Joris-Karl Huysmans (1848-1907)

“Tenía entonces veintidós años y todo le divertía. El teatro le parecía una cámara de las delicias; el café un encantamiento , y Bullier con sus chicas corcoveando al son del los címbalos, echando el torso hacia atrás y lanzando gritos con el pie en alto, lo inflamaba, pues, en su arrebato, se las imaginaba sin ropa y veía humedecerse y tensarse las carnes bajo los pantalones y bajo las faldas. Con los remolinos de polvo, le llegaba todo un aroma de mujer y se quedaba allí, quieto, encantado, envidiando a los demás, que, con sus sombreros flexibles, galopaban golpeándose los muslos. Él era cojo, tímido, y no tenía dinero. No importaba, aquel suplicio era dulce; como tantos pobres diablos se contentaba con nada. Una palabra dejada caer al pasar, una sonrisa lanzada por encima del hombro lo hacían feliz y, de vuelta a casa, soñaba con aquellas mujeres y se imaginaba que las que lo habían mirado y le habían sonreído eran mejores que las otras.

¡Ay! ¡Si hubiera tenido un sueldo mejor! Sin dinero para intentar galantear a una chica en un baile, se acercaba a los puntos de acecho de los callejones, a las desgraciadas de vientres enormes, abombados hasta el suelo; se sumergía en los bulevares haciendo esfuerzos por ver el rostro perdido en la sombra; y ni la ordinariez del abigarrado maquillaje, ni el espanto de la edad, ni la ignominia de la ropa, ni lo abyecto de la habitación lo detenían. Del mismo modo que su hambre lo llevaba a devorar bazofia en las tabernas, su apetito carnal le permitía aceptar las escorias del amor. Noches había, incluso, en que, sin un céntimo, sin esperanza alguna, por tanto, de satisfacer sus apetencias, se arrastraba hasta la rue de Buci, o la rue de l’Egout, o la rue du Dragon, o la rue Neuve Guillemin, o la rue Beurrrière, para tener algún roce con mujeres; le hacía feliz cualquier invitación, y, cuando conocía alguna de aquellas busconas, hablaba con ella, intercambiaba algún saludo, luego se iba discretamente, no fuera a espantarle la clientela, y se quedaba suspirando porque llegara fin de mes, prometiéndose, para cuando tuviera su paga, alegrías extraordinarias”.

Extracto de la novela “A La Deriva” (1882)

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