ver el mundo artístico para preferir las técnicas clásicas anteriores a la abstracción: las escenas de Poussin, en el siglo XVIII, que dan la impresión de una fotografía y una inmensa habilidad técnica; las mujeres de Rubens, en el siglo XVIII, que retozan en el campo y se parecen a la vecina desnuda que podemos ver por nuestra ventana; las manzanas de Cezanne, en el siglo XIX, incluso si se parecen poco a los frutos reales con los que se hace la compota. Nos gusta o no nos gusta Duchamp, sin duda, pero no podemos dejar de admitir lo que hace la historia del siglo XX: el arte de hoy no puede ser semejante al arte de ayer o antes de ayer. Hay que rendirse a la evidencia. ¿Qué sentido tendría para vosotros vivir lo cotidiano vestidos con los trajes que se llevaban en tiempos de la Revolución Francesa? Sois muy libres de no aceptar el arte contemporáneo. Pero al menos, antes de juzgar y condenar, comprendedlo, intentad descodificar el mensaje oculto por el artista, y solo después tiradlo a la basura si aún lo deseáis…
Duchamp da plenos poderes al artista, que decide lo que es del arte y los que no lo es. Pero también da poderes a otros actores que hacen arte igualmente: los galeristas que aceptan exponer tal o cual obra, los periodistas y críticos que escriben artículos para dar cuenta de una exposición, los escritores que redactan el prefacio de los catálogos y apoyan a uno u otro artista, los directores de museos que instalan en sus salas objetos que acceden así al rango de objetos de arte. Pero vosotros también, los observadores, formáis parte de los mediadores, sin los cuales el arte es imposible. Duchamp pensaba que es el observador el que hace el cuadro. Una verdad que vale para todas las obras y todas las épocas: aquel que se detiene y medita delante de la obra (clásica o contemporánea) la crea tanto como su diseñador.
De ahí la función esencial confiada al espectador -vosotros-. Y una confianza importante, un optimismo radical por parte del creador. En efecto, la hipótesis modernista sostiene que la gente sin información que comienza por rechazar el arte contemporáneo y lo considera carente de valor no va a quedarse allí y se decidirá por una iniciación capaz de revelarle las intenciones del artista y el código de la obra. El arte contemporáneo, más que otros, exige una participación activa del observador. Pues podemos contentarnos, en el arte clásico, con extasiarnos ante la habilidad técnica del artesano que pinta su motivo con parecido y fidelidad, podemos asombrarnos con la ilusión más o menos grande producida por una pintura que da la impresión de ser verdadera o de una escultura a la que no parece faltar más que la palabra. Pero desde el urinario, la Belleza está muerta, el Sentido la ha reemplazado. Os toca a vosotros hacer venir, buscar y encontrar las significaciones de cada obra, pues todas funcionan a la manera de un puzle o de un jeroglífico”.
Texto extraído del libro “Antimanual De Filosofía” (Michel Onfray, 2001)