“Se repantingaron por la barra y en las sillas. Otra noche. Otro coñazo de noche en El Griego, un miserable restaurante abierto toda la noche cerca del cuartel de Brooklyn. De vez en cuando entraba un sorchi o un marinero a por una hamburguesa y ponía el jukebox. Pero normalmente ponían jodidos discos de country de lo más rústico. Trataban de convencer al Griego de que quitara esos discos, pero él siempre decía que no. Ellos son los que se gastan la pasta. Vosotros os pasáis toda la noche aquí y no tomáis nada. ¿Estás quedándote con nosotros, Alex? Con el dinero que nos dejamos aquí te podrías jubilar. Eso lo dices tú. No me llega ni para el autobús…
Veinticuatro discos en el jukebox. Habría unos doce que les gustaban, pero los otros eran para los clientes del cuartel. Si alguien ponía un disco de Lefty Fritzel o de cualquier otro mierdoso por el estilo, protestaban, hacían gestos con las manos(tío, ¡hay que joderse con el cateto de mierda!) y salían a la calle. Había dos tipos metiendo monedas, así que se quedaron apoyados en las farolas y el parachoques. Una noche cálida y clara, y andaban haciendo círculos. Arrastraban los pies y movían la cadera en un plan de lo más moderno, con el pitillo colgando de la boca, el cuello de la camisa levantado por detrás y caído por delante. Mirando de reojo. Escupiendo por el colmillo. Viendo pasar los coches. Identificándolos. Marca. Modelo. Año. Caballos. V-8. Seis, ocho, cien cilindros. Un montón de caballos. Un montón de cromados. Luces traseras rojas y ámbar. ¿Has visto las luces del nuevo Pontiac? Tío, algo cojonudo. Sí, pero una mierda de aceleración. Tiene menos aceleración que el Plymouth. Mierda. No se agarra a la carretera como el Buick. Con el Roadmaster, en ciudad, despistas a cualquier coche de la pasma. Si sales disparado. Pisas a fondo. Tomas bien las curvas. Despistas a la pasma. Doble carburador. Cambio automático. No los podrías despistar. Se te echarían encima antes de llegar a la manzana siguiente. Con el nuevo 88, no lo creo. Pisas el acelerador y te quedas clavado al respaldo. Un coche cojonudo. No robaría ninguno que no fuese ése. El mejor acabado. Silencioso como el Pontiac. Si compraseun coche, le pondría protectores de goma en el parachoques, faros antiniebla, tapacubos de Cadillac, y una antena grandísima detrás… Mierda, en carretera es lo mejor. No tienes ni puta idea. No hay quien le tosa al Continental del 47 descapotable. Es lo último. Vimos uno el otro día. Vaya tarde. ¡¡¡Joder, tío!!!
Los cantantes de mierda seguían lloriqueando dentro y ellos hablaban y paseaban, arreglándose la camisa y el pantalón, tirando colillas al suelo… Tenías que haberlo visto. Verde con las puertas blancas. Andas por ahí en un coche así con la capota bajada y gafas de sol y una chaqueta chula y tienes que espantar a las titis con un palo –escupiendo después de cada palabra, apuntando a las grietas de la acera; alisándose el pelo suavemente con la mano, y ahuecando el tupé con cuidado para que se manutuviese en su sitio…- Tendrías que ver qué camisas tan fardonas tienen en Obies. Y unas gabardinas auténticas , de puta madre. Oye, ¿te has fijado en aquella chupa de cuero azul del escaparate? Sí, claro. ¿Y en la chaqueta con un solo botón y solapas muy grandes?, ¿Qué se puede hacer en una noche como esta? El depósito casi vacío y sin pasta para llenarlo. Y en cualquier caso ¿adónde ir?… Pero hay que tener una chaqueta de un solo botón. Tu guardarropa no estará completo si no tienes una. Sí, pero fíjate en ese chaleco. Queda fardón de verdad hasta como chaqueta deportiva –la conversación seguía y nadie se daba cuenta de que los mismos tipos repetían las mismas cosas y que uno había encontrado un sastre que hacía pantalones increíbles por catorce pavos-; ¿y qué me dices de los amortiguadores del Lincoln?… Y miraban los coches que pasaban y se ponían en plan duro y escupían al suelo; y quién se tiró a ésta y quién a aquella otra; y uno sacó un cepillo del bolsillo y limpió sus zapatos de gamuza. Luego se frotó las manos y se arregló la ropa y otro lanzó una moneda al aire, y cuando la moneda cayó, un pie se posó encima antes de que quien la había lanzado tuviera tiempo de cogerla. Y el chaval tuvo que levantar el pie porque le despeinaron y dijo joder y se volvió a peinar y cuando volvió a tener el pelo otras vez en su sitio, volvieron a despeinarle y se puso hecho una fiera y los otros chicos se rieron y se despeinaron unos a otros y empezaron a empujarse…”
Primeras páginas de la novela “Última Salida Para Brooklyn” (1964)
«Los sueños terminaron siendo su vida, y, desde ese momento, toda su existencia tomó un giro extraño: se hubiera dicho que dormía despierto y vivía en sueños. Quien le viere callado ante la mesa vacía, o caminando por la calle, le habría tomado por un sonámbulo o por un hombre vencido por el alcohol. Su mirada perdió la expresividad, su distracción natural llegó a tal grado, que, imperiosa, borró de su cara todos los sentimientos, todos los movimientos que le animaban. Solo volvía a vivir cuando llegaba la noche.
Ese estado alteró todas sus fuerzas, hasta que al final llegó a padecer el más horrible de los tormentos cuando el sueño comenzó a abandonarle. Intentando salvar esa su única riqueza, recurrió a todos los medios para reconquistarla. Tenía oído que, para recuperar el sueño, bastaba con tomar opio. Pero ¿dónde conseguirlo? Se acordó de un persa, propietario de un taller de chales, que, casi siempre, al verle, le pedía que le dibujara una mujer hermosa. Confiando en que aquél tendría ese opio, decidió visitarle. El persa le recibió sentado en un diván y con las piernas cruzadas.
-¿Para qué quieres el opio? –le preguntó.
Piskariov le habló de su insomnio.
-Bien. Te daré el opio si tú me dibujas una mujer guapa de verdad. Las cejas negras y los ojos grandes como aceitunas; y a mí me pones al lado, fumando en pipa. ¿Me oyes? ¡Que sea guapa! ¡Que sea bellísima!
Piskariov le prometió todo eso. El persa se ausentó un instante y regresó con un tarro lleno de un líquido oscuro, vertió con cuidado una parte en otro tarro y, entregándoselo a Piskariov, le recomendó echar tan solo siete gotas en un vaso de agua. Piskariov se apoderó con ansia del valioso tarro, que no habría cambiado por un montón de oro, y regresó corriendo a casa. Una vez allí, echó las gotas en un vaso de agua, lo bebió y se acostó.
¡Dios, qué alegría! ¡Ella! ¡Era otra vez ella! Pero con otro aspecto distinto. ¡Qué bien se la veía, sentada a la ventana de una soleada casa campesina! Su vestido transpiraba la sencillez de la que solo se viste la idea del poeta… Su peinado… Señor, qué peinado tan sencillo y qué bien le iba. Llevaba una ligera toquilla echada descuidadamente sobre sus esbeltos hombros; todo en ella era sencillo, todo revelaba un secreto e inexpresable sentido del gusto. ¡Qué encantador era su gracioso caminar! ¡Qué musical el susurro de sus pisadas y de su sencillo vestido! ¡Qué hermoso aparecía su brazo ceñido por una pulsera de amatista!
(…) Se despertó conmovido, conmocionado, con lágrimas en los ojos. ‘Más valdría que no existieras!, que no vivieras en el mundo, que fueras solo obra de un pintor inspirado! No me apartaría del lienzo, no cesaría de contemplarte, de besarte. Viviría y respiraría añorándote, como a la más hermosa de las ilusiones, y sería feliz. No tendría otros deseos. Te invocaría, como al ángel de la guarda, al dormirme y al despertar, y esperaría a que aparecieses cuando tuviera que pintar lo divino y lo sagrado. Pero ahora… ¡Qué vida más horrible! ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Acaso la vida del demente agrada a sus familiares y amigos, que antes le quisieron? ¡Señor, qué vida la nuestra! ¡Una eterna pugna entre el sueño y la realidad!’
Éstas y otras ideas semejantes le asaltaban constantemente. No pensaba en nada, apenas comía, y esperaba con impaciencia, con la pasión del amante, la llegada de la noche y de la visión anhelada. Esa fijación adquirió por fin tal poder sobre su vida y su mente, que la imagen deseada se le aparecía casi a diario y siempre bajo un aspecto opuesto a la realidad, porque los pensamientos de Piskariov eran tan puros como los de un niño. A través de aquellos sueños, el propio objeto que los motivaba se iba purificando y transformándose por completo.
El opio excitó aún más su mente, y si alguna vez hubo un enamorado que llegó al último extremo de la demencia, con una pasión arrebatadora, terrible, destructora, turbulenta, ese desdichado era él”.
“(…) En cuanto al número de muertes causadas por la peste negra, los estudios recientes arrojan cifras espeluznantes. El índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de Europa, ya como consecuencia directa de la infección, ya por los efectos indirectos de la desorganización social provocada por la enfermedad, desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta de cuidados.
La península Ibérica, por ejemplo, puedo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Se ha calculado que ésta fue la mortalidad en Navarra, mientras que en Cataluña se situó entre el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos abundan en la idea de una catástrofe demográfica. En Perpiñán fallecieron del 58 al 68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas parecidas afectaron al clero de Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población; Siena y San Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos, sobre el 45 por ciento, y Florencia vio cómo de sus 92.000 habitantes quedaban poco más de 37.000. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan solo 30 entre 1347 y 1353.
Fragmento de «El Triunfo De La Muerte» (Pieter Brueghel el Viejo, 1562)
Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un notorio incremento de los salarios, a causas de la escasez de trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su dinamismo. En el campo, una parte de los campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de la ‘modernización’ de Europa”.
Texto extraído del artículo “La Peste Negra. La Epidemia Más Mortífera” de Antonio Virgili. Originalmente publicado en la revista Historia National Geographic, número 103 (2012).
“Fiscal Morris: Según nos consta, había en la casa una joven sentada en el sofá que no llevaba puesto nada excepto unas pieles; aceptará usted que, en circunstancias normales, cabría esperar que la joven se hubiera mostrado avergonzada si no llevaba encima más que una manta de piel, estando como estaba en presencia de ocho hombres, dos de los cuales además eran meros conocidos que se encontraban allí circunstancialmente, por no hablar de un tercero que era el sirviente marroquí.
Keith Richards: En absoluto.
Fiscal Morris: Le parece a usted absolutamente normal, ¿no es eso?
Keith Richards: No somos unos vejestorios, no nos preocupamos de insignificantes cuestiones morales”.
Juicio por el caso Redlands, 1967. Texto extraído del libro autobiográfico “Vida” (Keith Richards. Global Rhythm Press, 2010)