«Fernande, casi más que el amor, adoraba el cansancio que venía después, mientras, tumbada en la cama deshecha, sentía por el Palomo una ternura renovada. Él encendía un cigarrillo y, voluptuosamente estirado bajo la sábana, se quedaba en silencio. Ella miraba cómo ascendía hasta el techo el humo que soltaba él despacio, y su felicidad era todo ligereza, dulzura y agotamiento. Era una felicidad frágil, nueva, una maravilla delicada, y nunca se abandonaba por completo tanto como en el momento mismo en que sentía que era así. El tiempo dejaba de existir. Por fin, todo iba alejándose… todo… hasta el rumor de la inmensa ciudad sorprendida trágicamente por la noche, obstruida por el alocado bullicio de la calle, las aceras y los bares relucientes.
¡Y qué paz! En el cielo incandescente por las luces el fuego purísimo de una estrella se encendía y temblaba. No había ni una nube… Alguien arrastraba una silla. En el corredor, una misteriosa conversación iba alejándose, una puerta se abría primero para cerrarse después…-¡Ah! ¿Qué hora es? –preguntó Fernande.
El Palomo se deslizó fuera de la cama y encendió la lámpara. Eran las ocho. Su vida, desde hacía cuatro meses, se dividía entre la ociosidad de días todos iguales, y el trabajo de las noches. La muchacha trabajaba sola. Celosa hasta el punto de pegarse con quien hubiera querido arrebatarle al Palomo, se esforzaba para que no le faltara de nada. Aquella belleza frágil escondía una pasión con una violencia que nadie hubiera podido sospechar. Y ya casi no reconocía la figura pálida de aquella obstinada que veía acercarse al espejo y que se desvestía después de sacar de la media el dinero que, moneda a moneda, había ido guardando.
Y sin embargo era ella, la Fernande… Se la podía ver por los bares de la plaza y de la calle Pigalle. Hasta el amanecer, acompañaba a los bebedores grises que estaban dispuestos a pagar y a llevarla al hotel… Volvía horriblemente cansada. El Palomo dormía. Se acostaba pero muy a menudo se echaba a llorar, con el corazón henchido de un sufrimiento misérrimo, con los ojos quemados por la luz del día que inundaba la habitación, y desesperada por no creer bastante en aquel pobre amor que llenaba y desgarraba su vida.
Porque –y era a pesar de toda su energía- Fernande se sentía incapaz en ocasiones de luchar contra la indiferencia apenas disimulada de Jesús el Palomo. No la amaba. Si la había hecho suya era por cálculo y notaba perfectamente los bajos manejos, las sonrisas, las caras ambiguas y la cobardía con que la rodeaba. ¡Si se había dado cuenta desde la primera noche! ¿Cómo podía, después de tanto tiempo, seguir aguantando que la tuviera tan vulgarmente engañada? Pero la muchacha se preguntaba inmediatamente después si al perderlo no lo perdería todo. Él era más fuerte. La tenía cogida. ¿Podía ni siquiera imaginar que un día dejaría de satisfacer el menor de sus caprichos, y él de hacerla sufrir? ¡Ay, bien sabía que las mujeres adoran a quien sabe dominarlas!… En el Moulin-Rouge tenía amigas que vivían juntas. No eran felices. Había parejas extrañas que se reían por tonterías. No eran felices… Se les notaba en la cara de preocupación que ponían de vez en cuando. Sus miradas lo decían a gritos a los que pasaban envidiando su dicha ficticia.
¿Y los que se acodan en la barra, los que fuman y bajan la vista, los que beben para atontarse, los que siguen a una mujer por la pasarela, los que deambulan por la calle toda la noche? Tampoco eran felices… Fernande había conocido a muchos que, en la habitación donde se juntaban, le pagaban, la miraban… Bajo todas aquellas apariencias, la misma angustia. Nadie se libraba. Las putitas del bulevar ahogan su tristeza en el éter. No tenían fuerzas para empezar, cada día, una existencia inútil, y las morfinómanas, las opiómanas, cada una con su vicio y sus pesares, afirmaban su desprecio, cada noche más amargo, del día siguiente.
En aquel infierno abigarrado de Montmartre, donde los negros vividores y desdeñosos, los macarras, los ojeadores, los embaucadores, los bohemios, los gigolós y las chicas se cruzan, se espolean, se denigran, se mezclan, Fernande se encontraba sola y, no sabiendo a quién confiarse, sentía cómo le invadía un cruel desencanto”.
“¿No habéis oído hablar de ese hombre loco que, en pleno día, encendió un farol y echó a correr por la plaza pública, gritando sin cesar, ‘¡Busco a Dios, busco a Dios!’? Como allí había muchos que no creían en Dios, su grito provocó la hilaridad. ‘Qué, ¿se ha perdido Dios?’, decía uno. ‘¿Se ha perdido como un niño pequeño?’, preguntaba otro. ‘¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?’- Así gritaban y reían con gran confusión.
El loco se precipitó en medio de ellos y los traspasó con la mirada: ‘¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir’, les gritó. ‘¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos podido hacer eso? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Y quién nos ha dado la esponja para secar el horizonte? ¿Qué hemos hecho al separar esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde se dirigen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos incesantemente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer, cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender faros en pleno mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿Nada olfateamos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa sangre? ¿Qué agua podrá purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué juegos nos veremos forzados a inventar? ¿No es excesiva para nosotros la grandeza de este acto? ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso y las futuras generaciones serán, por este acto, parte de una historia más alta de lo que hasta el presente fue la historia’.
Aquí calló el loco y miró de nuevo a sus oyentes; ellos también callaban, y le miraban perplejos. Por último, arrojó al suelo el farol, que se apagó y rompió en mil pedazos: ‘He llegado demasiado pronto, dijo. No es aún mi hora. Este gran acontecimiento aún está en camino, todavía no ha llegado a oídos de los hombres. Es necesario dar tiempo al relámpago y al trueno, es necesario dar tiempo a la luz de los astros, tiempo a las acciones, cuando ya han sido realizadas, para ser vistas y oídas. Este acto está más lejos de los hombres que el acto más distante; y, sin embargo, ellos lo han realizado’
«El Hombre Loco». Aforismo 125 de «La Gaya Ciencia” (1882)
“Todos ustedes están acusados; levántense. El orador no puede hablarles si no están ustedes de pie.
¿Qué hacen ustedes aquí, hacinados como ostras serias? Porque ustedes son serios, ¿no es así?
Serios, serios, serios hasta la muerte.
La muerte es cosa seria, ¿eh?
Uno muere como un héroe o como un idiota, que es lo mismo. La única palabra que no es efímera es la palabra muerte. Quieren ustedes la muerte para los otros.
A muerte, a muerte, a muerte.
El dinero es lo único que nunca muere, se va sencillamente de viaje. Es Dios, aquel al que se respeta, el personaje serio – dinero respeto de las familias. Honor, honor al dinero: el hombre que tiene dinero es un hombre honorable.
El honor se compra y se vende como el culo. El culo, el culo representa la vida como las patatas fritas, y todos ustedes que son serios, todos ustedes huelen peor que la mierda de vaca.
DADÁ, por su parte, no huele a nada, no es nada, nada, nada.
Es como sus esperanzas: nada.
Como sus paraísos: nada.
Como sus ídolos: nada.
Comos sus políticos: nada.
Como sus héroes: nada.
Como sus artistas: nada.
Como sus religiones: nada.
Silben, griten, rómpanme la cara, ¿y luego?, ¿luego qué? Una vez más diré que son ustedes unos imbéciles. En tres meses, mis amigos y yo les venderemos nuestros cuadros por algunos francos”.
“Manifesto Caníbal Dadá”. Leído en público por André Breton durante la velada Dadá del Teatro de la Maison de l’Oeuvre (París) el 27 de marzo de 1920.
“Tengo la intención no disimulada de agotar la cuestión a fin de que se nos deje tranquilos de una vez por todas con los llamados de la droga. Mi punto de vista es netamente antisocial. No hay sino una razón para atacar el opio. Es la del peligro que su empleo puede hacer correr al conjunto de la sociedad. Ahora bien: ese peligro es falso. Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma, somos congénitamente inadaptados; Suprimid el opio (…) No impediréis que existan almas destinadas al veneno que fuere, veneno de la morfina, veneno de la lectura, veneno del aislamiento, veneno del onanismo, veneno de los coitos repetidos, veneno de la debilidad arraigada en el alma, veneno del alcohol, veneno del tabaco, veneno de la anti-sociabilidad. Hay almas incurables y perdidas para el resto de la sociedad. Quitadles un recurso de locura e inventarán otros diez mil. Crearán medios mucho más sutiles, más furiosos, medios absolutamente desesperados (…) En tanto no hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana no tendremos el derecho de intentar suprimir los medios por los cuales el hombre trata de desencostrarse de la desesperación. Pues ante todo se tendría que llegar a suprimir ese impulso natural y escondido, esa pendiente especiosa del hombre que lo inclina a encontrar un medio, que le da la idea de buscar un medio de salir de sus males”.
Texto extraído del artículo “Seguridad General-La Liquidación Del Opio ” (1925)