Georges Bataille (1887-1962)

“Estaba solo en el andén. Fuera llovía a cantaros. Me fui llorando. Caminaba penosamente. Aún levaba en la boca el sabor de sus labios, algo ininteligible. Miré a un hombre de la compañía ferroviaria. Pasó: ante él sentí como una desazón. ¿Por qué no tenía nada en común con una mujer a la que hubiera podido besar? Él también tenía unos ojos, una boca, un trasero. Aquella boca me producía ansias de vómito. Habría querido golpearla: tenía el aspecto de un burgués obeso. Le pregunté por los lavabos (tendría que haber corrido hacia allí lo más deprisa posible). Ni siquiera me había secado las lágrimas. Me indicó algo en alemán: era difícil de entender. Llegué a un extremo del hall: oí un ruido de música violenta, un ruido de una estridencia intolerable.

Seguía llorando. Desde la puerta de la estación, distinguí, a lo lejos, al otro extremo de una plaza inmensa, un teatro bien iluminado y, sobre las escaleras del teatro, una parada de músicos uniformados: el ruido era espléndido, desgarraba los oídos, exultaba. Me quedé tan atónito que, al punto, dejé de llorar. Ya no tenía ganas de ir al lavabo. Bajo la lluvia que arreciaba, atravesé la plaza vacía a la carrera. Me refugié bajo la marquesina del teatro.

Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines: a la izquierda, los tambores.

Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor), iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno, erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ordenado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortado cada ir y venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podía haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos… un ejército de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles, pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.

A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas. Acaso todas las cosas no quedaban avocadas a la incandescencia, llama y trueno mezclados, tan pálida como la del azufre ardiente que se agarra a la garganta. Una especie de hilaridad me mareaba: sentía, al descubrirme ante aquella catástrofe, como una negra ironía, la que acompaña a los espasmos en los momentos en que nadie se puede contener de gritar. La música paró: había dejado de llover. Volví lentamente en dirección a la estación: el tren ya estaba formado. Anduve algún tiempo por el andén, antes de entrar en un compartimento; el tren no tardó en salir.

Mayo de 1935”.

Final de la novela “El Azul Del Cielo” (1957)

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